—Abre bien —dijo Gaffney animándolo alegremente—. Tómatelo con calma.
El látigo cazador golpeó dos veces más contra sus dientes, luego retiró la punta del filamento. Dreyfus se preguntó si iba a intentar entrar por un orificio diferente ahora que él había impedido que se deslizara por la boca.
Sintió que las espirales cedían. Ya no le costaba respirar. El mango siguió mirándolo durante un segundo, luego rotó lentamente y dirigió el brillo horizontal de su ojo láser hacia el rostro de Gaffney. La espiral soltó por completo a Dreyfus. Este respiró agradecido, se desplomó contra la pared y sintió que un hilo de sudor frío recorría el valle de su espina dorsal. El látigo cazador salió sigilosamente de la litera sin dejar de mirar a Gaffney.
—Detente —dijo Gaffney alejando el pánico de su voz por el momento—. Detente. Retoma la posición defensiva uno.
El látigo cazador no dio ninguna señal de haber oído o reconocido su orden y siguió deslizándose. El filamento empujó el mango más arriba para ponerse al nivel del rostro del hombre, que estaba de pie. Gaffney retrocedió un paso, luego otro, hasta que tuvo la espalda contra la pared.
—Detente —repitió, esta vez en voz más alta—. Soy el prefecto sénior Gaffney y te ordeno que te detengas y cambies a modo alerta. Has desarrollado un fallo. Repito, has desarrollado un fallo.
—Parece que no te escucha —dijo Dreyfus.
Gaffney alzó una mano temblorosa.
—¡Detente!
—Yo de ti no lo tocaría. Te arrancará los dedos.
El látigo cazador lo empujó con fuerza contra la pared, y el filamento se estiró a su máxima extensión. El mango hizo un empático movimiento de aprobación.
—Creo que quiere que te arrodilles —dijo Dreyfus.
Los séniores, internos y analistas supernumerarios reunidos apartaron la vista del Planetario cuando las pesadas puertas de la sala estratégica se abrieron de golpe. Durante un segundo sus expresiones mostraron un sentimiento compartido de indignación porque habían interrumpido su sesión secreta, y ni siquiera habían tenido la cortesía de llamar a la puerta. Luego vieron que el hombre que atravesaba la puerta era el prefecto sénior Sheridan Gaffney, y su humor colectivo cambió del enfado a la perplejidad. Gaffney tenía perfecto derecho a entrar en la sala estratégica, y su presencia era al menos tan bienvenida como la de cualquiera de los otros presentes. Pero incluso Gaffney habría tenido la buena educación de anunciar su llegada antes de irrumpir de aquel modo. El jefe de Seguridad Interna era muy puntilloso en cuanto a la observación de los buenos modales.
—¿Hay algún problema, sénior? —preguntó Baudry, hablando en nombre del grupo reunido.
Pero no fue Gaffney quien respondió a la pregunta. El propio Gaffney parecía estupefacto, incapaz de formular una respuesta. Diez centímetros de cilindro negro le sobresalían de la boca, como si hubiera estado intentando tragarse una gruesa vela. Tenía los ojos saltones, como si a través de ellos estuviera intentando entender lo que le estaba ocurriendo.
El honor de responder recayó en Dreyfus, que lo seguía a tan solo un par de pasos por detrás. Los presentes se sintieron comprensiblemente consternados al verlo. Todo el mundo en la sala sabía que Dreyfus estaba detenido, implicado de forma inevitable en el asesinato de la combinada. Un pequeño número de los presentes sabía que Gaffney había ido a interrogar a Dreyfus, y un número todavía menor sabía qué métodos iba a emplear. A algunos se les pasó por la cabeza que Dreyfus había avasallado a Gaffney y que ahora lo traía a punta de cuchillo o de pistola. Sin embargo, nadie vio ningún arma reconocible en la persona del prefecto de campo. Ni siquiera llevaba zapatos.
—De hecho —dijo Dreyfus—, sí que tenemos un pequeño problema.
—¿Por qué no estás en tu celda? —preguntó Baudry mirando a Dreyfus y a Gaffney alternativamente—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le pasa a Sheridan? ¿Qué tiene en la boca?
Gaffney estaba tieso como un palo, como si estuviera colgado de un perchero invisible. Al entrar en la sala, se había movido arrastrando los pies con diminutos pasitos, como un hombre que lleva los cordones atados entre sí. La cosa alojada en su boca lo obligaba a mantener la cabeza en un ángulo inusual, como si le hubiera entrado tortícolis mientras miraba el techo. Había un bulto en la piel de su garganta que distendía el cuello de su túnica, y no era la nuez de Adán. Parecía reticente a hacer el más mínimo movimiento innecesario del cuerpo.
—La cosa en su boca es un látigo cazador —dijo Dreyfus—. Vino a interrogarme con un modelo c. Nos estábamos entendiendo de maravilla cuando el látigo se giró hacia él.
—Eso no es posible. Un látigo cazador no hace eso. —Baudry miró a Dreyfus con consternación—. No lo hiciste tú, ¿verdad Tom? ¿No le metiste eso dentro?
—Si lo hubiera tocado, no me quedarían dedos. No, lo hizo él solito. De hecho, Gaffney ayudó un poco con la inserción final.
—No lo entiendo. ¿Por qué diablos lo ayudaría?
—No tuvo elección. Todo ocurrió muy lentamente, de forma muy precisa. ¿Alguna vez has visto a una serpiente tragándose un huevo? Le metió el filamento por la boca hasta llegar al estómago. Ya sabes cómo funciona el modo de interrogatorio en esas cosas: localiza órganos principales y luego amenaza con cortarlos en dos desde dentro.
—¿Qué quieres decir con modo de interrogatorio? No existe tal cosa.
—Ahora sí. Es una de las novedades que Gaffney incorporó al modelo c. Por supuesto, tiene un nombre inocuo: facilitador de sumisión mejorado, o algo similar.
—Podría haber pedido ayuda.
Dreyfus negó con la cabeza.
—Ni hablar. Lo habría cortado en seis o siete trozos antes de que hubiera dicho su nombre por el brazalete.
—Pero ¿por qué lo ayudó a acabar lo que le estaba haciendo?
—Le estaba haciendo daño, indicándole que si no lo ayudaba empujando el mango por la boca, iba a hacerle algo muy desagradable.
Baudry miró a Gaffney con comprensión renovada. El mango de un látigo cazador modelo AOB habría sido demasiado grueso para entrar por una garganta humana. Pero un modelo c era más delgado, más esbelto, mucho más repugnante. El mango de un látigo cazador atravesado en la garganta de Gaffney explicaría la rigidez de su cuello, su reticencia a comprometer lo que ya debía de ser una tráquea muy congestionada.
—Tenemos que sacárselo —dijo Baudry.
—No creo que quiera que lo hagas —dijo Dreyfus.
—No quiere nada. Tiene un fallo, obviamente.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Dreyfus mirando al grupo, los documentos y los cuadernos de comunicación en la mesa—. Pero quizá Gaffney tenga una opinión al respecto. Ahora mismo no puede hablar, por supuesto, pero puede mover las manos, ¿verdad que sí?
Gaffney arrastró los pies. Sus ojos eran dos huevos dispuestos a salirse de las órbitas. Sus mejillas tenían el color de la remolacha. Más que asentir, hizo un tic microscópico de asentimiento.
—Creo que necesita algo para escribir —dijo Dreyfus—. ¿Puede alguien prestarle un compad y una aguja?
—Toma el mío —dijo Baudry deslizándolo por la mesa. Uno de los analistas cogió el compad, desabrochó la aguja y pasó ambos objetos a Gaffney. Sus brazos se despegaron del cuerpo con una dolorosa lentitud, como si los huesos se hubieran fusionado. Le temblaban las manos. Cogió el compad con la mano izquierda y buscó a tientas la aguja con la derecha. Esta cayó al suelo. El analista se arrodilló y se la puso amablemente en la palma de la mano.
—No entiendo… —comenzó Baudry.
—Diles lo que le sucedió a Clepsidra —dijo Dreyfus.
Gaffney garabateó la superficie del compad con la aguja. Sus movimientos eran dolorosos e infantiles, como si nunca antes hubiera sostenido una aguja, y mucho menos hubiera escrito con ella. Pero poco a poco y con trazos agonizantes, logró formar unas letras reconocibles.
Arrastró los pies hasta el extremo de la mesa y dejó caer el compad.
Baudry lo recogió. Examinó el garabato.
—Yo la maté, —pronunció—. Eso es lo que dice: «Yo la maté». —Miró a Gaffney—. ¿Es eso cierto, Sheridan? ¿De verdad mataste a la prisionera?
De nuevo un tic a modo de asentimiento, un movimiento tan sutil que los séniores reunidos no lo habrían visto si no lo hubieran estado mirando.
Ella le devolvió el compad.
—¿Por qué?
Gaffney garabateó otra respuesta.
—«Sabía demasiado» —leyó Baudry—. ¿Sabía demasiado sobre qué, Sheridan? ¿Qué secreto tenía que proteger con la muerte?
Gaffney volvió a garabatear. Cada vez temblaba más, y tardó más tiempo en escribir una palabra que la última vez en escribir tres.
—«Aurora» —leyó Baudry—. Otra vez ese nombre. ¿Es cierto, Sheridan? ¿Es una de los ochenta?
Pero cuando le entregó el compad, lo único que escribió esta vez fue: «Ayúdame».
—Creo que será mejor seguir interrogándolo más tarde —dijo Dreyfus.
—¿Por qué le está haciendo esto? —preguntó Baudry—. He oído hablar de las dificultades con el modelo c, pero nunca ha ocurrido algo como esto.
—Debió de encender el látigo cazador en presencia de Clepsidra —dijo Dreyfus—. No se puede hacer una cosa tan estúpida cuando se tiene un combinado al lado, pero supongo que no pudo resistirse a atormentarla. Clepsidra no pudo evitar que la matara, ya que él usó una pistola, pero pudo manipular el látigo cazador.
—No habría tenido tiempo.
—Dudo que tardara más de un segundo. Para un combinado habría sido tan difícil como parpadear.
—Pero la programación está codificada en duro.
—Nada está codificado en duro para un combinado. Siempre hay una manera de entrar, siempre hay una puerta trasera. La encontró porque sabía que estaba a punto de morir, y fue la única manera que tuvo para enviarnos un mensaje. ¿Verdad, Sheridan?
Gaffney hizo otro tic afirmativo. Alguna clase de espuma o baba blanquinosa estaba comenzando a salir alrededor del tapón negro que le llenaba la boca. El ritmo acelerado de su respiración era ahora audible para todos los presentes en la sala.
—De todos modos, tenemos que sacárselo —dijo Baudry—. Sheridan: quiero que permanezcas muy, muy tranquilo. Independientemente de lo que hayas hecho y de lo que haya ocurrido, vamos a ayudarte. —Levantó el brazo y le habló al brazalete con una voz temblorosa, al borde del pánico—. ¿Doctor Demikhov? Oh, bien, está despierto. Sí, muy bien, gracias. Sé que esto no es muy ortodoxo y que le han ordenado que se centre solo en el caso Aumonier, pero… ha ocurrido algo. Algo que exige su experiencia de forma muy, muy urgente.
El doctor Demikhov conjuró una partición de materia rápida y cerró un extremo de la sala estratégica para que los técnicos médicos y él pudieran trabajar con Gaffney en privado. La última visión clara que Dreyfus tuvo del prefecto sénior fue la de cómo lo colocaban lentamente en una camilla inclinada a cuarenta y cinco grados del suelo, como si fuera una bomba que pudiera estallar en cualquier momento. A través de la opacidad ahumada de la partición, los miembros del equipo se convirtieron en los débiles contornos de unos pálidos fantasmas apiñados alrededor de una borrosa forma negra. Luego la borrosa forma negra comenzó a retorcerse, y sus desdibujados miembros se agitaron en el aire.
—¿Crees que se lo sacarán? —preguntó Baudry, rompiendo el extraño silencio.
—No creo que Clepsidra estuviese interesada en matarlo —dijo Dreyfus—. Podría haberlo hecho incrustando unas instrucciones distintas en el látigo cazador. Creo que más bien quería que hablara.
—No estaba en condiciones de decirnos nada fiable.
—Nos ha dicho lo bastante —dijo Dreyfus—. Podemos sacarle más cuando Demikhov termine. —Se sentó en uno de los asientos alrededor de la mesa, frente a Baudry—. Quizá me esté tomando ciertas libertades, pero supongo que ya no soy el principal sospechoso del asesinato de Clepsidra.
Baudry tragó saliva.
—Estaba dispuesta a creer que te habían tendido una trampa, Tom, pero no podía aceptar tus acusaciones sobre Gaffney. Era uno de los nuestros, por el amor de Voi. Tenía que creer que estabas equivocado, que estabas atacándolo por razones personales, o que alguien también estaba tendiéndole una trampa a él.
—¿Y ahora?
—Después del espectáculo, creo que podemos afirmar con seguridad que sabemos quién asesinó a Clepsidra, y que seguramente actuó solo. —Baudry lanzó una mirada recelosa a la partición ahumada, pero el montón de formas más allá de la materia rápida estaba ahora demasiado apiñado para poder distinguir a los individuos—. Lo que significa que tú tenías razón y yo estaba equivocada, y te ignoré cuando debería haber confiado en ti. Lo siento.
—No te disculpes —dijo Dreyfus—. Tenías que contener una crisis y tomaste la mejor decisión que pudiste dadas las pruebas que tenías a tu disposición.
—Hay más —dijo Baudry. Jugueteó con sus dedos nerviosamente, como si estuviera intentando desmembrar su manos—. Ahora veo que Gaffney quería quitar a Jane de en medio. No porque estuviera preocupado por ella, ni siquiera por Panoplia, sino porque temía que sumara dos y dos.
—Así que tenía que deshacerse de ella —dijo Dreyfus.
Baudry se desvió su atención a la partición.
—Cuando Demikhov termine… Necesito hablar con él de Jane. ¿Crees que está lo bastante fuerte como para retomar el mando?
—Lo esté o no, la necesitamos.
—Igual que un circuito necesita un fusible, aunque pueda estallar en cualquier momento. —Baudry se estremeció ante la idea—. ¿Podemos hacerlo? ¿Podemos someter a Jane a algo que pueda matarla?
—Dejemos que Jane decida.
—Crissel y yo no queríamos que lo dejara por las mismas razones que Gaffney —dijo. Parecía haber olvidado a las otras personas de la sala estratégica—. Pero eso no justifica en absoluto lo que hicimos.
—Crissel rectificó su error en el momento en que se metió en ese crucero de exploración profunda.
—¿Y yo?
—Restituye a Jane, excúlpame de todas las acusaciones y creo que habrás hecho un comienzo decente.
Fue como si no lo hubiera oído.
—Quizá debería dimitir. Le he fallado a la prefecto supremo, he permitido que otro sénior me embaucara y me manipulara… no he confiado en el hombre en quien debería haber depositado mi confianza. En la mayoría de las organizaciones, lo que he hecho sería castigado con el cese inmediato.
—Lo siento, Lillian, pero no te puedes ir así como así —dijo Dreyfus—. Necesitarás algo más que unos cuantos errores de juicio para borrar toda una vida de servicio leal a Panoplia. Hace una semana eras una sénior extraordinaria. En mi opinión, no ha cambiado gran cosa.