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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

El protocolo Overlord (11 page)

BOOK: El protocolo Overlord
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—¡Abre la puerta, se ha bloqueado al entrar tú! ¡No puedo pasar! —gritó desesperada.

Pero la puerta siguió firmemente cerrada. Tackle dio un paso hacia Laura, pero Block le puso la mano en el pecho y sonrió. Sería él quien diera el golpe de gracia. Sin dejar de sonreír, se dirigió hacia la chica.

Laura seguía dando puñetazos en la puerta.

—¡Shelby! —gritó—. ¡Están aquí, tienes que abrir la puerta, por favor! Dios mío… ¡Por favor, abre la puerta!

Laura se volvió a mirar a Block, que estaba a punto de alcanzarla con Tackle pisándole los talones. Había lágrimas en los ojos de la muchacha y su cara reflejaba claramente el miedo que sentía.

—¡No, no, por favor! —suplicó Laura con desesperación cuando Block levantó la adormidera. Dio un paso más y sonó un clic casi inaudible—. Cretino —dijo sonriendo cuando el suelo se abrió bajo los pies de Block, que se perdió de vista y se dio un sonoro chapuzón en las heladas aguas que había debajo.

Al desaparecer su amigo, la expresión de la cara de Tackle pasó en un segundo del triunfo al desconcierto y del desconcierto a la ira. Levantó su arma y apuntó a Laura, que estaba al otro lado del agujero que se había abierto en el suelo.

Shelby se dejó caer en silencio desde el techo y le dio un toquecito en la espalda. Tackle se volvió y Shelby le soltó un único y potente puntapié de kárate en la nariz. El matón salió volando por los aires con la nariz ensangrentada y cayó en la trampa moviendo los brazos como las aspas de un molino.

—Bien hecho —dijo Laura adelantándose para mirar al pozo, donde cerca de seis metros más abajo los dos matones sacudían los brazos en las gélidas aguas negras en un vano intento por escalar las paredes.

—Sí, Wing me ha enseñado una o dos cosas —explicó Shelby.

—¿Sí, eh? —Laura sonrió a su amiga y enarcó una ceja.

—¡Dejémoslo, Brand! Tenemos que darnos prisa, acuérdate —le espetó Shelby mientras sus mejillas se teñían de un leve rubor.

—Sí, sí.

Laura retrocedió un par de metros, tomó carrerilla y de un salto pasó volando sobre el agujero. Había confiado en que Block y Tackle no sospecharían que les estaban conduciendo hacia El Laberinto y en que, aunque lo sospecharan, no conocerían la trampa en que había caído Laura en su primer ejercicio. Al parecer, su jugada había tenido éxito.

Las dos chicas se dirigieron a la entrada de El Laberinto y, de pronto, la luz del corredor se intensificó al volver a ponerse en funcionamiento la iluminación normal. Cuando llegaron a la entrada, se llevaron una grata sorpresa al ver quién estaba ahí.

—¡Coronel Francisco! —gritó Laura cuando reconoció al profesor de Formación Táctica—. Tenemos que hablar con el doctor Nero. Va a ocurrir algo terrible.

—Es usted muy perspicaz, señorita Brand —replicó el coronel con una risotada. Y, acto seguido, levantó la mano. También él llevaba una adormidera. Hizo un disparo y Shelby cayó al suelo sin conocimiento.

—Usted es quien ha…

Laura se interrumpió. Ya sabían que el autor de todo aquello había sido uno de los miembros del profesorado y ahora ella también sabía de quién se trataba.

—Buenas noches, señorita Brand —dijo el coronel apuntándola con su arma.

—¡Francisco!

A la espalda del coronel se oyó una voz familiar. Era la condesa.

—No puede detenerme, condesa —dijo el coronel Francisco, apuntando ahora a la profesora.

—Suelte el arma.

La voz de la condesa había cambiado de tono. Era como si cien voces individuales dieran la orden al unísono. El efecto que causó en el coronel Francisco fue inmediato. Con cara de furia descompuesta se inclinó y dejó el arma en el suelo.

—Ahora duerma —prosiguió la condesa.

Fue como si hubiera sido el coronel el que había sufrido el disparo de una adormidera. Cayó al suelo sin conocimiento y no se movió. Todos los alumnos de HIVE conocían el efecto de la voz de la condesa, pero Laura no había visto hasta entonces el verdadero alcance de su poder.

Todo ocurrió en unos segundos. Laura se inclinó para ver cómo estaba Shelby. Se encontraba inconsciente, pero su respiración era normal. Dada su anterior experiencia con las adormideras, no le pasaría nada: solo tendría un impresionante dolor de cabeza cuando se despertara.

—¿Está bien? —preguntó la condesa arrodillándose junto a la chica inconsciente.

—Creo que sí —repuso Laura—. Ahora tengo que ir a ver a Nero.

—Creo que después de lo que ha pasado, él también querrá verla a usted —dijo la condesa abriendo su caja negra—. Mente, que Seguridad mande un equipo al corredor épsilon nueve. El coronel Francisco acaba de atacar a una estudiante y tiene que ser detenido inmediatamente. Necesito también un equipo médico. La estudiante en cuestión ha recibido una descarga inmovilizante.

—Entendido —replicó la mente.

Fuera lo que fuera lo que había impedido que la mente respondiera antes, el problema se había resuelto. Pero a Laura le inquietó un poco esa feliz coincidencia.

—Bueno, ¿qué era lo que tenía que contar con tanta urgencia al doctor Nero? —inquirió la condesa.

Laura la miró, asustada y cansada.

—Creo que va a ocurrir algo muy, muy grave…

—Tiene usted suerte, señorita Brand, de que me levante temprano —dijo el doctor Nero sentándose a su mesa—. Más vale que me diga qué ha pasado.

Laura obedeció y le contó la historia de cómo había interceptado el mensaje secreto y de cómo lo había descodificado. Después pasó a describir los sucesos de hacía unos momentos y el fracasado intento del coronel Francisco para impedir que ella contara a nadie lo que había descubierto.

—Ha tenido mucha suerte de que la condesa anduviera por allí —dijo Nero mirando a la profesora, que ahora estaba de pie junto a la mesa.

—La mente me había advertido de que en El Laberinto estaba pasando algo —repuso la condesa—. Al principio pensé que serían unos alumnos que habían infringido el toque de queda, pero pronto quedó claro que se trataba de algo muy diferente.

—El coronel Francisco ha sido detenido, pero hemos perdido a los señores Block y Tackle —dijo Nero echando un vistazo a la pantalla de uno de sus monitores—. Señorita Brand, ¿tendría la bondad de decirme el contenido de ese mensaje tan terrible que ha sido la causa de que uno de mis profesores más leales y más antiguos tuviera tanto empeño en que usted no lo compartiera con nadie?

Laura sacó de un bolsillo el papel en que había copiado el mensaje. Se lo entregó a Nero y él lo leyó en voz alta.

+ +
Comienzo de la transmisión
+ +

El paquete ha salido de HIVE.
Destino: casa de seguridad de Tokio.
Ejecutar plan de ataque a la primera oportunidad.

+ +
Fin de la transmisión
+ +

Nero dio un manotazo a uno de los interruptores de su mesa.

—¡Pónganme con Raven inmediatamente!

Capítulo 7

—P
lanta baja —dijo una voz metálica cuando las puertas del ascensor se abrieron.

Raven salió al vestíbulo del edificio del piso franco y miró silenciosamente a su alrededor. Fanchú y Malpense saldrían para el funeral dentro de unos minutos y estaba echando un vistazo final al perímetro antes de que bajaran los dos chicos con los agentes. Sentado de espaldas a ella en una mesa en el centro del vestíbulo se encontraba el conserje, rodeado de monitores en los que se veían varias imágenes parpadeantes de distintas partes del edificio. Raven se aproximó a su mesa.

—¿Todo bien, Agente Siete? —le preguntó, poniéndole una mano en el hombro.

Al tocarle, el agente se derrumbó sobre la mesa y su cabeza golpeó con un ruido sordo la superficie de madera. Mientras le tocaba el cuello para tomarle un pulso que ya sabía que no existía, los monitores que tenía ante ella empezaron a apagarse de uno en uno. Los sistemas de seguridad del edificio estaban siendo clausurados de forma sistemática: había alguien dentro.

—Responda, Agente Cero —ladró Raven al transmisor.

No hubo más respuesta que el ruido de fondo. También las comunicaciones estaban desactivadas: quienquiera que estuviera allí era, evidentemente, un profesional.

Raven se dio la vuelta y corrió hacia los ascensores que se hallaban al fondo. Pulsó el botón de llamada y la enfureció, aunque no la sorprendió, que tampoco funcionara. Miró la pantalla que había debajo del botón de llamada y comprobó que ambos ascensores habían sido desactivados. Evidentemente, el que estaba haciendo todo aquello había esperado a que ella bajara al vestíbulo antes de poner en marcha su plan. Cuarenta tramos de escaleras la separaban de los estudiantes y los agentes. Ni ella lo hubiera planeado mejor. Raven corrió hacia las escaleras; estaba visto que le iba a tocar hacer las cosas de la manera más difícil.

Arriba, en el ático, Otto se miró al espejo. Aquella mañana, Wing y él habían encontrado en el armario dos trajes de inmaculado corte y Otto se sentía rarísimo con él. Sabía que no podían asistir al funeral con los monos que eran el uniforme de HIVE, pero no estaba preparado para vestirse con algo diferente después de tanto tiempo. El traje le sentaba perfectamente, por supuesto, pero no podía desembarazarse de la sensación de que era la persona la que no se adaptaba al traje, y no al revés. Sonrió a Wing cuando este entró riéndose en la habitación.

—Parecemos dos miembros civilizados de la sociedad —dijo Otto, quitándose de un capirotazo una manchita blanca que tenía en la solapa.

—Nunca creí que diría esto —repuso Wing pasándose un dedo por el cuello de la camisa—, pero ¿podrían devolverme mi uniforme, por favor?

Otto se echó a reír. Le alegraba que su amigo, incluso en un día como aquel, tuviera ánimos para bromear. Había estado preocupado por él desde que recibió la noticia de la muerte de su padre, pero, al fin, parecía que se estaba recuperando. Esperaba que con el funeral se resolviera la situación de Wing y que pudiera seguir adelante.

—¿Todo preparado ahí fuera? —preguntó Otto dándose un último toque a la corbata.

—Eso parece. Raven acaba de salir, así que supongo que nosotros no tardaremos en seguirla. Por cierto, el Agente Cero me ha encargado que te recuerde que lleves la caja negra.

Wing se la tiró a Otto, que se la metió obedientemente en el bolsillo interior. Sabía que la caja contenía mecanismos de rastreo, pero, dadas las circunstancias, prefería tenerla y no necesitarla, en vez de necesitarla y no tenerla.

Wing se dirigió a la puerta y Otto le siguió al vestíbulo, donde los Agentes Cero y Uno les estaban esperando.

—Buenos días, señores —les sonrió el Agente Cero—. Saldremos dentro de un momento. Estamos esperando a que Raven verifique que todo está en orden por los alrededores y luego nos pondremos en camino.

—Ya han pasado cinco minutos —el Agente Uno consultó su reloj y frunció ligeramente el ceño—. Voy a llamarla.

Se acercó a un panel instalado en la pared y apretó un botón.

—Agente Uno a Raven. Conteste, Raven.

No hubo respuesta, solo el ruido de la electricidad estática de fondo.

—Repito. Aquí Agente Uno. Conteste, Raven… Conteste.

Seguía sin haber respuesta y los agentes intercambiaron una mirada de preocupación.

—Pulsa Seguridad —ordenó el Agente Cero mirando de nuevo su reloj.

El Agente Uno siguió pulsando botones en el panel, pero el hecho de que no apareciera nada en la pantalla indicaba que el sistema no respondía.

—Esto no me gusta un pelo —dijo el Agente Cero con un tono de auténtica inquietud en la voz.

De pronto sonó un timbre y una luz roja comenzó a titilar sobre la puerta principal.

—Mierda —soltó el Agente Uno metiéndose la mano en la chaqueta y sacando una pistola—, han franqueado nuestras barreras de seguridad. Llévalos a la terraza. Yo sigo intentando conectar con Raven.

El Agente Cero indicó a los dos chicos que le siguieran por el vestíbulo. A sus espaldas se produjo un ruido y la puerta tembló.

—Están cargando contra la puerta —gritó el Agente Uno—. ¡Llévatelos!

Hubo un nuevo ruido, más fuerte que el anterior, y la puerta se abrió entre una nube de humo. Al principio no se vio nada, solo unas sombras negras que saltaban sobre la puerta destrozada, pero cuando el humo se aclaró, sus misteriosos asaltantes se hicieron visibles. Sus formas sinuosas, enfundadas en seda negra, avanzaban silenciosas e imparables por el vestíbulo. El material que llevaban puesto parecía absorber la luz y dejar agujeros negros en el aire. No se les veía ni un milímetro de piel: hasta sus ojos se escondían detrás de dos láminas de cristal negro.


¡Ninjas!
—rio el Agente Uno—. Yo como
ninjas
para desayunar.

Levantó su arma y disparó. Las dos primeras ráfagas alcanzaron al primer
ninja
en el pecho y la tercera le dio en medio de la frente. Cada una de ellas debería haber matado al asesino vestido de negro, pero este no aminoró la marcha siquiera y siguió avanzando sin inmutarse hacia el Agente Uno.

Cuando el Agente Uno volvió a disparar, ya se le había borrado la sonrisa de la cara. Las balas ni siquiera lograron que el
ninja
aflojara el paso.

—¡A la terraza! ¡Ya! —gritó el Agente Uno metiéndose una mano en la chaqueta y sacando un pequeño tubo blanco.

—¡Vamos! —ladró el Agente Cero saltando de dos en dos los escalones que había en el extremo del vestíbulo.

Otto y Wing corrieron tras él. Fueran quienes fueran sus atacantes, no iba a ser fácil detenerlos.

A sus espaldas, el Agente Uno presionó un pequeño botón en el tubo que llevaba en la mano y lo lanzó al vestíbulo. Una explosión de luz amarilla inundó el corredor. El Agente Uno salió despedido y cayó en el arranque de las escaleras que subían a la terraza. Sacudió la cabeza para eliminar el pitido de sus oídos y volvió la vista hacia el corredor lleno de humo. Las granadas antipersona del SICO no dejaban nada al azar: no se veía ningún movimiento, pero tampoco era fácil distinguir algo en medio de aquella oscuridad. Alzó de nuevo la pistola y avanzó lentamente hacia el corredor. De pronto, un guante negro surgió del humo y le aferró la tráquea. El Agente Uno exhaló un atónito jadeo e instintivamente descargó su pistola contra quien le había atacado, pero la fuerza con que le apretaba su enemigo ni siquiera se debilitó. De pronto, la mano, sin aminorar en lo más mínimo su fuerza, se retorció y, a continuación, se oyó el horrible ruido de unos huesos que se quebraban. La cabeza del Agente Uno cayó a un lado con los ojos abiertos, y la mano dejó de apretar. El cuerpo del agente se derrumbó como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas.

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