Habían instalado a Nikola Ulinov en un cuchitril como el suyo al otro lado del amplio salón. Ruth consiguió llegar tan lejos sólo porque había descansado y porque se apoyaba en las paredes como una anciana. Menos de una de cada cinco lámparas decorativas estaban encendidas, y la alfombra estaba recogida para que las sillas de ruedas y las camillas pasaran sin dificultades. Ruth podría haberse sentado en el suelo de madera sin barnizar para recuperarse antes de entrar, pero no quería que la sorprendieran y la enviaran de vuelta a la cama.
Necesitaba sin falta un amigo.
Él estaba allí, apoyado en lo que parecían unos cojines de sofá, leyendo un fajo de papeles. Estaba solo. Ruth esperaba encontrar a Kendricks de visita, o a otro miembro del consejo, pero no le importaba lo que quisieran de Ulinov. En aquel momento no.
Él bajó la mirada hasta las piernas desnudas de Ruth y se detuvo en la parte delantera de la camiseta. Ella se alegró. Ruth era demasiado consciente de la rigidez de su brazo izquierdo, que le colgaba del hombro, como si fuera una estatua de mármol. Ulinov tenía la pierna levantada, sujeta por la rodilla y el pie. Vaya par.
—Camarada —dijo ella. Era una vieja broma entre ellos.
—Siéntate... La cara... Estás blanca.
Maravilloso.
—Camarada, ¿puedo acurrucarme contigo?
—No hay espacio... —Su pecho viril, con una fea camiseta interior de color caqui, ocupaba casi toda la estrecha cama.
—Tengo mucho frío.
Un hombre gruñó en la otra mitad de la habitación, apenas separado de ellos por la pared divisoria de contrachapado. A Ruth no le importaba, podía estar callada. En realidad lo único que quería era acostarse a su lado, que la abrazaran. Ninguno de ellos tenía fuerzas para mucho más. Una palabra tierna. Una caricia.
Ella se apartó de la pared impulsándose y fue a su lado.
Ulinov miró su montón de papeles y lo dejó al lado de su pierna. Se volvió hacia ella de nuevo para decir algo y Ruth se inclinó, con la mirada fija en la boca de Ulinov, sintiendo la primera auténtica chispa de excitación ante su propio descaro.
Él apartó la cabeza.
Ella no suplicó exactamente.
—No quieres... Uli...
—No es el momento —dijo él, con su acento ruso más pronunciado, como siempre que estaba contrariado.
—No quiero estar sola... nada más.
—Lo siento.
Fue una sorpresa. Y le dolió. Era una sorpresa demasiado enorme para asumirla. Hacía tanto tiempo que se producía aquel coqueteo vacilante entre ellos, las miradas... y por fin eran libres, ya no eran oficial y subordinado. Eran libres de hacer lo que quisieran y él no la deseaba.
¿Cómo podía haberse equivocado tanto? No era una romántica. Cuando se le dispersaba la mente, se concentraba en su trabajo. ¿Podía ser sólo imaginación suya que aquella tensión prolongada fuera mutua? Sí, habían discutido, y sí, Ulinov siempre había tenido una doble cara, o tres o cuatro, según el estado de ánimo que más le conviniera. Tal vez lo que ella consideraba un interés contenido por su parte sólo era otro truco para ganarse su obediencia.
No. Ruth le rozó el brazo, se acercó de nuevo para que el dobladillo de la camiseta se levantara y dejara al descubierto sus muslos y su ropa interior.
—Lo siento —repitió él, pero miró.
Había algo más, un motivo para rechazarla. ¿Porque la habían etiquetado de «potro rebelde» y no quería que lo relacionaran con ella? «Cobarde, estúpido cobarde, podríamos haberlo pasado genial juntos.» Pero no lo dijo. Aquel campamento armado que era Leadville, aquel laberinto de intimidaciones y engaños, era demasiado complejo para que uno quemara sus naves.
Tal vez lo necesitara más adelante, así que reprimió su rabia y su vergüenza. Forzó una sonrisa.
—De acuerdo —dijo.
Nada más en la Tierra era como Ruth lo había imaginado, ni siquiera James. Cuando se conocieron, al día siguiente, al principio lo confundió con otro político. Tenía el recuerdo de unas gafas gruesas de fanático de la tecnología y una barriga, pero se había sometido a cirugía láser dos años antes y ya no estaba gordo.
Tenía buen aspecto, con las mejillas altas y compactas y la barba bien recortada. Al parecer utilizaba el mismo mecanismo para cortarse el pelo castaño en punta. Como mínimo era un indicador de la mentalidad de rata de laboratorio, la eficiencia está por encima de las apariencias. Los dos centímetros y medio de barba y aquel pelo le daban un aire de sensatez, reforzado por un sencillo jersey de color beige. Él había cultivado esa imagen, modesta, inofensiva.
James Hollister se había convertido en un político en todos los sentidos de la palabra. Era el director general de los equipos de nanotecnología y el contacto con el consejo presidencial. Controlaba a treinta y ocho genios de trato difícil, acallaba sus polémicas, hacía respetar la rotación de los equipos, y entre tanto defendía sus intereses por encima de cualquier otro problema al que se enfrentara Leadville sin irritar en exceso a los gerifaltes.
Caminaba por todas aquellas cuerdas flojas con seguridad.
A Ruth le atrajo su porte antes de saber la mayoría de esas cosas. También ella era muy diferente de como se había imaginado a sí misma, más sola, más necesitada; pero la relación padre-hija estaba demasiado presente en su cabeza. Hacía muchos meses que se apoyaba en James, acudía a la radio en busca de su orientación y sus elogios.
El mero hecho de recibir un abrazo fue maravilloso. Olía a limpio. Ella debió de quedarse así lo bastante para incomodarlo, luego balbuceó las palabras que había reprimido ante Kendricks.
—¡Ahí fuera hay una guerra! ¿Cómo... qué está pasando?
Sin embargo, James no quería hablar en serio. Otro cambio. Hasta aquel momento toda su relación no habían sido más que hipótesis y grandes ideas. Murmuró frases agradables:
—Vuestro piloto ha estado increíble, hablan de hacerle una placa o algo así. —Se tiró de la oreja, le hizo un gesto para que no dijera nada y se encogió de hombros. Ruth se tragó sus preguntas.
Tal vez los escuchaban.
La soltaron al día siguiente por la mañana con un cuarto de botella lleno de suplementos de calcio y un puñado de aspirinas. La había explorado un ginecólogo, había sido atacada por un dentista que hizo que le sangraran las encías, y un optometrista le había examinado brevemente la vista. Y necesitaban su cama. Acababa de llegar un grupo de soldados con heridas de bala y el peculiar sarpullido subcutáneo causado por las infecciones de los nanos.
El comandante Hernández en persona escoltó a Ruth al salir a la vasta luz nítida del aire libre, junto con James y por lo menos nueve soldados en tres todoterrenos. James parecía conocer bien a Hernández. Le preguntó por alguien llamado Liz, y Ruth se alegró. Pensó que los dos se parecían mucho. Seguros, metódicos.
Era bueno saber que todavía quedaba buena gente.
Sin embargo, resultaba extravagante oírles hablar de trivialidades mientras los todoterrenos traqueteaban hacia el sur por calles de barrios residenciales.
—Ven esta noche a tomar algo —le dijo James—. Y trae a tu mujer. Seguro que puedo ofreceros un poco más de ese zumo si tienes una o dos latas más de sardinas.
—Sabes que si lo encuentro, tendré que confiscarlo —dijo Hernández, y miró atrás, a su guardaespaldas.
—No sea tan duro, comandante.
El optometrista le había dado unas gafas de sol, unas gigantes de aviador que se puso enseguida cuando James la sacó en la silla de ruedas. La luz del sol hacía que le escocieran los ojos, apagaba los colores, quemaba el contorno de las altas cimas blancas de la montaña.
Ruth lo miraba todo.
Los residentes originales habían hecho todo lo posible por ayudar a la masa de refugiados, los habían alojado en salones, cobertizos y garajes, en campamentos, tiendas y remolques de caballos. Estaba claro que los lugareños no eran gente de ciudad. Todo el mundo tenía ropa de abrigo y equipo de acampada y, durante un tiempo, había sido suficiente. La mayoría de la población desplazada acabó en las montañas al este de Leadville, pero Ruth aún veía los resultados de la determinación y generosidad de aquella gente. Terrenos abiertos y jardines seguían llenos de cobertizos improvisados. Sin embargo, vio a muy poca gente. ¿Por qué? Apenas podía haber trabajos, algún lugar adonde ir...
Llegaron a un punto de control, un muro bajo de coches amontonados en la calle, dos ametralladoras y un destacamento de soldados. Luego salieron a una pequeña carretera que constituía la frontera en el sur de Leadville.
James y Hernández enmudecieron. Ruth se encorvó. Ya le habían disparado una vez, y Hernández no había llevado dos todoterrenos adicionales sólo para impresionarla.
Miles de personas trabajaban en la larga ladera que se elevaba fuera de la ciudad, estaban haciendo terrazas. ¿Para construir casas? Ruth no le encontraba sentido. Otros cientos de personas obstruían la carretera, caminaban en ambas direcciones, como un estrambótico peregrinaje, transportaban carretillas y carros a pulso. Ya no quedaban caballos. De hecho no había visto ningún animal, excepto un pájaro, tal vez un halcón, que planeaba muy por encima de sus cabezas.
El todoterreno de delante no paraba de hacer sonar el claxon. Sin embargo, algunas de las cargas pesaban mucho, sus portadores tardaban en retirarlas y los tres vehículos sólo conseguían recorrer quince o veinte kilómetros por hora, en zigzag y frenando. Ruth vio gente con cajas y mochilas, con carros de la compra.
Transportaban heces.
Entonces lo entendió, pero era más fácil girar la cabeza hacia James que enfrentarse a la envidia y la esperanza entumecida de aquellos desconocidos mugrientos.
—¿Qué hacen?
—Aquí el suelo es horrible, sobre todo arriba, fuera del valle. Tierra dura y rocas.
—Pero el lecho del río está... ¿a un kilómetro, kilómetro y medio de aquí?
Él se limitó a asentir. Pasados cien metros salieron de la carretera. Otro punto de control. Luego siguieron una carretera que subía la montaña. Ruth contempló los trabajos en la ladera y se preguntó cómo iban a regar esas terrazas para cultivos que estaban construyendo. Seguro que no iba a ser a mano, cubo a cubo.
El espacio y los recursos dedicados a los laboratorios de nanotecnología eran mejores de lo que se temía. El Instituto Timberline, una pequeña escuela de estudios medioambientales que a menudo utilizaba el campo como aula, era igual de grande que el hotel y parecía un chalet suizo. Sólidas paredes blancas, ventanas altas con marco de madera oscura, vigas pesadas que sobresalían por debajo de un techo lo bastante inclinado para evitar que se acumulara la nieve.
El patio era un revoltijo de caravanas, remolques y cobertizos de aluminio, pero aquel caos parecía innecesario, ya que el edificio de varias plantas podía alojar sin problema a treinta y ocho científicos, sus cincuenta y cuatro familiares, y por lo menos a la mayor parte del destacamento de seguridad, pero los soldados vivían fuera, incluso Hernández. Era una decisión táctica: interponerse entre los científicos y cualquier amenaza potencial. Por toda la ladera había bobinas de cable y trincheras.
Cuando el todoterreno se detuvo, el comandante Hernández le ofreció la mano a Ruth y la ayudó a salir. Había llevado una silla de ruedas plegable que parecía más nueva y mejor acolchada que el armazón pesado y rígido que había estado usando.
—Gracias —dijo ella.
Él sonrió por primera vez antes de volverse hacia sus hombres.
James llevó a Ruth adentro, donde le había conseguido una habitación en la planta baja. Era casi del mismo blanco que su laboratorio a bordo de la EEI. Las vistas daban al caótico patio. Desvió la mirada hacia un rectángulo oscuro que había en la pared adyacente a la ventana, donde había estado colgada durante años una pizarra o un cuadro. El mobiliario era prácticamente inexistente, un colchón en el suelo con dos estanterías de metal a modo de armario. Todo lo demás se había utilizado para hacer leña.
—¿Tienes ganas de hacer una visita? —le dijo James.
—Estoy hecha polvo. Sé que es una tontería. —El aire fresco le había sentado bien, pero su aprensión le había mermado las fuerzas. Ruth lo miró a los ojos y le hizo un gesto para que no dijera nada.
James asintió. Sí.
—Deberías tomar un poco el sol —le dijo—. Tu cuerpo necesita vitamina D.
Ella sólo quería echar un sueñecito, que escucharan su respiración si querían. Pero estaba desesperada por obtener respuestas y no sabía cuándo volvería a tener la oportunidad de estar a solas con él.
—De acuerdo. Sí.
James se fue. ¿A pedir permiso? ¿No se trataba de escabullirse juntos y encontrar un rincón tranquilo? Ruth dio una palmadita en el petate que llevaba en el regazo, con los pocos efectos personales que había recuperado de la
Endeavour
y la ropa razonablemente limpia de otra persona. Allí no tenía la comodidad que necesitaba.
James volvió con otra silla de ruedas, no tan acolchada como la nueva. No sólo sospechaba que hubiera micrófonos ocultos en la habitación. También sospechaba de la silla. Ella estuvo a punto de gritar. Casi les echa un rapapolvo. Pero James lo vio en su rostro. Abrió los ojos de par en par y extendió las manos como si fuera a atraparla.
Ruth se quedó callada, justo como había hecho con Ulinov.
El patio parecía un lugar peligroso para hablar, repleto de soldados ociosos. Demasiadas cabezas se volvieron para mirar cuando James la llevó por el camino de cemento, inclinado cerca de su oído.
—No sé si un micrófono direccional podría captar nuestras voces aquí —dijo—, ni siquiera si disponen de algo así, pero vamos a hacerlo rápido.
—No te fías de Hernández.
—Creo que daría su vida por protegernos.
—Pero entonces... has cambiado las sillas.
—No sabemos dónde la consiguió ni quién la tuvo antes que él. Además, hay demasiada gente del servicio de inteligencia sin trabajo intentando ser útil.
Pasaron por una caravana Winnebago, un soldado con el torso desnudo se arreglaba una manga, un joven lugarteniente fruncía el ceño ante un tablón de anuncios.
—Confío en él —dijo James—. De verdad. Pero no es realista esperar que oculte información a sus superiores o que no colabore con ellos.
«Según esa lógica yo ni siquiera debería confiar en ti.»
—Debes tener cuidado con cómo actúas y lo que dices. Sé que te gusta provocar. No lo hagas aquí.