—No voy a ningún sitio sin ti. Pon el temporizador.
Thalia sujetó el extremo del látigo cazador y comenzó a girar el otro botón. Se movió con facilidad en comparación con el otro, chasqueando a medida que pasaba por las distintas posiciones. Luego se detuvo mucho antes de llegar al límite correcto. Thalia volvió a intentarlo, pero el botón no quería pasar más allá del punto en el que se había atascado.
—Algo va mal —dijo—. No puedo ajustar el otro botón. Ambos tienen que estar a trescientos segundos o la cuenta atrás no comenzará.
—¿Me dejas probar a mí?
Thalia le pasó el látigo cazador.
—Quizá tú puedas desatascarlo.
Lo intentó. No pudo.
—Está bien atascado, muchacha. —Parnasse miró con los ojos entrecerrados los diminutos dígitos blancos marcados al lado del botón—. Parece que estamos atascados en cien segundos, o menos.
—No es suficiente —dijo Thalia—. Nunca conseguiremos subir y atarnos en cien segundos.
—¿No hay otra manera de programar el temporizador?
—No.
Entonces le sobrevino una especie de calma increíble, como la placidez del mar tras una gran tormenta. Nunca se había sentido más serena, más resuelta en toda su vida. Sabía que aquel era el momento. Era el punto que había estado esperando, con cauta expectación, sabiendo que llegaría en algún momento de su carrera, pero que podría pasarle por alto a menos que estuviera alerta y con actitud abierta. Aquella era su oportunidad de redimir todo lo que su padre había hecho mal.
—¿Muchacha? —dijo Parnasse, pues Thalia había caído en un trance momentáneo.
—Estoy bien —dijo—. Aún podemos hacerlo. Ahora quiero que te vayas, Cyrus. Vuelve con los otros y sujétate. Asegúrate de cerrar todas las puertas herméticas por el camino.
—¿Y tú?
—Voy a esperar trescientos segundos. Luego acabaré lo que vine a hacer.
—¿El qué?
Le temblaba la voz.
—Defender a los ciudadanos.
—¿Ah, sí? —dijo Parnasse.
—Sí —respondió ella.
—No lo creo, muchacha.
Thalia comenzó a protestar, comenzar a levantar su brazo para defenderse, pero Parnasse fue más rápido y más fuerte. Le hiciera lo que le hiciera, no lo vio venir.
Thyssen tenía los ojos rasgados e hinchados cuando su rostro apareció en el compad de Dreyfus.
—Ya sé que estaba durmiendo, y me disculpo por perturbar su descanso. Pero hay algo que me ha estado fastidiando y necesito hablarle de ello. —Obvió decir a Thyssen que lo que le había estado molestando solo se había puesto de manifiesto cuando se despertó de su cabezadita.
—¿Es urgente, prefecto?
—Mucho.
—Entonces lo veré en el muelle dentro de cinco minutos.
Thyssen parecía sorprendentemente despierto cuando Dreyfus llegó; él no tenía la cabeza despejada en absoluto. Thyssen estaba hablando con Tezuka, su relevo en el turno, y los dos hombres estaban mirando por una ventana las operaciones en curso de las naves. Los técnicos estaban soldando el casco dañado de un cúter. Ambos hombres estaban bebiendo algo de unos termos.
—Prefecto Dreyfus —dijo Thyssen interrumpiendo su conversación—. Tiene aspecto de necesitar un poco de esto.
Le ofreció el termo a Dreyfus, que declinó la oferta.
—La nave que Saavedra se llevó —dijo Dreyfus.
—Se refiere a Saavedra y a Chen.
Dreyfus asintió; había olvidado que Thyssen no estaba informado del asesinato de Chen.
—Me pregunto por qué escogieron esa entre todas las que había. ¿Estoy en lo cierto al pensar que se trataba de un cúter de tipo B?
—Correcto —dijo Thyssen—. La mayoría de los nuevos vehículos son de tipo COD. No tienen la…
—Capacidad transatmosférica —Dreyfus acabó la frase por él—. Es lo que suponía.
—Desde la división de responsabilidades de seguridad entre Ciudad Abismo y el Anillo Brillante…
—Los prefectos casi nunca necesitan llevar una nave a la atmósfera de Yellowstone. Y toda esa carrocería aerodinámica conlleva un consumo de combustible que no necesitamos en servicios normales. Lo sé. Pero seguimos teniendo a punto un pequeño número de vehículos
transat
por si los necesitamos.
De repente, Thyssen cayó en la cuenta.
—Cree que han ido a Yellowstone.
—Es una posibilidad. Necesito que mire sus registros. Le voy a dar el nombre de algunos prefectos y quiero que los correlacione con los nombres de los vehículos que han salido en servicios rutinarios. ¿Puede hacerlo?
—Sí. De inmediato.
—Estos son los nombres. —Dreyfus le pasó su compad y le permitió acceder a la zona en la que había escrito las identidades de los ocho miembros de Firebrand. Thyssen se retiró a una oficina, seguido por Dreyfus, y transfirió los nombres a su propio compad con un dedo.
Thyssen metió su termo en la pared y conjuró una consola.
—Ya estoy comprobando los registros. ¿A cuánto tiempo quiere que me remonte?
Dreyfus pensó en la actividad probable que habría precedido a la destrucción de la Burbuja Ruskin-Sartorious. Seguro que mover al Relojero y sus reliquias —incluido cualquier equipo necesario para estudiarlo— había exigido más de un viaje.
—Dos meses debería ser suficiente.
—Conjúrese un café, prefecto. Voy a tardar un par de minutos.
Thalia se despertó con el peor dolor de cabeza que podía recordar, como si alguien le hubiera perforado un lado del cráneo con un clavo de hierro. Estaba comenzando a especular sobre el origen preciso de aquel dolor cuando se dio cuenta de la intensa molestia que sentía en casi todo el cuerpo. Le resultaba difícil respirar, y tenía los brazos tan apretados por detrás de la espalda que se sentía como si tuviera los hombros dislocados. Algo le apretaba el pecho. Algo duro le pinchaba la columna vertebral. Abrió los ojos y miró a su alrededor, preguntándose dónde estaba y qué le había ocurrido.
—Tranquila —dijo Meriel Redon, que parecía atada en una posición similar junto a ella: estaba sentada en el suelo con la espalda contra las rejas que rodeaban el núcleo de voto con los brazos cruzados y atados detrás de uno de los postes—. Ahora está bien, prefecto Ng. Se ha pegado un fuerte golpe en la cabeza, pero no sangra. Haremos que la examinen en cuanto salgamos de aquí.
A través de una cortina de dolor, Thalia dijo:
—No recuerdo nada. ¿Qué ha ocurrido?
—Estaba en el sótano programando el temporizador en su látigo cazador.
—Sí —dijo Thalia confusa. Tenía un recuerdo borroso de que había tenido alguna clase de problema con el látigo cazador, pero los detalles se negaban a perfilarse.
—Se dio con la cabeza contra uno de los puntales, y se desmayó.
—¿Me di con la cabeza?
—Se quedó inconsciente. El ciudadano Parnasse la trajo hasta aquí solo.
Comenzó a recordar los acontecimientos. Recordó el atasco del segundo botón, cómo había tomado la decisión de que tendría que detonar el látigo cazador de forma manual. Recordó la increíble calma que había experimentado, como si todos los detalles insignificantes de su vida se hubieran borrado y le hubieran dejado una impresionante claridad de mente, tan vacía y llena de posibilidades como el cielo despejado del amanecer. Y luego no recordaba nada en absoluto, excepto que se había despertado allí.
—¿Dónde está Parnasse?
—Ha regresado a poner el temporizador —dijo Redon—. Dijo que usted le había mostrado cómo hacerlo.
—No… —comenzó Thalia.
—Estará de vuelta en cualquier momento. Dijo que podría atarse a sí mismo cuando llegara.
—No va a venir. Hubo un problema con el látigo cazador, al intentar ponerlo a cinco minutos. No me di con la cabeza. Parnasse me golpeó.
Redon parecía confusa.
—¿Por qué haría algo así?
—Porque iba a ponerlo yo mientras estaba abajo. Era la única manera. Pero no me dejó. Ha decidido hacerlo él.
Redon empezó a comprender, horrorizada.
—¿Quiere decir que va a morir ahí abajo?
—No va a subir. Le enseñé cómo poner el látigo cazador. Sabe exactamente lo que tiene que hacer.
—Alguien tiene que bajar allí y decirle que no lo haga —dijo Redon—. No puede matarse para salvarnos. Es un ciudadano, uno de los nuestros.
—¿Cuándo se fue?
—Hace bastante rato.
—No puede poner el temporizador a más de cien segundos. No hay razón por la que necesite esperar tanto, si está allí.
—¿Quiere decir que podríamos salir en cualquier momento?
—Si el látigo cazador funciona. Si las máquinas no han atravesado la barricada y lo han detenido. —Sabía que tenía que sentir agradecimiento, pero en lugar de eso se sentía traicionada—. ¡Maldito sea! No debería haberme traído aquí arriba. ¡Malgastó demasiado tiempo!
—Quizá no sería mala idea que una de nosotras…
Redon nunca pudo terminar su frase. A juzgar por la fuerza de la explosión, que Thalia sintió a través de su columna vertebral al transmitirse a través del tejido de la esfera del núcleo de voto, el látigo cazador debió de detonar a casi su potencia máxima teórica. Había sido una unidad nueva, recordó tardíamente: la había sacado de la armería hacía tan solo un par de semanas. Habría quedado mucha energía en su interior, esperando ansiosa a que la liberaran.
La esfera se estremeció de forma apreciable: Thalia vio que el paisaje se inclinaba y luego volvía a ponerse en su ángulo anterior. La explosión había sido muy breve: una punta de sonido intenso seguido de unos segundos de repercusiones resonantes. Ahora todo estaba de nuevo en silencio. La esfera estaba inmóvil. El paisaje del exterior estaba inmóvil.
—No ha funcionado —dijo—. No nos movemos, joder.
—Espere —dijo Caillebot en voz baja.
—No ha funcionado, ciudadano. No vamos a ninguna parte. La explosión no ha sido suficiente. Les he fallado, he agotado nuestra única posibilidad.
—Espere —dijo.
—Algo está ocurriendo —dijo Cuthbertson—. Puedo oírlo. Suena como el metal cuando se tensa. ¿No lo oyen?
—Nos estamos inclinando —dijo Redon—. Mire.
Thalia estiró el cuello a tiempo de ver la bola blanca del modelo del núcleo de voto rodar por el suelo, hacia la ventana que tenían enfrente.
Desde algún lugar abajo llegó un sonido vibrante, como si la energía almacenada en un puntal acabara de ser liberada. El sonido fue rápidamente seguido por otro, luego por un tercero, y luego por una serie de descargas tan rápidas que no se podían contar.
La inclinación del suelo aumentó. Thalia sintió que su peso comenzaba a tirar del poste al que estaba atada. La esfera debía de estar inclinada a unos diez o quince grados. Oyó otra serie de sonidos metálicos: no tanto el derrumbamiento de componentes estructurales como los gritos de animales angustiados.
El ángulo de la inclinación alcanzó los veinte grados y siguió aumentando.
—Nos vamos —dijo—. Está ocurriendo.
Ropa y escombros salieron rodando por el suelo, y se detuvieron junto a la curva de la pared exterior. La maqueta se deslizó de forma ruidosa, luego se rompió en pedazos. Treinta grados. Thalia sintió un desagradable hormigueo en el estómago. El paisaje se estaba inclinando de forma alarmante. A través de las ventanas, pudo ver aspectos del campus circundante cuya visión había quedado bloqueada antes. De repente, le pareció mucho más alto de lo que se había imaginado. Caer quinientos metros era mucho. Recordó la reacción de Caillebot cuando le explicó el plan: «No creo que sobrevivamos».
Quizá había tenido razón todo aquel tiempo.
Ahora la inclinación estaba aumentando con más rapidez. Cuarenta grados, luego cuarenta y cinco. Thalia sintió como si le arrancaran los brazos, pero solo era el efecto del peso de su cuerpo. Cuando la esfera comenzara a rodar, sería mucho peor. Cincuenta grados. La extremidad inferior del tallo estaba empezando a aparecer a través de las ventanas. En un breve atisbo, supo que había acertado en lo de las máquinas de guerra. Lo cubrían como si fueran moho negro, y llegaban hasta donde alcanzaba la mirada. Debían de estar muy cerca de la esfera.
Algo cedió. Thalia sintió que la esfera caía varios metros, como si la parte superior del tallo se hubiera desmoronado o hundido bajo el peso. Y luego, de repente, estaban rodando, cayendo por el lado del tallo. El ángulo de inclinación superaba los noventa grados y seguía aumentando. La esfera se estremeció y rugió. No había tiempo para analizar la situación, ni siquiera para juzgar cuánto habían rodado. En la cabeza de Thalia solo había sitio para un único pensamiento:
Está funcionando… de momento
.
Sintió un aumento momentáneo de las fuerzas que tiraban de su cuerpo y dedujo que la esfera había llegado a la base del tallo y cambiaba de dirección, de vertical a horizontal. Intentó cronometrar la duración de cada vuelta que daban, esperando juzgar la distancia que habían recorrido y detectar alguna prueba de que la esfera se estaba deteniendo. Pero era inútil intentar concentrarse en tales cuestiones.
—Creo —oyó gritar a Caillebot entre gruñidos de incomodidad—, que hemos salido del perímetro.
—¿En serio? —le respondió Thalia levantando la voz por encima del monstruoso estruendo de su avance.
—Seguimos rodando muy rápido. Espero que no rebotemos por encima de la ventana.
Era una posibilidad que ni Thalia ni Parnasse habían considerado. Habían supuesto que la esfera tendría el impulso suficiente para llegar al extremo de la ventana, pero nunca habían pensado que se pudiera mover tan rápido que rebotara y no ejerciese la presión suficiente para que la ventana se rompiera. Ahora Thalia se dio cuenta de que cabía la posibilidad de que la esfera atravesara toda la ventana y se detuviera en el siguiente tramo de suelo.
—¿Puede ver la ventana? —preguntó Thalia.
—Sí, creo que sí —gritó Meriel Redon—. Pero algo va mal.
—¿Vamos demasiado rápido?
—No es eso. ¿No deberíamos rodar en línea recta?
—Sí —dijo Thalia—. ¿No lo estamos haciendo?
—Parece que estamos haciendo una curva. Puedo ver la ventana, pero nos estamos acercando de forma oblicua.
Thalia estaba confusa y preocupada. Siempre habían imaginado que la esfera seguiría una línea recta cuando llegaran a la base del tallo, con algunas desviaciones menores causadas por los obstáculos y la fricción. Pero al concentrarse en el paisaje e intentar distinguir la línea gris que marcaba el extremo de la ventana, supo que Redon tenía razón. Estaba claro que habían perdido el rumbo, y el ángulo tan agudo no podía explicarse por un choque de la esfera contra los restos del suelo del campus.