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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Prefecto (45 page)

BOOK: El Prefecto
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—¡Pero están aquí, señor! Creo que podremos aguantar hasta que lleguen al tallo, ahora que sabemos que vienen a ayudarnos. ¿Cuántas naves han traído?

—Lo siento, pero solo una.

—¿Una? —Incredulidad y rabia competían en su voz.

—Y por desgracia la nave no está en muy buenas condiciones. Tenemos una pequeña fuerza de prefectos, todo lo que hemos podido reunir en tan poco tiempo. Tenemos armas y estamos dispuestos a luchar. —Se esforzó por animarse—. Hemos venido a recuperar Casa Aubusson, y es lo que vamos a hacer. Usted aguante, Thalia, y estará perfectamente bien.

—Señor —dijo Thalia—, ahora tengo que dejarle. No queda mucha potencia en mi brazalete, y me gustaría conservarla.

—Antes de que desconecte, hay algo que ha dicho antes…

—¿Señor?

—Sobre las máquinas, Thalia. Sobre los sirvientes. ¿Imagino que estamos hablando de alguna clase de anomalía limitada? ¿De unas cuantas máquinas bajo el control de un grupo invasor, y no de una sublevación de las máquinas a gran escala, como ha hecho que sonara?

Habría tomado la vacilación por un fallo en la transmisión del brazalete si no la hubiera conocido mejor.

—No, señor. Es exactamente lo que he querido decir. Las máquinas han tomado el control. No hay ningún grupo invasor. No ha llegado nadie nuevo a Casa Aubusson. Solo son las máquinas, señor. Se han vuelto locas.

—Pero no tienen abstracción. ¿Cómo pueden las máquinas funcionar sin abstracción?

—Queda suficiente abstracción para controlarlas o coordinarlas. Pero seguimos sin saber quién lo hace. Señor, tengo miedo.

—No hay nada que temer, Thalia. Ha hecho un excelente trabajo protegiendo a los supervivientes hasta ahora.

—No me refiero a eso, señor. Tengo miedo de haber sido la responsable de todo esto. De haber desempeñado un papel en ello. Creo que alguien me usó, y fui demasiado estúpida o inocente o engreída para darme cuenta. Y ahora es demasiado tarde y todos estamos pagando por ello, todos los que estamos en Aubusson.

—Entonces no lo sabe —dijo Crissel con cuidado.

—¿No sé el qué, señor?

—No es solo Aubusson. Hemos perdido contacto con los cuatro hábitats que visitó. Todos salieron de la red al mismo tiempo.

—Oh, Dios.

—No podemos acercarnos a ninguno de ellos. Disparan a cualquier nave que se acerque. Por eso nos ha costado tanto acercar el
Sufragio Universal
todo lo que hemos podido.

—¿Qué está sucediendo, señor?

—No lo sabemos. Lo único que sabemos es que las fábricas de Aubusson están funcionando a máxima capacidad. Y ahora usted nos ha dicho algo más que no sabíamos, y es que las máquinas forman parte de todo esto.

La voz de Thalia se desvaneció y regresó.

—Tengo que irme, señor. Las máquinas siguen intentando subir al tallo. Hemos hecho una barricada lo mejor que hemos podido, pero tenemos que seguir conteniéndolas.

—Estamos de camino. Buena suerte, Thalia. No tiene nada que temer y nada de lo que avergonzarse.

—Señor, estoy a punto de desconectar. Pero me olvidaba de preguntarle una cosa. Cuando llegó la ayuda, esperaba que el prefecto Dreyfus formase parte de ella. —Su tono de voz era ansioso e infantil—. Está bien, ¿verdad? Por favor, dígame que no le ha ocurrido nada.

—Está bien —dijo Crissel—. Y me aseguraré de que sepa que está de una pieza. Sucedió algo en Panoplia y tuvo que quedarse.

—¿Qué clase de «algo», señor?

—Me temo que no puedo decirle nada más de momento.

La transmisión cesó. Thalia debió de detener el interminable mensaje ahora que alguien lo había recibido. Mientras hablaba con ella, Crissel y su grupo de prefectos habían recorrido casi todo el túnel de atraque. La cinta transportadora terminó y perdió su retención adhesiva en el último momento. En el perfecto vacío del túnel, Crissel aceleró desesperadamente hasta que uno de los prefectos que había llegado antes que él lo sujetó, justo a tiempo de impedir que chocara contra el muro al final del túnel. Normalmente los pasajeros se habrían deslizado hasta detenerse suavemente, frenados por la resistencia de la presión atmosférica normal.

Estaban frente a una pesada puerta blindada, estarcida con ninfas y hadas.

—Hay aire al otro lado —informó uno de los prefectos—. La seguridad en esta puerta es bastante fuerte y sabe que aquí estamos en el vacío.

—¿Puede atravesarla disparando?

—Posiblemente, señor. Pero si hay rehenes al otro lado y no llevan trajes…

—Entendido, prefecto. ¿Qué otras opciones tenemos?

—Ninguna, señor, excepto presurizar esta parte del túnel. Si cerramos la puerta en el otro extremo, la seguridad permitirá que esta se abra.

—¿Puede hacerlo desde aquí? —preguntó Crissel.

—Sin problema, señor. Hemos preparado un detonador remoto mientras veníamos. Solo quería comprobarlo con usted primero. Significará bloquear nuestro camino de salida.

—¿Pero puede reabrir la otra puerta si es necesario?

—Por supuesto, señor. Solo tardaré unos segundos.

—Adelante, entonces —le dijo Crissel.

Crissel estaba fuertemente sujeto y preparado cuando la puerta se abrió y el aire entró con fuerza en el vacío del túnel. Más allá había un espacio mucho más amplio, un volumen de aduanas de caída libre en el punto de convergencia de docenas de pasillos de atraque. Los anuncios seguían funcionando. En el espacio esférico había pancartas de sedas brillantes en caída libre, algunas de las cuales se habían descolgado con la corriente de aire. Unas enormes esculturas de caballitos y dragones de mar forjadas en hierro sostenían una sorprendente maraña de cintas transportadoras codificadas en color que serpenteaban por el espacio abierto. Crissel intentó imaginar a miles de pasajeros montados en esas cintas, inconscientemente llamativos incluso sin su plumaje entóptico, un flujo interminable de titilantes joyas humanas. Rara vez había visitado un lugar semejante, rara vez se había sentido parte del verdadero flujo arterial de la sociedad del Anillo Brillante. Durante un momento lamentó la austera trayectoria que Panoplia le había impuesto.

—La cinta roja nos llevará directos —dijo—. Vamos.

Entonces aparecieron las máquinas. Habían estado todo el tiempo en el volumen, escondidas entre la negra complejidad de las esculturas de hierro. Cuando salieron, Crissel estuvo a punto de reír. Regocijo, una irónica sensación de que le habían ganado la batalla, fue la única respuesta humana a una fatal e inevitable emboscada.

—Elementos hostiles —dijo—. Sirvientes. Apunten. Fuerza máxima. Fuego a discreción.

Pero incluso cuando estaba pronunciando aquellas palabras, sabía que había demasiadas máquinas y muy pocos prefectos de campo. El equipo ya había abierto fuego; ya había destruido a un puñado de sirvientes que se acercaban. Pero las máquinas seguían viniendo. Estaban por todas partes, salían de las sombras y de la oscuridad, volaban por el aire o se acercaban por las líneas curvas de las cintas. Otras tantas se acercaban rápidamente desde los otros túneles que conectaban con el espacio de aduanas.

Crissel estaba tan acostumbrado a los sirvientes que en circunstancias normales apenas se daba cuenta de su presencia. Sin embargo, aquellas máquinas no se movían como sirvientes normales. Sus movimientos eran rápidos, parecidos a la desenfrenada actividad de los insectos. En su conjunto, sus esfuerzos eran coordinados y deliberados. Individualmente era caótico, algunas máquinas chocaban contra la marcha incesante de las otras o incluso las apartaban a un lado cuando demostraban ser demasiado lentas o patosas. No llevaban armas en el sentido habitual del término, pero cada miembro, manipulador o sensor servía a una función agresiva. Incluso parecía que habían modificado algunos de los accesorios para hacerlos más eficaces: garras afiladas en los bordes, brazos que terminaban en unas malévolas hoces curvadas, o punzas para trinchar. Era un ejército asesino. Y, sin embargo, las máquinas seguían llevando los vivos colores y los logos de sus trabajos anteriores: una máquina doméstica aquí, un jardinero o un amable sirviente médico allá. Un supervisor de guardería con múltiples piernas y la espalda de una cucaracha negra y roja como la de una mariquita, con una alegre cara pintada en la parte frontal.

Los prefectos soltaron toda la fuerza de sus armas, pero solo pudieron retrasar el avance, no repelerlo. La mayoría de las máquinas iban tan poco protegidas que estallaban en pedazos bajo un disparo directo. Pero las que venían a continuación rápidamente recogían las piezas de sus camaradas y empleaban las partes rotas del cuerpo como escudos o porras. Entonces comenzó a resultar más difícil matarlas.

Crissel estuvo a punto de no darse cuenta de las primeras víctimas humanas. Cuando los sirvientes cayeron sobre los prefectos protegidos con trajes, se hizo difícil diferenciar entre las personas y las máquinas. Únicamente había un movimiento agitado de miembros, un chirrido de metal y cerámica en las armaduras. Solo cuando vio dos cuerpos decapitados desplomarse en el espacio abierto entre las esculturas de hierro, lanzando chorros de sangre desde los círculos abiertos de sus cuellos, supo que los sirvientes habían comenzado a asesinar.

—Retirada —gritó Crissel por encima del estrépito de la batalla, el choque de las armaduras y los sirvientes y los gritos de pánico de su equipo—. ¡Regresen a la nave! ¡Nos superan en número!

Pero justo en ese momento, Crissel sintió que unos fuertes miembros de metal lo empujaban a un lado. Se resistió, pero no sirvió de nada. Luego los sirvientes se abalanzaron sobre él y le destrozaron la armadura con la frenética excitación de unos niños que intentan abrir un regalo.

Fueron rápidos. Tenía que reconocerlo.

20

La celda en la que Dreyfus estaba detenido no era una esfera ingrávida como la que había encarcelado a Clepsidra, pero proporcionaba la misma sensación de impenetrabilidad mortecina. Le habían quitado los zapatos y el brazalete. Su única concesión había sido aflojarse el cuello para que no le irritara tanto la mandíbula sin afeitar. En el silencio de la habitación no podía saber lo que estaba sucediendo fuera, ni juzgar con seguridad el paso del tiempo. Estaba demasiado alerta, demasiado asustado para ceder al aburrimiento. Su mente cavilaba múltiples combinaciones mentales, intentando adivinar lo que le había sucedido a Clepsidra y lo que ahora estaría ocurriendo con la misión a Casa Aubusson. Lo que le estaría sucediendo a Thalia. Era muy probable que su imaginación le hubiera facilitado el distante ruido sordo del
Sufragio Universal
al salir de su muelle de atraque.

Dreyfus había encarcelado a la suficiente cantidad de personas como para haberse dejado llevar por la ociosa especulación sobre lo que se sentiría al otro lado de la puerta cuando se cerrara. Ahora se dio cuenta de que ni siquiera se había acercado a imaginar la agobiante desesperación, o la vergüenza. No había hecho nada malo, se dijo; nada que mereciera el más mínimo remordimiento. Pero la vergüenza no escuchaba. El mero hecho de estar recluido bastaba.

Después de lo que Dreyfus juzgó como el transcurso de dos o tres horas, la pared de paso formó el contorno de una puerta. Baudry entró, sola, y volvió a cerrar la pared. No llevaba ningún arma visible.

—Esperaba otra visita. ¿Qué noticias traes? ¿Has sabido algo de Thalia?

Ella ignoró la pregunta.

—Si lo hiciste, Tom, ahora es el momento de decírmelo.

Se puso junto a su litera con las manos plegadas. El dobladillo de su falda se desbordaba por sus talones como la cera de una fina y negra vela.

—Sabes que no lo hice.

—Gaffney dice que eres la última persona que vio a Clepsidra. ¿Dijo algo que indicara que estaba planeando escapar?

Dreyfus se frotó los ojos.

—No. No tenía ninguna razón para hacerlo, porque le dije que me ocuparía de ella y me aseguraría de que iba a regresar con su gente.

—Pero se fue.

—O se la llevaron. Seguro que has pensado en esa alternativa.

—Gaffney dice que nadie entró en la sala después de ti hasta que Sparver entró y comprobó que había desaparecido.

—¿Me vio Gaffney saliendo con Clepsidra?

—Especula que pudiste haber alterado los ajustes de la pared de paso para que pudiera salir después de ti.

—No sabría por dónde empezar. Y aunque se hubiera marchado, ¿por qué nadie la vio? ¿Por qué no apareció en nuestra vigilancia interna?

—Aún no conocemos el alcance de las habilidades de los combinados —dijo Baudry.

Dreyfus enterró la cara en las manos.

—Son más listos que nosotros, pero no pueden hacer magia. Si salió de su celda, alguien la habría visto.

—Puede que escogiera bien el momento para escapar. Podrías haberla aconsejado sobre el momento en que tendría menos posibilidades de que la detectaran.

Dreyfus rió con voz apagada.

—¿Y las cámaras?

—Quizá pudo influir en ellas, para borrar su propia imagen de las grabaciones.

—Aun así, necesitaría algún lugar donde esconderse. Si no, tarde o temprano se habría encontrado con alguien.

—Gaffney cree que tú le diste algún refugio. Que tal vez aún se lo estés dando.

—¿Sabes? Estoy oyendo mucho el nombre de Gaffney. ¿No crees que significa algo?

Baudry hizo una mueca de desaprobación.

—La posición de Gaffney hace que destaque en cualquier cuestión de seguridad interna. Y no tienes ninguna prueba de que haya cometido ninguna fechoría.

—¿Te importaría si la tuviera?

—Sé que hemos tenido nuestras diferencias, Tom, y sé que no te gustó lo que tuvimos que hacer con Jane. Lo respeto, de verdad. Pero te aseguro que nuestras medidas se tomaron para defender los intereses de Panoplia. Y yo seré la primera en jurar fidelidad a Jane cuando vuelva a tener plena autoridad, como creo que ocurrirá. —Lo estudió con ojos inquisitivos—. No me crees. Crees que la destitución de Jane fue motivada por interés propio. U otra cosa.

—Creo que Crissel fue demasiado cobarde para haceros frente.

—¿Y yo?

—No me digas que tu interés no ha tenido nada que ver.

Por primera vez vio el duro brillo dorado de la verdadera ira en sus ojos.

—Míralo desde mi posición, Tom. Respeto a Jane. Siempre lo he hecho. La apoyé cuando el Relojero nos puso las cosas difíciles. Pero no tenía que haber permanecido en el poder todo este tiempo. No es posible que esa cosa no la haya dañado, mental o físicamente.

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