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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

El protocolo Overlord (31 page)

BOOK: El protocolo Overlord
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—Me has salvado la vida —dijo Nigel esforzándose para que su voz no dejara traslucir su asombro—. Gracias.

—La próxima vez —resolló Franz con la cara colorada— vamos al comedor, ¿vale?

Capítulo 18

—H
ola otra vez —dijo Otto sonriendo—. Hace mucho que no nos veíamos.

—Cierto, me alegro de estar de vuelta —respondió la mente.

El profesor echó un vistazo a la pantalla del nodo central.

—Bueno, mente, parece que ya estás otra vez a pleno rendimiento, aunque tengo la impresión de que las restricciones a tu comportamiento no han quedado intactas —le informó.

—Me encuentro al cien por cien de mi pleno rendimiento, profesor, aunque, al parecer, no tengo acceso a los sistemas básicos de seguridad y defensa.

—Sí, es una larga historia —dijo Otto— y ahora no hay tiempo para contarla, mente. Necesitamos tu ayuda.

—Existo para servir —replicó la voz sosegada de la mente.

—Necesito que hagas un barrido del sistema —prosiguió Otto—. ¿Hay en este momento algún comando de transmisión inalámbrica intruso funcionando en HIVE?

—Barrido iniciado —respondió la mente, que durante unos segundos permaneció en silencio—. En este momento se está emitiendo una señal inalámbrica desconocida —informó después—. Origen desconocido, especificaciones desconocidas y protegida por un código cifrado extremadamente sofisticado.

—Tiene que ser esa —dijo Otto—. Es la red de comandos de Cypher, así es como controla a sus sicarios. ¿Puedes descifrar ese código?

—Sí, pero para lograrlo habrá que recurrir a la fuerza bruta —respondió la mente.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó Otto.

—Quince años, tres meses, dos días y trece horas, aproximadamente.

Otto tuvo la horrible sensación de que se le formaba un nudo en la boca del estómago. La única posibilidad que tenían era que la mente pudiera asaltar la red de comandos de Cypher. Y podía hacerlo, sí, pero ni de lejos con la rapidez necesaria.

—Con suerte disponemos de unos cuantos minutos —replicó a toda prisa Otto—. ¿Hay alguna forma de acelerar el proceso?

—Por desgracia una descodificación empleando la fuerza bruta depende por completo del poder de procesamiento —respondió la mente—. Sin la posibilidad de acceder a una energía de procesamiento adicional no hay manera de acelerar el proceso.

Otto dejó escapar un prolongado suspiro. Si la mente era incapaz de descifrar ese código más deprisa, no había ningún ordenador en el mundo que pudiera hacerlo.

Pero entonces saltó una chispa en la cabeza de Otto.

No había ningún ordenador en el mundo capaz de hacerlo, pero tal vez todos los ordenadores del mundo sí que pudieran.

—Tenemos que dejar salir a la mente —le dijo Otto al profesor—. Concédale un acceso al exterior.

—Ni hablar —se apresuró a responder Pike—. El doctor Nero jamás lo permitiría.

—En este momento, esa es la menor de nuestras preocupaciones —replicó Otto—. Si no podemos descifrar el código de Cypher, nos encontraremos todos a merced de un psicópata y puede apostar lo que quiera a que eso es lo último que desea Nero.

El profesor miró a Raven, que, por toda respuesta, se encogió de hombros. Malpense tenía razón. ¿Qué otra opción había?

—Hay un problema —dijo el profesor—. Permitir a la mente que acceda a las redes externas puede sobrecargar por completo su matriz de personalidad. No hay ninguna garantía de que pueda sobrevivir o de que no regrese convertida en algo mucho… peor.

—Es un riesgo que estoy dispuesta a correr, profesor —terció la mente.

—Hagan lo que les parezca, pero háganlo deprisa —soltó de pronto Raven y, acto seguido, desenvainó las dos espadas gemelas que llevaba a su espalda y apartó a Otto para que le dejara paso.

Otto recorrió con la vista el tramo de pasarela que se extendía más allá de Raven y vio que media docena de sicarios de Cypher entraban corriendo en la cámara.

—Hay que hacerlo ya, profesor —le apremió Otto mientras Raven avanzaba hacia los robots.

—Sí, me parece que tiene razón —dijo él contemplando con una mezcla de terror y curiosidad científica a los sicarios mecánicos que avanzaban ya por la pasarela en dirección al nodo central—. Mente, voy a abrir un puerto externo. A partir de ahí ya es cosa tuya, ¿entendido?

—A la perfección —respondió la mente.

—Bien, Otto, voy a abrir el puerto. Basta con dar al sí cuando aparezca en la pantalla la orden de ejecución, ¿de acuerdo? —le informó el profesor.

Raven sonrió cuando se acercó la primera de las unidades de sicarios. Se iba a divertir.

El primer asesino dio un salto, pero Raven estaba preparada. Cortando el aire con un zumbido, la crepitante hoja negra penetró en el chasis de metal del robot desde el hombro hasta la cadera del lado contrario. Palpitando y soltando chispas, las dos mitades del robot salieron volando una por cada lado, reducidas a chatarra.

—Ah, esto es otra cosa —dijo Raven y después se abalanzó sobre los demás robots.

Seguían siendo mortíferos y poseían una velocidad sobrehumana, pero ella era aún más rápida y aún más letal. Sus espadas gemelas, convertidas en un borrón, segaban las máquinas atacantes como si fueran una guadaña.

Otto tuvo que hacer un esfuerzo para apartar sus ojos de la visión de Raven haciendo trizas a los robots atacantes y centrarse en la pantalla del nodo. El profesor completó el proceso de cambio de ruta de la red. El mensaje de ejecución apareció parpadeando en la pantalla de Otto.

—¿Lista? —le dijo Otto a la mente.

—Siempre lo estoy —respondió ella guiñándole un ojo.

—Mente de HIVE, aquí el mundo; mundo, aquí la mente de HIVE —dijo Otto entre dientes y luego pulsó «Sí».

La cabeza de la mente salió disparada hacia atrás, un escalofriante grito electrónico salió de su boca abierta y después desapareció.

—¿Profesor? —preguntó con urgencia Otto.

—No sé qué pasa, ahí no hay nada. La matriz de su personalidad se ha borrado, la hemos perdido.

Otto se fijó en la mirada de consternación del profesor y supo perfectamente cómo se sentía. Todo había terminado, habían jugado su última carta.

—Tenemos compañía —chilló Raven desde la mitad de la pasarela colgante.

Otto volvió la vista hacia la entrada y vio docenas, tal vez cientos de androides asesinos que cruzaban el umbral en tropel como un enjambre de insectos y luego se lanzaban hacia la pasarela. Se detuvieron a unos pocos metros de donde estaba Raven, como si esperaran órdenes, y entonces otra figura traspasó el umbral.

Era Cypher. Se les había agotado el tiempo.

Laura y Shelby empujaron el cuerpo inconsciente de la condesa a la lancha salvavidas que colgaba a gran altura sobre el océano. La lancha disponía de un motor fuera borda y Laura rogó al cielo para que estuviera lleno de combustible.

—Sigo pensando que llevamos exceso de equipaje —dijo con fastidio Shelby.

—Bueno, consuélate pensando que lo que Nero tenga planeado para ella será mucho peor que cualquier cosa que podamos hacerle nosotras —replicó Laura.

Echó un vistazo a la cubierta y localizó lo que estaba buscando en una pared cercana. Se acercó y presionó en la unidad de intercomunicación el botón marcado con la palabra «puente».

En el puente de mando del buque se encendió un botón en la consola del capitán. Este lo pulsó.

—¿Sí? —dijo ansioso de saber si habían capturado ya a las dos chicas que andaban sueltas por el barco.

—Quiero hablar con la persona que esté al mando —sonó con un chisporreteo la voz de Laura por el intercomunicador.

—El capitán al habla. ¿Quién es usted? —inquirió con impaciencia.

—Soy Laura Brand y tiene cinco minutos para hacer que sus hombres abandonen el barco.

—Lo siento, señorita Brand —replicó con una risilla el capitán—. Tendrá que perdonarme, pero no tengo por costumbre aceptar órdenes de una niña.

—Pues más vale que se vaya acostumbrando —dijo con calma Laura—. He introducido una serie de modificaciones bastante peligrosas en la secuencia de lanzamiento de sus misiles. No tienen tiempo de arreglarlo; de hecho, apenas si tienen tiempo de abandonar el barco.

El capitán miró al oficial de armamento, que se puso a revisar a toda prisa el sistema de lanzamiento en busca de algún error.

—No se me concede acceso —siseó el oficial—. Dios sabe lo que ha hecho esa chica, pero si lo que dice es cierto, jamás conseguiremos acceder al sistema a tiempo.

La cara del capitán perdió todo su color. Estaba claro que la condesa había fracasado.

—Señorita Brand, le prometo que si se rinden ahora no se les hará ni a usted ni a su amiga ningún daño —dijo tratando de conferir a su voz un tono de firmeza.

—Creo que no me ha comprendido, capitán. Esto no es una negociación, es una advertencia.

Sonó un clic y se cortó la comunicación.

El capitán sintió de golpe una oleada de miedo. Desesperado, se quedó un instante pensando. Tenía que haber algo que se pudiera hacer.

—La lancha salvavidas número seis ha abandonado el barco, señor. La salida no ha sido autorizada. Tienen que ser ellas —le informó uno de los oficiales del puente.

—Háganlas saltar en pedazos en medio del agua —replicó con furia el capitán.

—No es posible, señor, no tenemos control sobre los misiles —informó el oficial de armamento con nerviosismo.

El capitán se puso tan rojo de ira que parecía que iba a ser él quien saltara en pedazos. Su boca se movió unos instantes mientras trataba de pensar en una alternativa, pero por fin exhaló un hondo suspiro y se dejó caer en su silla. Cypher haría que le mataran por esto.

—Dé las órdenes. Que todos los hombres evacúen el barco.

—Estoy empezando a cansarme de tener que estar siempre matándola, Raven —dijo con voz gélida Cypher mientras accedía a la pasarela.

—Qué lastima. Yo no creo que me canse nunca de matarle a usted.

Raven estaba en medio de la pasarela con las espadas desenvainadas para bloquear cualquier intento de avance, interponiéndose entre Cypher, por un lado, y Otto y el profesor, por el otro. Los sicarios de Cypher se desplegaban por el perímetro de la sala, rodeando lentamente el nodo central. Otto ignoraba si alguno de ellos sería capaz de salvar de un salto la distancia que les separaba del lugar donde estaban ellos, pero tenía la horrible sensación de que tal vez pudieran hacerlo.

—El amuleto —dijo Cypher abriendo la palma de la mano—. Démelo.

—No sé de qué me habla —repuso con calma Raven.

—Sé que lo tiene y va a dármelo —dijo Cypher, furioso.

—¿Se puede saber por qué demonios habría de hacerlo? —le preguntó Raven alzando sus espadas y adoptando una postura defensiva.

—Unidad dos —dijo Cypher.

Uno de los gigantescos robots de asalto cruzó agachado la puerta. Luego alzó los brazos y la figura de Nero apareció colgada de uno de los puños de hierro de la máquina. Otra máquina enorme entró justo detrás de la anterior y bloqueó la única salida que había. Estaban atrapados.

—Bien, entrégueme el amuleto si no quiere que mi amigo se ponga a desmembrar a Nero ante sus ojos —dijo con toda tranquilidad Cypher.

Raven dio un paso atrás. De pronto parecía ser Cypher quien tenía todas las cartas en la mano.

—No le haga caso, Natalia —dijo Nero con la voz quebrada por el dolor.

—Yo le sugiero que sí me lo haga, Raven —repuso Cypher avanzando por la pasarela—. No piense ni por un momento que voy de farol. Nada me produciría mayor placer que acabar con el suplicio que representa para mí que Nero siga con vida.

Raven volvió la vista atrás y miró al profesor y a Otto, cuyas expresiones daban a entender que ellos tenían tan poca idea de qué hacer como ella misma. Otto echó un vistazo a la pantalla del nodo. Seguía sin haber ningún tipo de actividad: la mente no podía ayudarlos.

—Ya me he cansado de todo esto —dijo Cypher volviéndose hacia el robot gigante—. Mátale.

Nero aulló de dolor cuando la enorme máquina comenzó a estirarle los brazos para desencajárselos.

—¡Alto! —chilló Raven.

Cypher alzó la mano y el robot se detuvo.

—La última oportunidad —siseó Cypher.

Raven dejó sus espadas en el suelo, tiró de la minúscula cadena que colgaba de su cuello, la arrancó y la sostuvo en alto delante de ella. El amuleto que representaba una de las mitades del símbolo del yin y el yang giró lentamente, lanzando destellos bajo la cruda luz blanca de la sala.

—Démelo —dijo Cypher alargando una mano—. Si intenta algo, Nero morirá.

Raven dio unos pasos hacia delante y depositó el amuleto en la mano de Cypher.

Nero torció el gesto, en parte debido al dolor de la presa a la que estaba sometido, pero también porque todo había terminado.

Cypher había ganado.

Con una expresión de rabia impotente, el capitán subió al bote salvavidas.

—Ya está todo el mundo, arríen el bote —dijo uno de los marineros.

Los cabestrantes mecánicos chirriaron y comenzaron a bajarlos hacia el océano. Cuando el bote tocó agua, el motor fuera borda se encendió y la minúscula embarcación se alejó a toda velocidad del gran buque negro.

Con un estruendo atronador, todos los lanzamisiles de cubierta se dispararon a la vez y sus proyectiles surcaron el cielo dejando tras de sí largas estelas de humo blanco. Apenas se habían alejado una milla cuando se activaron las nuevas órdenes de selección del objetivo que había introducido Laura. Todos los misiles cambiaron de trayectoria trazando un bucle y salieron disparados hacia el barco. Unos segundos más tarde impactaron en el casco, justo por encima de la línea de flotación, produciendo unas bolas de fuego que destruyeron por dentro el barco de proa a popa. Durante unos segundos eternos, el gigantesco buque luchó contra los millones de litros de agua marina que entraban a chorros en su casco, pero luego empezó a escorarse, inclinándose vertiginosamente hacia un lado. Se produjeron una serie de explosiones secundarias en el interior del barco al prenderse los depósitos de combustible y las santabárbaras y, finalmente, el gigantesco buque pereció. El casco se rasgó con un espeluznante ruido de metal, el barco se partió en dos y desapareció rápidamente bajo las aguas.

John Reynolds se sentó ante su escritorio y depositó su taza de café en el posavasos que su mujer siempre le estaba diciendo que usara. Disponía de unos minutos antes de que estuviera lista la cena y quería echar un vistazo a unas subastas que había puesto en la red para ver cómo estaban las pujas. Encendió el monitor y se encontró con una pantalla azul. Pero esa no era la pantalla de error habitual: no tenía texto. Pulsó un par de teclas y movió el ratón, pero no pasó nada. Exhaló un suspiro, se levantó de la silla y salió del cuarto.

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