La crisis ninja y otros misterios de la economía actual (18 page)

BOOK: La crisis ninja y otros misterios de la economía actual
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Si yo hubiese estado de vuelta de todo, el primer día que entró le podía haber sacudido un sartenazo y ahí se hubiesen acabado los paseos del petirrojo. Pero es que estoy convencido de que en esta vida eres más feliz si no vas a sartenazos. Se hubiese ido el petirrojo y yo me hubiese quedado sin mi modelo.

«Sartenazo» hubiese implicado que:

  1. No admito intrusos en mi casa. Cosa que es verdad, pero tengo que matizar. No admito intrusos que quieran entrar en mi casa a, por ejemplo, llevarse la televisión. Pero admitir o no admitir al petirrojo era una cuestión de admitir o no admitir a gente de fuera.
    O sea, de enriquecer o empobrecer mi punto de vista.
  2. Y no solo eso, sino que hago lo posible para que se vayan, como hacen algunos. Mi casa es mi casa y ahí no entra nadie. Es decir, cerrados a cualquier cosa que suponga aprender. Porque eso significa el sartenazo: que no estoy dispuesto a aprender nada de nadie.

Tampoco del petirrojo, que si enseña algo es precisamente por lo que hace, no por lo que dice.

Hacer de forma optimista, con prudencia y sin distracciones.

Hacer equilibrado y con conocimiento.

Hacer. En este momento, más que nunca, hay que hablar lo necesario y empezar a trabajar de verdad. Cada uno. Desde nuestra responsabilidad.

Caen cuatro gotas. Vicente, un aragonés amigo mío que viene a pasar algunas temporadas a casa, me enseñó dónde hay que mirar para saber si serán cuatro gotas o cuatro millones… Echo un vistazo al cielo más allá de las montañas y lo veo negro como boca de lobo.

Llega la tormenta. Me meto en el despacho a escribir. Tengo que hacer muchas cosas aprovechando la tormenta.

Ya amainará.

E
PÍLOGO

E
l bar está medio vacío. Algunos parroquianos fumando en la barra delante de cafés o copas. El enorme ventilador del techo, despejando el humo de las farias aliviando el cargado ambiente. Fuera, una lluvia intermitente alterna con tibios rayos de sol. Es un día raro. Un día de otoño en San Quirico.

Mi amigo está sentado enfrente de mí. Del ibérico y del vino apenas quedan los restos. Las servilletas están todas en su sitio. Y el mantel de papel, con algún resto de comida, pero sin una palabra escrita, ha cumplido por una vez su modesta misión. Nada más.

Hoy hemos hablado del bien y del mal. De sus cosas y de las mías. De lo que hablan normalmente los amigos. De sus hijos y de los míos. De nuestras mujeres. De
problemicas
de lo más cotidiano. Y de alegrías, cotidianas también. De la vida. Lo que hacen los amigos. Hoy no hemos hablado de economía ni de crisis.

«Están invitados», dice el camarero. Sonreímos. «Yo creo que está agradecido porque no hemos gastado servilletas», comenta con sorna mi amigo.

Nos levantamos. Cada mochuelo a su olivo. Antes de despedirnos, me para y me dice: «Leopoldo, no quiero estropearte el día, pero en estos meses del año he vendido menos. Mucho menos… Si no te lo digo reviento. Y ya me gusta que hayamos hablado de la vida, pero esto tiene mala pinta».

«Tienes servilletas», le digo. «Que no sé si te ayudarán a vender más. Pero a lo mejor te ayudan a discurrir para ver cómo capeas el temporal».

«Las repasaré», promete.

«Las ordenaré y escribiré para que se entiendan», le digo.

Llego a mi casa. Durante el corto trayecto me acuerdo de una cosa que me dijo, hace muchos años, mi amigo Juan Antonio: «Estamos montados en un barco navegando a toda velocidad hacia la arena».

Pues bien. Ya hemos llegado. Ya hemos roto el casco contra las rocas y estamos varados en la arena.

Si ponemos agua debajo del barco la absorberá la arena. A lo mejor remojamos el casco y conseguimos que el barco resbale y vuelva al agua. Pero mejor que vuelva al agua reparado. O se hundirá.

Es la hora de actuar con sentido de Estado y con sentido común.

Es la hora de la responsabilidad individual y la responsabilidad global. Por este orden.

Es la hora de la iniciativa.

Empieza a hacer frío. Cierro la puerta y dejo a Helmut fuera. Para él es una temperatura agradable. Llego al despacho y me pongo a pasar esas servilletas a limpio. Hace días que no veo al petirrojo. Debe de estar en su casa con su familia a resguardo del frío.

Cuando voy a empezar a escribir, los veo. En la puerta del despacho. Como si pidieran permiso para entrar. El «nuestro», inconfundible, rechoncho, con esa mancha naranja viva y sin parar de dar saltos. Como si fuera su casa. Supongo que el otro es «la petirroja». Más prudente, guarda una cierta distancia. Me levanto con cuidado y les abro la ventana. No para que se vayan. Para que se sientan más libres.

Revolotean un rato y se suben a la barandilla de la terraza. Algo se dicen. Probablemente estén hablando de mí. Les veo optimistas, sin distracciones, prudentes.

El petirrojo me mira durante unos segundos. Se vuelve, cuchichea algo y tras dar un par de saltitos, se van volando.

Como flechas, hacia las alturas.

San Quirico, diciembre de 2008.

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