—Ridículo.
—Necesitaban conocimiento experto de los sistemas combinados, pero dado que tú ya tenías una nave llena de combinados a los que torturar, la cosa no resultó tan difícil. La pregunta es: ¿por qué? ¿Qué había en Ruskin-Sartorious que te importara tanto? ¿Por qué había que incendiarlo? —Dreyfus bajó la cuchilla del látigo cazador hasta que casi tocó la piel magullada de la garganta de Gaffney—. Dímelo, Sheridan. Dime por qué tuvo que ocurrir.
Gaffney no dijo nada. Dreyfus dejó que el látigo cazador le rozara la piel hasta que le salió una gotita de sangre.
—¿Lo sientes, Sheridan? —preguntó—. Solo tengo que mover la mano para cortarte la tráquea.
—Que te jodan, Dreyfus.
Pero en ese momento pareció sumergirse aun más en el abrazo de la cama, e intentó bajar la garganta para alejarla todo lo posible de la cuchilla del látigo cazador.
—Hiciste que ejecutaran a esa gente por un motivo. Te voy a explicar lo que yo pienso. Había algo en Ruskin-Sartorious, algo sobre esa familia, o incluso sobre ese hábitat, que estaba amenazando a Aurora. Algo que para ella justificaba esa masacre. Tenía que ser una gran amenaza, o no se habría arriesgado a llamar la atención cuando sus planes estaban casi a punto. —Dejó que el látigo cazador cortara un poco más y sacara múltiples gotitas de sangre—. ¿Qué tal lo hago? ¿Bien, mal, regular?
—Trae el puto rastreador —dijo Gaffney con la voz estrangulada al tiempo que seguía ocultando la garganta bajo la cama—. A ver dónde te lleva.
Dreyfus dejó que el filamento regresara al mango y se limpiara las diminutas gotitas de sangre.
—¿Sabes qué? —dijo—. Es una excelente idea. Nunca he tenido estómago para la tortura.
La luz del día gris plateada penetró en las ventanas cubiertas de polvo de Casa Aubusson. De pie junto a uno de los ojos de buey, Thalia contemplaba un paisaje ceniciento, completamente devastado por las máquinas. En contraste con la actividad que había sido evidente durante gran parte de la noche, ahora todo estaba en calma. Habían pasado varias horas desde la última vez que había visto un robot o un sirviente de construcción. Las máquinas debían de haber completado su trabajo al desvalijar el hábitat de todo lo que les podía ser útil para las fábricas en la tapa terminal. Estructuras, vehículos, personas: se habían apoderado de todo lo que podía serles de alguna utilidad, excepto el núcleo de voto. Quizá los sirvientes se estaban desmantelando a sí mismos ahora que habían terminado el trabajo más duro.
Thalia se quitó un poco de arenilla del rabillo del ojo. ¿Cuánto tiempo les quedaba? Puede que no viera máquinas fuera, pero eso no significaba que se hubieran marchado. La barricada seguía aguantando, pero los sirvientes en el tallo estaban poco a poco desmantelándola por el otro lado, trabajando de forma metódica y con una tranquilidad que resultaba más aterradora que si estuvieran destrozándola a toda velocidad. Nadie podía estar seguro de cuánto quedaba de la barricada, pero Parnasse pensaba que no debían de ser más de diez metros de obstáculos, quizá mucho menos.
La atravesarán en cuestión de horas
, pensó Thalia. Estaba comenzando a pensar que había sido una ilusa al esperar que aguantarían hasta el final del día.
—¿Bien? —preguntó cuando Parnasse se unió a ella—. ¿Has pensado en lo que discutimos?
Puso una cara desagradable.
—He pensado en ello, como te dije que haría. Y cuanto más lo pienso, menos me gusta. Te dije que consideraría cualquier cosa, aunque fuera casi suicida. Pero esto no es «casi» suicida, muchacha. Es una locura.
Thalia habló entre dientes, sin apenas mover los labios. No quería que los demás se enterasen de lo que estaban hablando, aunque vieran su expresión reflejada en el cristal.
—Las máquinas van a matarnos, Cyrus. Eso es seguro. Al menos de este modo tenemos una oportunidad de luchar.
—Ni siquiera hemos derribado el núcleo de voto —dijo—. ¿No deberíamos intentarlo primero, y ver qué pasa? Quizá entonces las máquinas dejen de ser un problema.
—Y quizás ahora hayan adquirido la autonomía suficiente para seguir viniendo sin recibir instrucciones. Seamos sinceros: en realidad no sabemos qué capacidades tienen.
—¿Puedes derribar el núcleo?
—Creo que puedo dañarlo —dijo Thalia señalando con la cabeza el látigo cazador, que estaba esperando en una silla cercana—. Pero tal vez eso no sea suficiente para detener todos los paquetes de abstracción. Hay mucha materia rápida autorreparadora en un núcleo. No es como cortar materia pesada.
—¿Y para estar segura?
—Tendría que volarlo. El problema es que tendríamos que hacerlo a la primera.
La expresión de Parnasse transmitió una mezcla de exasperación y admiración.
—Y quieres conservar el modo granada para después, ¿verdad?
—Ignora las probabilidades de supervivencia por el momento —respondió—. Dame solo los datos relativos a la parte técnica del problema. ¿Podemos debilitar los miembros estructurales lo bastante si lo único que tenemos es el látigo cazador?
—¿Dijiste que podía cortar prácticamente cualquier cosa, excepto el hiperdiamante?
Thalia asintió.
—Por supuesto, no funciona tan bien como debería. Pero suponiendo que el filamento permanezca rígido, no tendría que haber ningún problema. Después de todo, pudo con el granito.
—Entonces seguramente puedas hacerlo, siempre y cuando le siga una gran explosión en el sitio adecuado.
—No creo que la gran explosión sea un problema.
Parnasse se rascó bajo el cuello de la camisa, como si tuviera un conflicto de intereses.
—Entonces si bajamos a la base de la esfera podemos llegar a lo que necesitamos cortar. Si debilitamos los miembros adecuados, y ponemos el látigo cazador en el sitio preciso, seguramente podamos obligar a que la esfera vuelque en la dirección adecuada. Y subrayo la palabra «seguramente», muchacha.
—Con eso me conformo. ¿Y después? ¿Aguantará, desde un punto de vista estructural?
—No tengo ni idea.
—Todos tendrán que sujetarse firmemente. Tenemos que planearlo ahora o habrá un montón de huesos rotos.
—Muchacha, creo que los huesos rotos serán la menor de nuestras preocupaciones.
—Tenemos que comenzar a informar a algunos del plan —dijo Thalia. Al ver que Parnasse no decía nada, añadió—: Para poder empezar con los preparativos.
—Muchacha, no nos hemos puesto de acuerdo. No lo hemos discutido, ni sometido a votación.
—No vamos a someterlo a votación. Vamos a hacerlo.
—¿Qué ha pasado con la democracia?
—La democracia se ha ido al carajo.
Lo miró con intensidad, indicándole que no toleraba el desacuerdo.
—Sabes que tenemos que hacerlo, Cyrus. Sabes que no nos queda otro remedio.
—Lo sé, pero eso no significa que me guste.
—Aun así.
Parnasse cerró los ojos, y llegó a una conclusión preocupada.
—Redon. Es bastante razonable. Si podemos convencerla, podrá suavizar las cosas con los demás, hacer que entren en razón. Entonces quizá pueda empezar a explicármelo a mí.
—Habla con ella —dijo Thalia haciendo un gesto con la cabeza hacia la mujer que dormía con aspecto de agotada. Meriel Redon estaba descansando después de haber trabajado en su turno en la barricada, y seguramente no le gustaría que la despertasen de forma prematura.
—¿Cuánto quieres que le cuente?
—Todo. Pero dile que se lo guarde para ella hasta que hayamos hecho los preparativos.
—Esperemos que esté optimista.
—Aguarda un segundo —dijo Thalia de forma distraída.
Parnasse entrecerró los ojos.
—¿Qué estás mirando?
Por primera vez desde el amanecer, vio movimiento en el paisaje. Entornó los ojos durante un instante, preguntándose si lo había imaginado, pero justo cuando estaba a punto de concluir que su mente estaba jugando con ella, volvió a verlo. Había visto algo oscuro moverse en lo que había sido el perímetro del Museo de Cibernética, un movimiento furtivo que se escabullía a toda prisa. Pensó en Crissel y su grupo, en la negra armadura táctica de los prefectos de campo, y durante un cruel instante se permitió imaginar que los estaban rescatando. Luego se puso las gafas y amplificó el movimiento, y vio que no tenía nada que ver con prefectos. Estaba mirando una columna de docenas de máquinas bajas parecidas a los escarabajos. Se movían más rápido que cualquier sirviente civil, destrozando o planeando por los obstáculos como una línea de tinta negra que corre por una página.
—¿Qué es?
—Algo malo —respondió Thalia.
Se dio cuenta de que no eran sirvientes civiles. Eran alguna clase de máquina de guerra, y estaban avanzando inexorablemente hacia el núcleo de voto.
El terror anidó con fuerza en su estómago, como si estuviera poniéndose aun más a sus anchas.
—Dime, muchacha.
—Sirvientes de grado militar —dijo—. O eso creo.
—Tiene que ser un error. Aquí nunca ha habido algo así.
—Lo sé. Poseer los archivos de construcción constituye un delito que se paga con el confinamiento.
—Entonces, ¿de dónde proceden?
—Creo que ya lo sabemos —dijo—. Los han hecho durante la noche. Seguramente hay trozos de personas en ellos.
—¿Las fábricas?
—Eso creo. No puedo creer que esto sea lo único que han fabricado. Había material suficiente para hacer millones de ellos, lo que es obviamente absurdo. Pero al menos sabemos a qué han dedicado una parte de la producción.
—¿Y el resto?
—Estoy demasiado asustada para pensar en ello.
Thalia se giró hacia el núcleo de voto. Tal vez Parnasse tuviera razón en que había llegado el momento de destruirlo. Después de todo, había tenido esa opción en la cabeza todo el tiempo. Creía que el núcleo estaba desempeñando una parte vital en la coordinación de las actividades de las máquinas a través de las señales de bajo nivel que ya había detectado. Por eso los sirvientes todavía no habían demolido el tallo, algo que eran perfectamente capaces de hacer. Pero no había querido arriesgarse a demostrar esa teoría hasta haber destruido el núcleo. Si las máquinas eran capaces de seguir corriendo después de eso, todo habría sido en vano. No había estado preparada para correr ese riesgo hasta ahora, pero el espectáculo de las máquinas de guerra que avanzaban hacia ellos cambiaba todo.
Se dirigió a la silla más cercana y cogió el látigo cazador. Estaba demasiado caliente para llevarlo abrochado al cinturón, y solo podía sujetarlo si se ponía un pañuelo alrededor de la palma de la mano. Dejó que el filamento se alargase y se pusiese rígido en modo espada, ignorando la protesta del mango.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó Parnasse.
—No lo sé. Quizá tengas razón. Tal vez haya llegado el momento.
Él le estabilizó la mano temblorosa.
—Y tal vez no. Como dijiste, muchacha, si destruir esta cosa no resuelve el problema, será mejor que tengamos un buen plan alternativo. Guarda la espada de momento. Voy a tantear el terreno con Redon.
Habían reasignado una parte del Planetario para que imitara la forma tridimensional de un robot de guerra de clase escarabajo. La representación a escala 1/10 rotaba lentamente, la luz de la sala parecía dar brillo a sus superficies negras y angulosas. En su configuración viaje espacial y entrada atmosférica, las múltiples patas y manipuladores de la máquina estaban acurrucados contra su caparazón, como si hubiera muerto y se hubiera marchitado. Sus paquetes de sensores binoculares estaban situados dentro de dos cúpulas enrejadas que tenían un extraordinario parecido con los ojos de un insecto.
—Son tan peligrosos como parecen —comentó Baudry a los prefectos reunidos—. Prohibidos bajo siete u ocho convenciones de guerra, vistos por última vez en acción hace más de ciento veinte años. La mayor parte de los robots de guerra están diseñados para matar a otros robots de guerra. Los escarabajos fueron diseñados para eso y para matar humanos. Llevan archivos detallados de la anatomía humana. Conocen nuestros puntos débiles, lo que nos hiere, lo que nos destruye. —A medida que hablaba, montones de datos técnicos se desplegaron por las paredes—. En sí mismos, son contenibles. Tenemos técnicas y armas que podrían ser eficaces contra ellos tanto en situaciones de punto muerto en el vacío como de combate a corta distancia en los hábitats y alrededor de ellos. El problema es el número, no las máquinas en sí mismas. Según el
Circo Democrático
, Casa Aubusson ya ha fabricado y lanzado doscientas sesenta mil unidades, y el flujo no da señales de detenerse. Un escarabajo pesa quinientos kilos, y la mayor parte de los materiales necesarios para construir uno deben de encontrarse con facilidad en un hábitat como Aubusson. Si los sirvientes del hábitat trabajan con eficacia, pueden suministrar todos los materiales necesarios para construir más, desmantelando y reciclando las estructuras existentes dentro del cilindro. Podríamos estar hablando de una cifra de millones de escarabajos antes de que las fábricas necesiten empezar a comerse el tejido estructural del hábitat. Luego las cifras serán inimaginables.
—¿Sabemos con seguridad que se trata de escarabajos? —preguntó Dreyfus.
Baudry asintió.
—El
Circo
todavía no ha conseguido una muestra, pero los escáneres están en ello. Son escarabajos, como nos dijo Gaffney. No hay ninguna razón para dudar de que lleven el código de Thalia.
—¿Qué me dices del resto de lo que Gaffney nos ha revelado? —preguntó la cabeza de Jane Aumonier, proyectada en un panel curvado de vidrio apoyado sobre una silla vacía—. ¿Crees que los escarabajos son capaces de secuestrar un segundo hábitat?
Baudry miró a su superior.
—Si Aurora se ha embarcado en esta estrategia, seguramente es porque confía en tener éxito. Ya tiene un conocimiento íntimo de los agujeros de seguridad en el aparato de votación. Tenemos razones para pensar que tiene capacidad para hacerse con otro hábitat si puede meter escarabajos dentro. —De repente, Baudry pareció destrozada, como si la crisis hubiera traspasado algún umbral personal de resistencia—. Creo que debemos asumir lo peor.
Los paneles de la pared se congelaron de forma abrupta. Los brazaletes sonaron al unísono. El Planetario retiró el escarabajo y mostró una representación ampliada de uno de los dos hábitats amenazados, una rueda sin cubo.
—Es Carrusel Nueva Brasilia —dijo Baudry—. Los sistemas anticolisión han comenzado a enfrentarse con el flujo entrante de escarabajos. Podemos esperar que Casa Flamarión comience enfrentamientos similares dentro de los próximos quince minutos.