El Prefecto (40 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Prefecto
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—Yo tampoco puedo ayudarlo.

—Oh, pues yo creo que sí. No sea modesta, Clepsidra: sé que nuestros archivos han debido de ser completamente transparentes para usted, nuestras medidas de seguridad puerilmente ineficaces, y nuestros intentos de ofuscamiento y confusión irrisibles. Solo tuvo acceso a esos archivos durante el breve espacio de tiempo que estuvo en la clínica de Mercier, y aun así averiguó lo que sucedió con Ruskin-Sartorious.

—No vi nada sobre la ubicación actual del Relojero.

—No me diga que no vio nada de la célula. Fintas y espejos en la arquitectura. Fallas y cismas en el flujo de datos. Algo que habría sido casi imposible de ver para un humano de base, incluso para un funcionario de alto grado de Panoplia. Pero no necesariamente para una combinada.

—No vi nada.

—¿Quiere pensárselo un poco más? —Inyectó un tono conciliatorio a su voz—. Podemos llegar a un acuerdo, si quiere. Puedo dejarla con vida, con una funcionalidad neural módica. Si me ayuda.

—Será mejor que no me deje con vida, Gaffney. No si quiere dormir por la noche.

—Lo tomaré como un «no», entonces. —Sonrió con amabilidad—. No tiene sentido que vuelva a preguntárselo, ¿verdad?

—Ninguno.

—Entonces supongo que hemos acabado.

El látigo cazador le pesaba en las manos, como un instrumento desafilado. Enrolló el filamento en el mango y se lo abrochó al cinturón, de momento.

—Creí que… —comenzó Clepsidra.

—No voy a matarla con el látigo cazador. Demasiado arriesgado si consiguiera ponerle sus garras mentales encima.

Gaffney se metió la mano en el bolsillo y sacó la pistola que tenía pensado usar. Era antigua, desprovista de componentes que pudieran ceder a la influencia de una mente Combinada. Estaba fabricada con mecanismos de acero engrasado y química pirotécnica sencilla. Igual que una ballesta, o una bayoneta, era un arma anticuada que aún se podía emplear para determinados usos.

Solo necesitó un disparo. Le perforó la frente, justo debajo del comienzo de su cresta craneal, y le dejó una herida de salida en la parte posterior del cráneo, lo bastante grande como para que cupieran tres dedos. El cerebro y los huesos salpicaron la pared posterior de la burbuja de interrogatorios. Se acercó para examinar los residuos. Además del esperado olor a cordita, había un nauseabundo olor a componentes eléctricos quemados. La masa rosa y gris tenía la textura de las gachas entremezclada con trocitos de barro roto y tela rasgada. Y había algo más: unas diminutas cosas brillantes, gris plata y bronce, algunas unidas con finos cables dorados, otras con unas pequeñas luces que seguían brillando. Miró, fascinado, cómo las luces dejaban de brillar poco a poco, le parecía observar una ciudad de neones que sufriera un apagón. Alguna parte de ella, embadurnada en la pared, había seguido pensando.

Ahora Clepsidra estaba muerta, no cabía duda. Los combinados eran superhumanos, pero no invulnerables. Estaba flotando débilmente, con los ojos aún abiertos, elevados y algo juntos, como si —por muy ridículo que pudiera parecer— hubiera estado siguiendo la trayectoria de la bala justo antes de que le entrara en la frente. Su rostro estaba extrañamente sereno y esbozaba una ligera sonrisa coqueta. A Gaffney no le molestó. Tenía la suficiente experiencia con cadáveres para saber que sus expresiones podían ser muy engañosas. La imagen congelada del inicio de un grito podía con facilidad parecer risa, o placer, o alegre anticipación.

Ya casi había acabado. Se metió la pistola en el bolsillo y habló en voz alta, de forma clara y lenta.

—Galio, papel, basalto. Galio, papel, basalto. Revélate. Revélate. Revélate.

Tardó un momento, suficiente para ponerlo nervioso. Pero no tenía de qué preocuparse. El no envoltorio apareció a su derecha como una esfera cromada que reflejaba el diseño de las baldosas de la pared en curvas convexas. Gaffney se dirigió hacia la esfera y la abrió por su línea divisoria hemisférica. Sacó el equipo de limpieza forense que había puesto anteriormente en el no envoltorio y durante un par de minutos se afanó en eliminar las pruebas inmediatas de la muerte de Clepsidra de las paredes. Si hubieran estado hechas de materia rápida, habrían absorbido las pruebas por sí mismas, pero el revestimiento de la burbuja de interrogatorios era decididamente estúpido. Por suerte la limpieza no tenía que ser exhaustiva, y el hecho de que quedaran restos microscópicos de sangre y tejido situados lejos del punto donde había salpicado, así como dispersos en el aire, no le preocupaba lo más mínimo.

Usó el equipo de limpieza para eliminar los rastros forenses tanto del arma como de su guante de entrenamiento, luego metió la pistola y el equipo en el no envoltorio. Entonces centró su atención en Clepsidra. El entorno ingrávido no hacía fácil convencer a su forma inerte para que se metiera en el volumen restrictivo del no envoltorio, pero Gaffney lo logró sin tener que recurrir a las habilidades cortantes del látigo cazador. Volvió a sellar el no envoltorio y le ordenó que volviera a hacerse invisible. Justo después de que se pusiera en modo ocultación, creyó distinguir su silueta, como un círculo delgado que se cernía sobre él. Pero cuando apartó la vista y luego volvió a mirar al punto donde había estado el no envoltorio, no pudo ver nada.

Se puso las gafas en el modo sonar. El no envoltorio hizo todo lo que pudo por absorber las pulsaciones de sonido que Gaffney le estaba enviando, pero había sido optimizado para la invisibilidad en el vacío, no en la atmósfera. Las gafas lo captaban con facilidad. Alargó una mano y tocó la fría y suave curva de la esfera, que se movió a un lado bajo la presión de sus dedos. La empujó hacia la pared. Tuvo que apretujarla para que pasara por las paredes de paso gemelas, pero había hecho el camino de ida, así que también podía hacer el de vuelta. La única preocupación de Gaffney era que llegara alguien del otro lado: Dreyfus, por ejemplo. Dos personas podían pasar con facilidad, pero el no envoltorio presentaba una obstrucción demasiado grande como para esquivarla.

La suerte siguió de su lado. Llegó sin problemas al amplio pasillo que accedía a la esclusa de aire exterior de la sala de interrogatorios, donde había espacio suficiente para que el no envoltorio se escondiera y se apartara del camino de cualquier transeúnte si era necesario. Abandonó la esfera a su propio programa de detección y evitación. Gaffney se estaba quitando las gafas cuando un funcionario anónimo apareció por la curva del pasillo, empujándose con los asideros. Arrastraba un fardo de uniformes envueltos en plástico retráctil de una parte de Panoplia a la otra.

—Prefecto sénior —dijo el funcionario, y se puso una mano a un lado de la cabeza en señal de deferencia.

Gaffney lo saludó con la cabeza, y se metió con torpeza las gafas en el bolsillo.

—Buen trabajo, muchacho —dijo, y sonó un poco más nervioso de que lo que le habría gustado.

18

Dreyfus se pellizcó los párpados hasta que las brillantes luces del Planetario se hicieron nítidas. Durante un largo instante estuvo luchando contra el agotamiento, sumiéndose en instantes de sueño traicionero donde sus pensamientos derivaban en ensueños y fantasías en los que sus deseos de cumplían. Séniores, prefectos de campo y funcionarios supernumerarios entraban y salían de la sala estratégica, murmurando, deteniéndose a consultar cuadernos de comunicación o a realizar ampliaciones y simulaciones en el Planetario. De vez en cuando a Dreyfus se le permitía participar en lo que estaban discutiendo, incluso aportar sus ideas, pero los otros séniores le dejaron bien claro que estaba allí bajo sus condiciones. Exasperado, escuchó hasta que tomaron una decisión sobre las medidas que había que adoptar. Tras muchas discusiones, los séniores decidieron enviar cuatro cúteres, uno a cada hábitat, con tres funcionarios de Panoplia equipados del mismo modo que si fueran a aplicar un confinamiento.

—No es suficiente —dijo Dreyfus—. Lo único que conseguiréis serán cuatro naves destrozadas y doce prefectos muertos. No podemos permitirnos perder las naves, y mucho menos a los prefectos.

—Es el próximo paso lógico en la escalada de un conflicto —señaló Crissel.

Dreyfus sacudió la cabeza, consternado.

—No se trata de dar pasos lógicos. Ya nos han demostrado que cualquier nave que se acerque será tratada como hostil.

—Entonces, ¿qué propones?

—Necesitamos cuatro cruceros de exploración profunda, más si podemos prescindir de ellos. Pueden transportar a cientos de prefectos. Así tendrán la posibilidad de entrar en los cuatro hábitats y hacer una entrada forzosa.

—A mí —dijo Crissel satisfecho de sí mismo—, eso me suena como jugárnoslo todo a una sola carta.

—¿Entonces prefieres jugar las cartas una a una, hasta que se acaben?

—En absoluto. Estoy hablando de una reacción adecuada, en lugar de un ataque masivo con todos nuestros recursos…

Dreyfus le cortó.

—Si quieres recuperar esos hábitats, ahora es el momento de actuar. Quienquiera que esté dentro de ellos, seguramente está intentando controlar a la ciudadanía, y puede que aún sean vulnerables a un asalto de un pequeño pero coordinado equipo de prefectos. Tenemos abierta una ventana, pero se está cerrando con rapidez.

Gaffney regresó a la sala; había estado haciendo un recado en otra parte.

Dreyfus notó que la frente le sudaba de forma inusitada, y que llevaba puesto el guante y la manga negra que se usaba en los entrenamientos con el látigo cazador.

—Aun a riesgo de ponerme melodramático —dijo Gaffney mirando solo a los otros séniores—, puede que Dreyfus tenga razón. No podemos comprometer cuatro cruceros, ni siquiera dos. Pero tenemos uno en reserva. Podemos tener cincuenta prefectos dentro en unos diez minutos, más si cambiamos algunos turnos.

—Necesitaran armaduras tácticas y armas de contingencia extrema —dijo Crissel—.

—Las armaduras no son un problema. Pero las armas aún tienen que prepararse —Gaffney puso cara de disculpa—. Esta crisis se nos ha venido tan rápido encima que no hemos pedido el voto para usarlas.

—Jane ya lo habría hecho —dijo Dreyfus—. Estoy seguro de que lo estaba planeando cuando me fui.

—No es demasiado tarde —dijo Baudry—. Haré una votación de emergencia usando el proceso estatutario. Podemos obtener una respuesta en veinte minutos. Eso nos deja tiempo para equipar el crucero.

—Si no votan en contra —dijo Dreyfus.

—No lo harán. Dejaré bien claro que necesitamos esas armas.

—¿Y provocar aun más malestar? —preguntó Gaffney con la cabeza inclinada en un ángulo escéptico—. Tened mucho cuidado. Si la ciudadanía se huele que estamos enfrentándonos a algo peor que una simple pelea con los ultras, no daremos abasto para contener el pánico.

—Me aseguraré de ser discreta —dijo Baudry con un feroz autocontrol.

—Espero que el voto nos sea favorable —dijo Dreyfus—. Pero en todo caso, un crucero no nos servirá de gran cosa.

—No podemos prescindir de más por el momento —dijo Gaffney—. Lo tomas o lo dejas.

—Lo tomo —dijo Dreyfus—. Siempre y cuando se me permita liderar el equipo de asalto.

Durante un momento nadie dijo nada. Dreyfus sintió el conflicto de impulsos de los otros prefectos. Ninguno de ellos querría estar en esa nave cuando se acercara a Casa Aubusson.

—Será peligroso —dijo Gaffney.

—Lo sé.

Baudry examinó a Dreyfus con atención.

—E imagino que Casa Aubusson será tu primera escala.

Ni siquiera parpadeó.

—Es el objetivo más fácil. Donde más posibilidades tenemos de entrar.

—¿Y si Thalia Ng estuviera en otra parte?

—No lo está —dijo Dreyfus.

Un singular acontecimiento que no había sucedido durante once años, y durante más de treinta antes de eso, estaba teniendo lugar en el Anillo Brillante. A excepción de los cuatro que ya se habían perdido, estaba ocurriendo en los diez mil hábitats, independientemente de su estatus u organización social. Los ciudadanos de los hábitats conectados a un elevado nivel de abstracción, ya fueran de Bezile Solipsista, Paraíso Soñado, Carrusel Nueva Yakarta u otro de los cien hábitats similares, vieron su realidad local, por muy barroca y rara que fuera, bruscamente interrumpida para dejar paso a un anuncio imprevisto desde las mundanas profundidades de la realidad de base. En muchos de los Estados demarquistas tradicionales, los ciudadanos sintieron la intrusión de una nueva presencia en sus mentes, que por un momento suprimía el habitual parloteo nervioso de las continuas votaciones. En los Estados más moderados, donde no se había adoptado la abstracción al mismo nivel, los ciudadanos recibieron llamadas de advertencia en sus brazaletes, o encontraron ventanas en los campos visuales de los implantes ópticos, las lentes, los monóculos o las gafas. Se detuvieron a prestar atención. En los Estados en que las biomodificaciones extremas estaban en boga, los ciudadanos fueron alertados por cambios en su propia fisiología, o en la de los que les rodeaban. La estructura de la piel cambió para acomodar paneles de vídeo bidimensionales. Estructuras corporales enteras se transformaron para formar esculturas vivientes capaces de entregar un mensaje. En las tiranías voluntarias, los ciudadanos se detuvieron a mirar los murales situados en los laterales de los edificios que, de repente, se habían iluminado para mostrar el rostro de una mujer desconocida en lugar del tirano local designado.

—Soy la prefecto supremo Baudry —dijo la mujer—, y les hablo en nombre de Panoplia. Estoy invocando el proceso estatutario para convocar una votación de emergencia. Las votaciones normales se reanudarán después de esta interrupción. —Baudry hizo una pausa, se aclaró la garganta y siguió hablando con la gravedad lenta y solemne de un orador experto—. Como ya saben, es el deseo democrático de los pueblos del Anillo Brillante que los funcionarios de Panoplia no tengan derecho a llevar armas, a excepción de las que se especifican en el mandato operativo. Panoplia siempre ha respetado esta decisión, aun cuando ha supuesto poner en peligro a sus prefectos. Solo durante el último año, once prefectos han muerto en cumplimiento de su deber porque no llevaban más arma que un simple látigo autónomo. Y, sin embargo, todos y cada uno de ellos se pusieron en peligro sabiendo que tenían que cumplir con su deber. —Baudry volvió a hacer una pausa antes de proseguir—. Pero es parte del mandato que, cuando las circunstancias lo exijan, Panoplia tenga derecho a pedirle a la ciudadanía un permiso temporal (un periodo exacto de ciento treinta horas, ni un minuto más) para armar a sus agentes con las armas que guardamos en nuestro arsenal, designadas para ser usadas en circunstancias extremas. No es necesario que añada que dicha petición no se emite a la ligera, ni tampoco se espera una aceptación automática. Sin embargo, por desgracia, hoy debo pedírselo. Por cuestiones de seguridad operativa, lamento no poder especificar la naturaleza exacta de la crisis, excepto para decirles que reviste una gravedad a la que rara vez nos hemos enfrentado, y que la seguridad futura del todo el Anillo Brillante depende de nuestras acciones. Como sin duda sabrán, las tensiones entre el Anillo Brillante y los ultras han alcanzado un nivel inaceptable en los últimos días. Por ello, los funcionarios de Panoplia ya se están enfrentando a riesgos elevados para su seguridad personal. Además, los habituales recursos de Panoplia, tanto personas como máquinas, se han quedado cortos. Por lo tanto, en este momento les pido con todo respeto dos cosas. La primera es que mantengan la calma, pues, a pesar de lo que algunos de ustedes hayan podido oír, toda la información en posesión de Panoplia indica que los ultras no han realizado ninguna acción hostil. La segunda es que concedan a mis agentes el derecho a llevar esas armas que ahora tienen que cumplir con su deber. La votación sobre esta cuestión comenzará de inmediato. Por favor, concédanle la máxima atención. Les habla la prefecto supremo Baudry en nombre de Panoplia, y les pido su ayuda.

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