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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (50 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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Una vez que Corin se hubo marchado, recuperé los códigos de acceso de nuevo y estudié las huellas de Zorzal dispersas por la matriz. Me había estado rastreando con la ayuda del ordenador y me pregunté por qué. Entonces me llegó la respuesta, y era tan obvia que no pude creer que no se me hubiera ocurrido antes.

Zorzal quería saber, con tantas ansias como los demás, qué había enterrado en mis recuerdos.

D
os períodos más tarde me encontré invitado otra vez a los alojamientos del Capitán para almorzar. Lo había visto bastante últimamente, pero principalmente desde el punto de vista de un tripulante agobiado que trabajaba duro para reunir la información que él quería o en la información que él quería o en la información que creía que debería ver. Me aseguré de que nuestros encuentros no fueran ocasiones sociales; no quería darle tiempo a que se percatara de mi nerviosismo cada vez mayor cuando estaba cerca de él o de mis esfuerzos para evitar que viera que el «Gorrión» de seis meses antes y el «Gorrión» de ahora eran dos personas diferentes.

Yo era un buen actor, pero no hacía milagros. Esta vez nuestro encuentro sería social, y esta vez lo
vería
.

No se me ocurrió que a lo mejor ni se molestaría en mirar.

Me presenté con unos minutos de adelanto y fui recibido por un aburrido Banquo, que sólo se tomó un momento para registrarme el faldellín en busca de armas ocultas, algo que ahora era un procedimiento estándar.

Tras recorrer unos pocos metros del interior del enorme compartimento, me detuve. Sentía el corazón como si alguien lo sostuviera entre sus manos y hubiera empezado a apretar. El Capitán estaba junto a la portilla, como esperaba. Pero no estaba solo. Zorzal estaba a su lado y la mano del Capitán descansaba ligeramente sobre su hombro mientras le señalaba con la otra las maravillas de la nebulosa que había más allá del cristal.

Sintió las corrientes de aire cuando me acerqué y se volvió ligeramente.

—Ven aquí, Gorrión, quiero que veas esto tú también.

La vista era hermosa, como siempre. Esta vez se trataba de una explosión bien definida de nubes anaranjadas alrededor de unas cuantas estrellas centrales, luego había más estrellas y enormes chorros de gas semiocultos por las neblinosas vaharadas naranjas.

—NGC 2237 —dijo el Capitán en voz baja—. La nebulosa Roseta, vista desde la Tierra hace miles de años.

Podía entender el motivo del nombre. Parecía una enorme flor interestelar, los pétalos de gas estaban claramente definidos alrededor de los estambres de estrellas en el centro.

—Hermoso —suspiró Zorzal.

Sentí que se me ponía la piel de gallina. Supuestamente tendría que estar por encima de esas cosas, ser un observador desapasionado que veía y anotaba todo lo que el Capitán hacía o decía sin olvidar que era un joven asistente técnico que lo idolatraba.

Pero en ese momento era cualquier cosa menos desapasionado. Para mi consternación, tenía unos inmensos celos de Zorzal. Las otras veces que había estado con el Capitán, yo era el que subía con él a la cima de la montaña para que me mostrara las maravillas del mundo que yacía a nuestros pies. Era mi hombro el que tocaba, era a mí a quien intentaba impresionar con la belleza que yacía más allá de la portilla.

—¿Tú qué opinas, Gorrión?

Podía sentir cómo me observaba, midiendo mis reacciones y comparándolas con las de Zorzal. O eso creía.

—Creo que es sublime —dije. No estaba mintiendo. Las vistas siempre eran sublimes. Pero no eran reales.

Escalus se había superado a sí mismo con la comida y la conversación continuó sin mi intervención unos cinco minutos antes de que dejara de concentrarme en la textura de las especias y empezara a prestar atención a lo que decían.

—El otro lado —decía Zorzal con mucha convicción—. La población de estrellas de más edad es mayor allí... por tanto tiene que haber mayores posibilidades de encontrar vida.

Los ojos del Capitán relucían.

—Según mis cálculos la encontraremos dentro del plazo de doce generaciones como mucho. —Miró en mi dirección—. ¿No estás de acuerdo, Gorrión? —Y entonces sacudió la cabeza con fingido pesar—: Se me olvidaba que no crees que vayamos a encontrar nada.

—Nunca he dicho eso —dije a la defensiva.

—Pero lo piensas —insistió el Capitán. Tanto él como Zorzal me miraban con diversión y recordé la imagen en el ordenador de dos lobos acechando a su presa antes de matarla. Repentinamente me di cuenta de que habían hecho causa común.

—No —mentí—. No creo eso necesariamente.

—Gorrión es optimista por naturaleza —dijo Zorzal, con una sonrisa desdeñosa. Cuando no estaba dando coba al Capitán, Zorzal me estudiaba, y sabía que pensaba en maneras de utilizarme. Intenté disimular el odio que me inspiraba Zorzal y halagar al Capitán prestándole tanta atención a él como podía. Pero sospechaba que había perdido la partida de antemano, aunque no sabía en qué momento.

—Serás un héroe cuando regresemos —dijo el Capitán.

Él y Zorzal habían vuelto junto a la portilla y me apresuré a reunirme con ellos, sintiendo todavía las punzadas de los celos por ver a Zorzal ocupar mi lugar. Zorzal, por lo que veía, parecía haber florecido bajo el toque del Capitán. Y entonces volví a sentir un escalofrío.
Cuando regresemos
. Como si el Capitán supiera que Zorzal estaría vivo para entonces.

Antes de que yo llegara, el Capitán debió confirmar su paternidad ante Zorzal. Ahora Zorzal sabía que era el hijo del Capitán y que viviría para siempre; era lo único que se me ocurría que podía justificar la inmensa satisfacción que veía en él.

A cambio el Capitán ganaba un aliado. Uno que carecía de escrúpulos, que era capaz de asesinar, y que haría lo que el Capitán le pidiera.

Hablamos algo más y contemplamos con asombro las vistas de las nebulosas del Velo y el Anillo y finalmente una vista de la Oscuridad, ese vasto océano de nada que se extendía ante nosotros con una leve sugerencia de estrellas al otro lado, como arenas fosforescentes en una playa lejana. Me estremecí interiormente, como siempre, al sentirme pequeño e insignificante dentro de un mundo diminuto que no se extendía más allá de quinientos metros en cualquier dirección. Estaba rodeado por los habitantes de la nave, pero conocía a todos y cada uno de los menores de trescientos tripulantes que había en ella, y no eran ninguna protección contra la repentina y dolorosa sensación de soledad que me inundó.

Durante el resto del tiempo, floté nerviosamente por el compartimento, a veces dejando a Zorzal y al Capitán solos junto a la portilla para volver a la mesa, aparentemente para coger otra porción de comida, pero en realidad para intentar ver las habitaciones donde dormía el Capitán que estaban más allá. Gavia había mencionado la armería del Capitán; si estaba en algún lugar, tenía que ser aquí. Pero Escalus estaba alerta y no divisé nada excepto un compartimento enorme repleto de hileras de lo que parecían archivadores. Había oído decir que estaba prohibida la entrada a todo el mundo, incluido Escalus.

Y entonces ya era hora de irme. El Capitán me dio un apretón de manos formal pero agarró a Zorzal del hombro y le dio una ligera palmada en la espalda. Me resultó todo un esfuerzo combatir mi propio dolor y mi resentimiento. Finalmente tenía que aceptar que mis respuestas intelectuales y emocionales al Capitán ahora eran enormemente diferentes. El Capitán era el responsable de las muertes de Noé y Tibaldo y por extensión, de la de Abel, y había reconocido la paternidad de mi peor enemigo a bordo.

Y sin embargo...

Para mí, siempre sería el Capitán. Cuando acababa de salir de la enfermería me había dejado su impronta como un granjero con un pollito que al nacer cree que el granjero es su madre. Me había convertido en un amotinado, pero siempre me sentiría intimidado ante él, siempre querría sentir su mano en mi hombro, que me palmeara la espalda, incluso el ocasional comentario cáustico recordándome que yo era muy joven y él tenía muchas preocupaciones.

Pero cuando me marché, supe que las cosas habían cambiado para siempre. Durante mucho tiempo y por razones que no comprendía había sido importante para el Capitán. Ahora ya no lo era... y sabía que me encontraba más cerca de la amnesia.

Por la razón que fuera, el Capitán ya no me necesitaba.

Ese período de sueño Agachadiza no me hizo preguntas, pero me tomó en sus brazos, me murmuró al oído, me acarició la cabeza e hizo todo lo que pudo para consolarme.

Pero el rechazo era una pequeña muerte. Me temía que una mucho mayor me esperaba a unos pocos períodos.

28

L
as cosas empeoran antes de mejorar. Durante los siguientes períodos empeoraron muchísimo. El primer indicio de lo mucho que habían empeorado fue cuando un demudado Gavia me contó que alguno de los hombres del Capitán estaban haciendo prácticas de tiro en la cubierta hangar.

Me llegué hasta allí y contemplé a media docena de tripulantes practicando con pistolas de proyectiles bajo la mirada vigilante de Catón. Pensé en Tibaldo cuando nos había intentado instruir antes de descender en Aquinas II. Me pregunté si alguno de los reclutas de Catón se mostraría reacio a la hora de dispararle a la proyección de un alienígena. Entonces volví a mirar y el estómago se me contrajo. No le disparaban a una alienígena, la proyección tenía la forma burda de un tripulante.

Me quedé allí un par de minutos y descubrí que no había mucha diferencia entre la vieja tripulación y la nueva después de todo. Todos los hombres de Catón menos uno fallaron el objetivo y estaba seguro de que el que había acertado, un joven técnico de Comunicaciones llamado Petirrojo, lo había hecho por accidente. Pero tan interesante como la práctica de tiro era el hecho de que cada uno llevaba una tira de tela roja atada al antebrazo. Era más parecido a un uniforme que lo que llevaba nadie; y como resultado los hombres del Capitán destacaban entre los demás y había una obvia camaradería entre ellos.

Me acerqué a Catón de un empujón, su boca era una línea tensa y su cara relucía con el sudor.

—¿Órdenes del Capitán? —pregunté.

Asintió, pero parecía que no tenía ganas de hablar y parecía más hostil de lo normal. Era obvio que ahora yo era uno de los enemigos. Siguió entrenando a sus hombres durante otra media hora, con resultados irregulares. Si los amotinados eran unos aficionados, me consolé pensando que los hombres del Capitán también lo eran.

—¿Crees que realmente dispararían contra un compañero de tripulación? —le pregunté a Catón cuando acabó la práctica de tiro.

Me miró con hostilidad y gruñó:

—Harán lo que ordene el Capitán.

En la siguiente sesión de prácticas, el Capitán estaba presente para observar y dar un pequeño discurso acerca de proteger la integridad de la misión y la nave. La puntería mejoró dramáticamente. ¿Serían capaces de arrebatarle voluntariamente la vida a un compañero de tripulación? Tenía mis dudas. ¿Harían todo lo posible por llevar a cabo las órdenes del Capitán? En algún momento, y pronto, habría un conflicto y tendrían que escoger su bando.

Seguía sin tener ningún plan general propio, aunque en el fondo de mi mente sabía que involucraría una confrontación con el Capitán. El plan a largo plazo de Julda había sido privar al Capitán de su tripulación, hacerle imposible mantener el control sobre la
Astron
. Me seguía pareciendo una buena idea, aunque ahora empezaba a ver las implicaciones.

Segúa dándole vueltas cuando me pasé por la guardería para ver a K2. Tan pronto como entré, soltó un gritito y se empujó con una patada contra el mamparo, apuntando directamente a mi sección central. Me preparé para el impacto, pero agarró una anilla del suelo justo antes de alcanzarme y sólo sentí un ligero golpecito en el estómago.

— Estoy
practicando
—dijo con orgullo.

—Vaya que sí. —Miré alrededor buscando a Bisbita.


Ta
visitando a Agachadiza —dijo K2.

Me leía, y lo hacía mejor que Agachadiza. Unos cuantos minutos más tarde, cuando estábamos enezarzados sobre la cubierta, dijo:

—Ya vuelve.

Me quedé mirándolo.

—¿Cómo lo sabes?

Hizo una O con la boca y sus ojos se abrieron. Era un secreto que se suponía que yo no debía conocer, aunque tenía la sensación de que en realidad no debía saberlo nadie, desde luego no los miembros de la vieja tripulación. ¿Eran sólo los niños? ¿O todos los miembros de la nueva tripulación? Julda no me lo había contado, pero quizá le preocupaba que el Capitán pudiera sonsacármelo.

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