—¿Cuándo fue la última vez que saliste de Panoplia en servicio, no por placer? —preguntó Dreyfus.
—Hace tan solo unos meses —dijo Crissel rápidamente—. Seis como mucho. Sin duda este año.
—¿Llevabas un látigo cazador?
Crissel parpadeó mientras desempolvaba los recuerdos del viaje. Dreyfus se preguntó cuánto tiempo atrás estaría buceando.
—No los necesitábamos. El riesgo era bajo.
—Nada comparable a lo que nos enfrentamos ahora.
—Nadie se ha enfrentado nunca a algo como esto, Tom. Es nuevo para todos nosotros.
—Tienes razón —dijo Dreyfus—. Y admito que en el pasado fuiste un prefecto extraordinario. Pero fue hace mucho tiempo, Michael. Has estado mirando el Planetario demasiado tiempo.
—Sigo estando cualificado.
—Puedo ir yo —dijo Dreyfus—. Desestimad a Gaffney. Tenéis mi palabra de que me someteré a su orden de arresto en cuanto regrese de Casa Aubusson.
—Eso te vendría bien, ¿verdad? —dijo Gaffney—. Morir en cumplimiento del deber. Irte con una llamarada de gloria, sin tener que enfrentarte a un tribunal interno. Pero mucho me temo que no va a suceder.
—Tiene razón —dijo Baudry—. Hasta que esto se resuelva, no puedes abandonar Panoplia. Así es como hacemos las cosas. Lo siento, Tom.
—Arrestadlo —dijo Gaffney.
Era plena noche en Casa Aubusson. Thalia ya se sentía como si hubiese pasado la mitad de su vida en aquel lugar, cuando en realidad habían pasado menos de quince horas desde que había atracado su cúter en el muelle de atraque. Pero no había descansado en todo aquel tiempo, y ahora iba de un lado a otro con determinación, resuelta a permanecer despierta y alerta, sabiendo que sería fatal sentarse con los otros ciudadanos y sucumbir al cansancio.
—Supongo que no hay señal del rescate que nos prometió —dijo Paula Thory por vigésima vez.
—Solo hemos estado incomunicados medio día —respondió Thalia. Se detuvo y se inclinó en la caja transparente que cubría el modelo arquitectónico del Museo de Cibernética—. No les prometí que llegarían a la hora justa.
—Dijo que podríamos quedar aislados unas pocas horas. Ha pasado bastante más tiempo.
—Cree que siguen ocupándose de eso, ¿no? —preguntó Caillebot de forma razonable.
Thalia asintió al jardinero paisajista, contenta de que hubiera abandonado algo de su enfado anterior.
—Supongo. Hace muchas horas que debería estar de vuelta, y verán que mi nave sigue atracada en Aubusson. Si pudieran enviar ayuda, lo harían. —Tragó saliva, y se esforzó por encontrar algo de aquella confianza que Parnasse le había dicho que necesitaba mostrar—. Pero estoy segura de que estamos en las primeras posiciones de su lista de prioridades. Estarán aquí antes del amanecer.
—Aún queda mucho para el amanecer —observó Thory—. Y esas máquinas no disminuyen el ritmo.
—Pero no están tocando el tallo principal —respondió Thalia—. Quienquiera que las esté haciendo funcionar necesita enviar instrucciones a través de esta estructura, lo que significa que no pueden arriesgarse a dañarla solo para librarse de nosotros.
Ahora ya tenían claro que los sirvientes de construcción estaban empleados en nada menos que el desmantelamiento sistemático de los edificios y la infraestructura humana del hábitat. Durante la noche Thalia había visto, a veces sola, otras con Parnasse, Redon u otro de los ciudadanos, como los robots demolían y arrancaban las estructuras periféricas del Museo de Cibernética. Ya habían derribado el círculo de tallos secundarios, y con las palas habían metido los restos pulverizados en la parte posterior de unos enormes transportadores de basura. A varios kilómetros de distancia, otros grupos de máquinas se empleaban en un trabajo de demolición similar. Las máquinas que destruían el museo ya debían de haber reunido decenas de miles de toneladas de escombros. En todo el interior de Casa Aubusson, debían de haber acumulado docenas o cientos de veces más. Y todo aquel material
(millones de toneladas
, pensó Thalia) estaba siendo dirigido hacia un solo lugar: el gran complejo de fábricas en el otro extremo del hábitat. Eran materias primas para que aquellos imponentes molinos pudiesen volver a girar.
De hecho, ya estaban girando. Aunque a Thalia y a su grupo de ciudadanos no les llegaba ningún sonido por las ventanas herméticas del núcleo de voto, todos sintieron el temblor de los distantes procesos industriales. Cerca de la tapa terminal, aquel estruendo debía de ser ensordecedor. Las fábricas estaban haciendo algo. Fuera lo que fuese, las estaban usando a pleno rendimiento.
—Thalia —dijo Parnasse sacando la cabeza por encima de la escalera en espiral que conducía al nivel inferior—. Necesito tu ayuda con una cosa, cuando tengas un momento.
Thalia se puso tensa. Era la forma que tenía Parnasse de decirle que tenía un problema sin alarmar a los otros de forma innecesaria. Cruzó la escalera y lo siguió al nivel administrativo, con sus despachos y sus almacenes a oscuras. Tres de los ciudadanos seguían trabajando en la barricada, recogiendo equipos y cachivaches de donde podían encontrarlos para tirarlos por las escaleras y el hueco del ascensor.
—¿Qué ocurre, Cyrus? —le preguntó en voz baja. Estaban lo bastante lejos de los otros tres como para que no los oyeran.
—Están cansándose, y solo llevan cuarenta y cinco minutos en este turno. Puede que aguanten hasta el final, pero no creo que sirvan de mucho cuando les vuelva a tocar. Las cosas no van demasiado bien. Creí que tenías que saberlo.
—Quizá la barricada que tenemos aguante.
—Quizá.
—No lo crees.
—Cuando estamos en silencio, puedo oír la actividad de abajo. Las máquinas están trabajando al otro extremo, despejándolo todo en cuanto lanzamos las cosas desde nuestro lado.
—Y si no seguimos llenando el agujero…
—Se abrirán paso en cualquier momento.
—Necesitamos opciones —dijo Thalia—. Les he dicho a los otros ciudadanos que estamos trabajando en un plan de contingencia. Ya es hora de que tengamos uno, antes de que alguien me pregunte sobre él.
—Ojalá tuviera alguna idea.
—Centrémonos en la barricada, puesto que es lo único que tenemos ahora. Si nos quedamos sin material, necesitaremos encontrar otra fuente de suministro.
—Ya hemos limpiado todas las salas de este pasillo. Ya hemos lanzado todo lo que podemos mover y que quepa por los agujeros.
—Pero aún tenemos el edificio —dijo Thalia—. Las paredes, los tabiques entre las salas… es todo nuestro, si lo queremos.
—Por desgracia, a ninguno de nosotros se le ocurrió llevar herramientas de demolición a la recepción cívica —dijo Parnasse.
Thalia se desabrochó el mango del látigo cazador.
—Pues menos mal que a mí sí. Puede que esta cosa esté averiada, pero aún puede funcionar en modo espada. Puedo comenzar a cortar material…
Parnasse miró con recelo el látigo cazador.
—¿Qué puede cortar esa cosa?
Ahora estaba casi demasiado caliente para sujetarlo.
—Cualquier material que no esté reforzado activamente, como el hiperdiamante.
—No hay nada así en este edificio. Lo sé porque vi los planos antes de que lo construyeran. Pero será mejor que no cortes lo primero que veas. Hay vigas estructurales que atraviesan esta cosa.
—Entonces comenzaremos con algo que no sea estructural —dijo Thalia recordando la cosa sobre la que estaba apoyada justo antes de que Parnasse la llamara.
—¿Como qué?
—Justo encima de mí, en el otro nivel. La maqueta.
—Necesitaremos algo más que eso como material para una barricada, muchacha. Ese modelo es tan sustancial como una burbuja de jabón.
—Estaba pensando en el pedestal. Me ha parecido granito. Si pudiéramos cortarlo en trozos transportables… ahí debe de haber tres o cuatro toneladas de roca. Eso cambiaría las cosas, ¿no?
—Puede que no lo bastante como para salvarnos —dijo rascándose la barbilla—, pero no tenemos mucho donde elegir, ¿verdad? Veamos si ese juguetito tuyo aguanta.
Thalia se volvió a abrochar el látigo cazador al cinturón, luego se frotó la palma dolorida en los pantalones. Dejó al grupo de trabajo con lo que estaban haciendo, subió la escalera al nivel principal y Parnasse la siguió.
—Gente —dijo—, necesito ayuda. Solo serán un par de minutos, luego pueden volver a descansar.
—¿Qué quiere? —preguntó el hombre joven del traje azul eléctrico frotándose un rígido antebrazo.
Thalia se dirigió hacia la maqueta y golpeó la caja transparente.
—Tenemos que quitar esto para que pueda llegar hasta el pedestal. Podría usar el látigo cazador, pero prefiero guardarlo para lo que no podamos romper con nuestras manos.
La caja transparente era como un caparazón que descansaba en su sitio por su propio peso. Thalia metió los dedos por debajo de un extremo e hizo una mueca de dolor cuando tropezó con un clavo roto. El hombre joven hizo lo mismo en el extremo opuesto y entre ambos levantaron la caja en el aire, dejando al descubierto la delicada maqueta debajo. Se movieron de lado hasta que llegaron a un punto despejado en el suelo, donde colocaron la caja. Luego ya pensarían qué hacer con ella.
—Ahora esta parte —dijo Thalia agarrando la pesada y plana lámina sobre la que había sido construido el modelo. Esta vez se necesitaron tres personas para que el modelo se moviera un poco. Caillebot se puso en una de las esquinas. Era posible que la delicada representación del museo resultara insustancial, pero no podía decirse lo mismo de su base—. Más fuerte —gruñó Thalia cuando Parnasse se unió al grupo. La lámina volvió a moverse, y se despegó del pedestal que tenía debajo—. Con cuidado —dijo Thalia entre dientes por el esfuerzo—. Pongámonoslo allí, encima de la caja.
Ya había participado en la destrucción de varias toneladas de propiedad del museo, entre las que se encontraban cosas que bien podían ser reliquias de valor incalculable para la historia de la informática. Pero había algo en la maqueta que hacía que no quisiera dañarla. Tal vez era porque sospechaba que la habían hecho a mano, de forma concienzuda, durante cientos de horas.
—Con cuidado —dijo cuando llegaron a la caja.
Ya casi habían terminado cuando el hombre joven gritó y soltó el modelo cuando algún nervio o músculo de su ya tenso antebrazo cedió. Los tres restantes podrían haber aguantado el peso, pero no estaban en la posición correcta. Una esquina de la maqueta chocó contra la caja y se rompió. El impacto bastó para desplazar la esfera del núcleo de voto, destronándola de la punta del tallo. La bola plateada salió rebotando por el paisaje inclinado y atravesó rodando la sala hasta perderse en la oscuridad.
Thalia cayó de rodillas al suelo.
—Lo siento —dijo el joven.
Se tragó lágrimas de dolor.
—Solo es una maqueta. Lo que importa es el pedestal.
—Veamos lo que aguanta este granito —dijo Parnasse ayudando a Thalia a ponerse en pie.
Cojeando, Thalia se dirigió hacia el pedestal. Se tocó el látigo cazador y casi dio un respingo al contacto. Ahora estaba ardiendo, como si acabaran de sacarlo de un horno.
—Si alguien tiene un guante —dijo—, me vendría bien.
Sparver sabía que había tenido suerte de que no lo hubieran encerrado en una celda de detención, pero no iba a evitar una confrontación con Gaffney solo para no meterse en líos. Lo último que Dreyfus le había dicho era que encontrara a Clepsidra, y al igual que Dreyfus, creía que seguía en algún lugar dentro de Panoplia. Supuso que el lugar para empezar a buscarla era la burbuja de interrogatorios en la que Dreyfus había hablado por última vez con la combinada. Por muy astuta o sigilosa que fuera, no era muy probable que se hubiese desplazado a una gran distancia de la burbuja; desde luego no hasta uno de los círculos concéntricos. Puede que Clepsidra tuviese la habilidad de cegar y confundir los sistemas de vigilancia, pero estaban dando clase en aquel momento y Sparver dudaba que le hubiera resultado fácil pasar por delante de un montón de prefectos y cadetes que se desplazaban entre las secciones ingrávidas y las de gravedad estándar. Se le ocurrieron varios lugares posibles en los que podría haberse escondido; su intención era buscar a Clepsidra allí antes de que lo hiciera Seguridad Interna, e intentar tranquilizarla para poder protegerla de los malos de la organización.
Pero cuando llegó a la pared de paso de la burbuja de interrogatorios, que ahora estaba vacía, un par de gorilas de Gaffney le cerraron el paso. Sparver intentó razonar con ellos, pero fue inútil. Estaba seguro de que los funcionarios de Seguridad Interna actuaban de buena fe, creyendo que Gaffney era de fiar, pero no por ello resultaba más fácil convencerlos. Seguía intentándolo cuando Gaffney hizo acto de presencia.
—Pensaba que habíamos llegado a un acuerdo, prefecto Bancal. Usted no meterá su hocico en mis asuntos, y yo no acercaré mi nariz a los suyos, y así nos llevaremos muy bien.
—Cuando sus asuntos se conviertan en los míos, pondré mi hocico donde me plazca. Además es un hocico muy bonito, ¿no cree?
Gaffney bajó la voz hasta que convirtió en un ronroneo peligroso.
—No tiente demasiado su suerte, Bancal. Está aquí por indulgencia. Puede que a Dreyfus le guste tener a un cerdo como animal doméstico, pero Dreyfus no va a formar parte de esta organización mucho más tiempo. Si quiere tener un sitio entre nosotros, yo de usted empezaría a hacer nuevos amigos.
—¿Amigos como usted, quiere decir?
—Solo digo que los tiempos están cambiando. Todos tenemos que adaptarnos. Incluso los que no estamos exactamente dotados de agilidad mental. Por cierto, ¿qué tal le funciona ese córtex frontal?
—Dreyfus no tuvo nada que ver con la desaparición de Clepsidra —dijo Sparver manteniendo la compostura—. O usted la hizo desaparecer, o se está escondiendo porque sabe que usted quiere que muera.
—Está comenzando a desvariar un poco, hijo. ¿Me está acusando de algo o no?
—Si le ha hecho algo, pagará por ello.
—Estoy buscándola. ¿Cree que me tomaría tantas molestias si tuviera algo que ocultar? Vamos. No es un acertijo tan difícil, incluso para los de su clase.
—Usted y yo no hemos acabado, Gaffney. Ni de lejos.
—Vaya a contarse los dedos —dijo Gaffney—. Avíseme cuando llegue a una cifra de dos dígitos.
Michael Crissel se miró en el espejo del cubículo, ansioso por que nadie pudiese notar lo que pensaba cuando saliera. Su piel estaba pálida como el vientre de un reptil, sus ojos enrojecidos tenían casi el color de los de un albino. Se dijo a sí mismo que tanto su palidez como sus arcadas se debían a la mezcla atmosférica deshumedecida del crucero, pero aquello no lo consoló demasiado. El mareo le había llegado con fuerza y rapidez, sin darle apenas tiempo de salir corriendo hacia el cubículo.