¡Cuán seguros se sentían los sacerdotes detrás de sus fosos guardianes!
Cada residente de un centro urbano de Rakis sabía que el qanat estaba ahí afuera, el agua deslizándose suavemente entre las sombras, pequeños chorros siendo desviados periódicamente para alimentar los estrechos canales cuya evaporación era recapturada por las trampas de viento.
—Nuestras plegarias nos protegen —decían, pero sabían muy bien lo que realmente les protegía.
«Su sagrada presencia es vista en el desierto.»
El Sagrado Gusano.
El Dios Dividido.
Odrade miró los anillos del gusano frente a ella.
¡Y aquí está!
Pensó en los sacerdotes entre los observadores en los tópteros encima de ellos. ¡Cómo les gustaba espiar a los demás!
Los había sentido observándola allá atrás en Dar–es–Balat mientras aguardaba la llegada de Sheeana y Waff. Ojos detrás de un espejo de plaz o curioseando desde lugares oscuros.
Odrade se había obligado a sí misma a ignorar los peligros mientras marcaba el paso del tiempo a través del movimiento de la línea de sombra en una pared encima suyo: un reloj exacto en aquel lugar donde quedaban pocos excepto el propio sol.
Las tensiones se habían ido acumulando, amplificadas por la necesidad de parecer despreocupada. ¿Iban a atacar? ¿Se atreverían, sabiendo que ella había tomado sus propias precauciones? ¿Cuán furiosos se sentían los sacerdotes por haberse visto forzados a unirse a los tleilaxu en aquel secreto triunvirato? A sus Reverendas Madres consejeras del Alcázar no les había gustado aquel peligroso cebo lanzado a los sacerdotes.
¡Dejemos que una de
nosotras
sea el cebo!
Odrade se había mostrado inflexible:
—No lo creerán. Las sospechas los mantendrán apartados.
Además, seguramente enviarán a Albertus.
Así pues, Odrade había esperado en el patio de Dar–es–Balat, sombreada de verde en las profundidades donde aguardaba de pie contemplando la línea de sol seis pisos por encima de su cabeza… más allá de las ornamentadas balaustradas en cada hilera de balcones; plantas verdes, con flores de color rojo brillante, naranjas, azules, y un rectángulo de plateado cielo por encima de las hileras.
Y los ocultos ojos.
¡Un movimiento en la gran puerta que daba a la calle a su derecha! Una sola figura con el atuendo sacerdotal dorado, púrpura y blanco penetró en el patio. La estudió, buscando señales de que los tleilaxu hubieran extendido su dominio mediante la suplantación de otro Danzarín Rostro. Pero se trataba de un hombre, un sacerdote al que reconoció: Albertus, el más antiguo de los sacerdotes de Dar–es–Balat.
Tal como esperábamos.
Albertus cruzó el amplio atrio y el patio hacia ella, caminando con cuidadosa dignidad. ¿Había peligrosos portentos en él? ¿Iba a ser la señal para sus asesinos? Miró hacia arriba, hacia las hileras de balcones: pequeños movimientos aleteantes en los niveles superiores. El sacerdote que se acercaba no estaba solo.
¡Pero tampoco lo estoy yo!
Albertus se detuvo a dos pasos de Odrade y alzó la vista hacia ella desde donde había mantenido fija su atención… los intrincados dibujos dorados y púrpuras de las baldosas del suelo del patio.
Tiene huesos débiles,
pensó Odrade.
No hizo ninguna señal de reconocimiento. Albertus era uno de aquellos que sabían que su Sumo Sacerdote había sido reemplazado por la imitación de un Danzarín Rostro.
Albertus carraspeó e inspiró trémulamente.
¡Huesos débiles! ¡Carne débil!
Aunque el pensamiento divirtió a Odrade, no redujo su cautela. Las Reverendas Madres siempre notaban ese tipo de cosas. Una miraba las marcas de la ascendencia. Había existido una tal selectividad en los antepasados de Albertus que había dado como consecuencia fallos, grietas e imperfecciones, cosas elementales que la Hermandad intentaría corregir en sus descendientes si alguna vez consideraba útil y valioso atender a su progenie. Eso sería tomado en consideración, por supuesto. Albertus había alcanzado una posición de poder, haciéndolo de una forma suave pero definida, y debía determinarse si eso implicaba un valioso material genético. Albertus había sido pobremente educado, sin embargo. Una acólita de primer año hubiera podido manejarlo. El condicionamiento entre el sacerdocio rakiano había degenerado terriblemente desde los viejos días de las Habladoras Pez.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó Odrade, convirtiendo sus palabras tanto en una acusación como en una pregunta.
Albertus tembló.
—Traigo un mensaje de vuestra gente, Reverenda Madre.
—¡Entonces dilo!
—Ha habido un ligero retraso, algo relativo al hecho de que el camino hasta aquí es conocido por demasiada gente.
—Esa al menos era la historia que habían acordado decir a los sacerdotes. Pero las demás cosas en el rostro de Albertus eran fáciles de leer. Los secretos compartidos con él quedaban peligrosamente expuestos.
—Casi lamento no haber ordenado que os mataran —dijo Odrade.
Albertus retrocedió dos pasos. Sus ojos se volvieron vacuos, como si acabara de morir allí mismo frente a ella. Odrade reconoció la reacción. Albertus había entrado en aquella fase completamente reveladora en la que el miedo te aferra el escroto. Sabía que aquella terrible Reverenda Madre Odrade podía dictar una sentencia de muerte sobre él de una forma enteramente casual, o incluso matarlo con sus propias manos. Nada de lo que él dijera o hiciera escaparía de su terrible escrutinio.
—Habéis estado considerando la posibilidad de matarme
a mí
y destruir nuestro Alcázar en Keen —acusó Odrade.
Albertus tembló violentamente.
—¿Por qué decís tales cosas, Reverenda Madre? —Había un gemido revelador en su voz.
—No intentéis negarlo —dijo ella—. Me pregunto cuántos habrán descubierto lo fácil que es leeros, del mismo modo que lo he descubierto yo. Se supone que sois un mantenedor de secretos. ¡No se supone que debáis pasearos por todas partes con todos vuestros secretos escritos en vuestro rostro!
Albertus cayó de rodillas. Odrade pensó que iba a arrastrarse.
—¡Pero vuestra propia gente me envió!
—Y vos os habéis sentido enormemente feliz de venir y decidir si resultaba posible matarme.
—¿Por qué deberíamos…?
—¡Silencio! No os gusta que nosotras controlemos a Sheeana. Teméis a los tleilaxu. Los asuntos han sido arrancados de las manos de vosotros los
sacerdotes
, y las cosas han adquirido un movimiento que os aterra.
—¡Reverenda Madre! ¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos hacer?
—¡Nos obedeceréis! ¡Más que eso, obedeceréis a Sheeana! ¿Teméis que nosotras nos aventuremos este día? ¡Tenéis cosas mucho más grandes que temer!
Agitó la cabeza en burlón desánimo, sabiendo el efecto que todo aquello estaba haciendo en el pobre Albertus. Se postró bajo el peso de la ira de Odrade.
—¡En pie! —ordenó ella—. ¡Y recordad que sois un sacerdote y se os exige la verdad!
Albertus se puso tambaleante en pie y mantuvo su cabeza inclinada. Ella pudo ver su cuerpo responder a la decisión de abandonar todo subterfugio. ¡Qué prueba debía ser aquello para él! Obediente a la Reverenda Madre que tan obviamente leía en su corazón, ahora debía ser obediente a su religión. Debía enfrentarse a la definitiva paradoja de todas las religiones:
¡Dios sabe!
—No me ocultéis nada a mí, no le ocultéis nada a Sheeana, no le ocultéis nada a Dios —dijo Odrade.
—Perdonadme, Reverenda Madre.
—¿Perdonaros? No está en mi poder perdonaros, ni deberíais pedírmelo. ¡Sois un sacerdote!
Alzó su mirada hacia el furioso rostro de Odrade.
La paradoja lo abrumaba ahora completamente. ¡Dios estaba seguramente allí! Pero Dios estaba normalmente muy lejos, y las confrontaciones podían ser aplazadas. Mañana era otro día en la vida. Seguro que lo era. Y era aceptable permitirte unos cuantos pecados pequeños, quizá una mentira o dos. Por ahora solamente. Y quizá un gran pecado si las tentaciones eran grandes. Se suponía que los dioses eran más comprensivos con los grandes pecadores. Habría tiempo para enmendarse.
Odrade miró a Albertus con el ojo analista de la Missionaria Protectiva.
Ahhh, Albertus,
pensó.
Pero ahora te hallas en presencia de otro ser humano que conoce todas las cosas que tú creías eran secretos entre tú y tu dios.
Para Albertus, su actual situación debía ser poco distinta de su muerte y ese definitivo sometimiento al juicio final de su dios. Eso describía con toda seguridad la inconsciente fijación que hacía que Albertus permitiera que toda la fuerza de su voluntad se desmoronara. Todos sus temores religiosos habían sido apelados, y se centraban ahora en una
Reverenda
Madre.
Con su tono más seco, sin siquiera emplear la Voz, Odrade dijo:
—Deseo que esta farsa termine inmediatamente.
Albertus intentó deglutir. Sabía que no podía mentir. Era posible que poseyera una remota capacidad de mentira, pero ahora resultaba inútil. Sumiso, alzó la vista hacia la frente de Odrade, donde el borde de la capucha de su destiltraje apretaba tensa por encima de sus cejas. Habló con algo más que un susurro:
—Reverenda Madre, se trata simplemente de que nos sentimos despojados. Vos y el tleilaxu vais a ir al desierto con
nuestra
Sheeana. Ambos vais a aprender de ella y… —Sus hombros se agitaron—. ¿Por qué lleváis al tleilaxu?
—Sheeana lo desea —mintió Odrade.
Albertus abrió la boca y volvió a cerrarla sin hablar. Pudo ver la aceptación fluir a través de él.
—Regresaréis con los vuestros con mi advertencia —dijo Odrade—. La supervivencia de Rakis y de vuestro sacerdocio depende enteramente de lo bien que me obedezcáis. ¡No me obstaculizaréis en lo más mínimo! Y en cuanto a esos pueriles complots contra nosotras… ¡Sheeana nos revelará vuestro más insignificante pensamiento perverso!
Albertus la sorprendió entonces. Agitó la cabeza y emitió una seca risita. Odrade había notado ya que muchos de aquellos sacerdotes gozaban desconcertando a los demás, pero no había sospechado que pudieran encontrar divertidos sus propios fracasos.
—Encuentro hueca vuestra risa —dijo.
Albertus se alzó de hombros y recuperó algo de su máscara facial. Odrade había visto muchas de aquellas máscaras en él. ¡Fachadas! Las llevaba a capas. Y muy profundo bajo todas aquellas defensas se hallaba el que importaba, el que se había expuesto tan brevemente a ella hacia un momento. Aquellos sacerdotes tenían una forma peligrosa de caer en floridas explicaciones, sin embargo, cuando eran demasiado acuciados con preguntas.
Debo restaurar al que importa,
pensó Odrade. Lo interrumpió bruscamente cuando él empezaba a hablar.
—¡No más! Aguardaréis a que regrese del desierto. Por ahora, sois
mi
mensajero. Llevad como corresponde mi mensaje, y obtendréis una recompensa más grande de lo que jamás hayáis imaginado. ¡Fracasad, y sufriréis las agonías de Shaitan!
Odrade observó a Albertus escabullirse fuera del patio, los hombros hundidos, la cabeza tendida hacia adelante como si no pudiera esperar a hablar con sus compañeros, aunque fuera a distancia.
En su conjunto, pensó Odrade, todo había ido bien. Un riesgo calculado y muy peligroso para ella personalmente. Estaba segura de que había habido asesinos en los balcones encima suyo aguardando a una señal de Albertus. Y ahora, el miedo que él llevaba de vuelta consigo era algo que la Bene Gesserit comprendía íntimamente a través de milenios de manipulaciones. Algo tan contagiosamente virulento como una plaga. Las Hermanas maestras lo llamaban «una histeria dirigida». Había sido
dirigida
(apuntada era una palabra más exacta) al corazón de todo el sacerdocio rakiano. Podía confiarse en ella, especialmente con el refuerzo que ahora iba a ser puesto en movimiento. Los sacerdotes se someterían. Sólo había que temer ahora a los pocos herejes inmunes.
Este es el maravilloso universo de la magia: no hay átomos, sólo ondas y movimientos por todas partes. Aquí, uno descarta toda creencia en las barreras al conocimiento. Uno pone a un lado el propio conocimiento. Este universo no puede ser visto, no puede ser oído, no puede ser detectado en ninguna forma por percepciones fijadas. Es el vacío definitivo donde no se producen pantallas preordenadas en las cuales puedan proyectarse formas. Tenéis solamente una consciencia aquí… la pantalla de los magos: ¡La Imaginación! Aquí aprendéis lo que es ser humano. Sois un creador de orden, de hermosas formas y sistemas, un organizador del caos.
El Manifiesto Atreides, Archivos Bene Gesserit
—Lo que estás haciendo es demasiado peligroso —dijo Teg—. Mis órdenes son protegerte y fortalecerte. No puedo permitir que esto prosiga.
Teg y Duncan estaban en el largo pasillo panelado con madera justo fuera de la sala de prácticas del no–globo. Era a última hora de la tarde de su arbitraria rutina, y Lucilla acababa de marcharse furiosa tras una vituperiosa confrontación.
Cada encuentro entre Duncan y Lucilla se había convertido últimamente en una batalla. Justo ahora, ella había permanecido en el umbral de la sala de prácticas, una sólida figura salvada de la impasibilidad por sus suaves curvas, los seductores movimientos obvios para ambos hombres.
—¡Deja ya esto, Lucilla! —había ordenado Duncan.
Sólo la voz de la mujer había traicionado su furia:
—¿Cuánto tiempo crees que aguardaré a cumplir mis órdenes?
—Hasta que tú o alguna otra persona me diga lo que yo…
—¡Taraza requiere cosas de ti que ninguno de los que estamos aquí sabe! —dijo Lucilla.
Teg intentó suavizar las crecientes irritaciones:
—Por favor. ¿No es suficiente con que Duncan prosiga mejorando sus logros? Dentro de pocos días empezaré a mantener una vigilancia regular en el exterior. Podemos…
—¡Podéis dejar de interferir conmigo, maldito seáis! —restalló Lucilla. Se dio la vuelta y se marchó a grandes zancadas.
Mientras veía ahora la firme resolución en el rostro de Duncan, algo empezó a trabajar furiosamente en Teg. Se sintió impelido por las necesidades de su aislada situación. Su intelecto, aquel maravillosamente afilado instrumento Mentat, estaba resguardado allí del rugido mental al cual lo había tenido que ajustar en el exterior. Pensó que si pudiera tan sólo silenciar su mente, mantenerlo todo en una completa inmovilidad, todas las cosas le resultarían claras.