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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (27 page)

BOOK: La Plaga
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Kendricks tendría su mundo, la paz, un pueblo.

Aiko estuvo a punto de echarlo todo a perder, dando un grito en el patio.

—¡Ruth! Eh, Ruth, no te han seleccionado, ¿verdad?

Debería haber sabido que habría una multitud. No había mucho que ver, dos todoterrenos y un camión, algunos uniformes distintos, pero allí los días eran especialmente monótonos para las familias de los científicos. Aquella gente eran los afortunados, bien alimentados, protegidos, y se peleaban por las pocas tareas disponibles: arreglar el jardín, hacer la colada, buscar agua.

El confinamiento había sido más duro para los siete niños. A los cincuenta y cuatro civiles sólo les estaba permitido entrar en sus habitaciones, el gimnasio, la cafetería y estar al aire libre sobre metro y medio de acera y suciedad. Ruth suponía que más de la mitad se había reunido junto al edificio, así como una docena de técnicos. Mierda.

—¡Espera! —gritó Aiko—. ¡Eh, Ruth, espera!

Dejó de avanzar entre la multitud sólo para que Aiko cerrara la boca. Era mediodía, el sol caía sobre los camiones militares y los hombres de caqui. Los espectadores se amontonaban en una franja de sombra bajo las alas del edificio.

Aiko la alcanzó, pero dio un paso demasiado cerca.

—Te lo dije, ¿verdad? Te lo dije. —Parecía haber olvidado su enfado, le brillaban los ojos de la emoción—. ¿Vas a ir?

—¿Con este brazo? ¿Cómo iba a entrar en un traje de contención? —Ruth movió su brazo escayolado en el cabestrillo.

—Entonces ¿qué llevas en esa bolsa?

—Archivos y un portátil. —Eso era cierto. «Dale algo jugoso»—. D. J. se puso neurótico y se dejó los diagnósticos arriba, así que tengo que hacer de correo. James quiere asegurarse de que de verdad lo tiene todo antes de partir.

Aquello casi tenía sentido, y a Aiko le encantó.

—Vaya mierda de misión. ¿Sabes quiénes son los demás perdedores?

—Te lo diré más tarde —dijo Ruth, y se apartó de la zona en sombra. No miró atrás.

Deberían haber esperado a la comida. Con todo el mundo en la cafetería, habría habido pocos testigos, y Ruth volvía a tener hambre, siempre le pasaba después de picar algo. Debería haber sido una preocupación sin importancia, pero no podía evitarlo. ¿Iba a tener que perderse una comida?

Por desgracia, James no controlaba el horario.

Él sólo podía controlar la situación hasta donde llegaba su autoridad. La expedición incluiría a tres técnicos, y Kendricks había ido de visita por la mañana en parte para confirmar los nombres. El consejo no tenía motivos para fiarse sin más de aquel tal Sawyer. Era un desconocido, se negaba a decirles la ubicación de su laboratorio hasta que hubieran ido a buscarlo, y no podían esperar que los soldados supieran ver todo lo que era importante en sus ordenadores y demás aparatos. El dilema era a quién enviar. Era impensable arriesgar a los mejores y más brillantes, pero enviar a un ayudante de bajo nivel o a unos inútiles implicaba un riesgo de otro tipo. Podrían dejarse algo.

James había regateado con Kendricks quién era prescindible y quién podía hacer el trabajo. Llegó a un acuerdo con el senador, y luego preparó unas instrucciones totalmente distintas.

—Goldman, compruébelo. —Las órdenes del capitán ya estaban bien dobladas, perfectamente dobladas, y se guardó la hoja en el bolsillo de la camisa—. ¿Dónde estaba, señora? Vamos a llegar tarde.

—Lo siento. —Esperaba salir rápido y evitar al comandante Hernández. El jefe de seguridad podría preguntarse por qué habían incluido a uno de los principales cerebros de Timberline e insistir en hacer una llamada aunque ella estuviera en la lista—. ¿Puede ayudarme a subir?

La caja del camión le llegaba a la altura del pecho. Tres hombres que estaban en la trasera enseguida se adelantaron, agarraron su maleta y le tendieron la mano, pero Ruth sólo tenía un brazo.

Sus uniformes estaban más nuevos y limpios que los que había visto hasta entonces, y eran de camuflaje, en vez del verde militar del destacamento de seguridad de Timberline. Se había enterado de que Hernández y los demás eran marines. Aquellos hombres formaban parte de las fuerzas especiales del ejército.

El capitán se agachó y juntó las manos a la altura de la rodilla, con las palmas hacia arriba para ofrecer un escalón a Ruth. Al erguirse, Ruth movió la escayola con la gracia de un pelele. No esperaba que la levantara, pero el oficial lo hizo sin problemas. Se habría caído si los soldados del camión no la hubieran agarrado por el brazo sano.

—Bueno, lo hemos conseguido. —El más cercano esbozó una leve sonrisa sincera, como cuando un hombre conoce a una chica.

No importaba probablemente que aquel príncipe azul lanzara la misma mirada a toda mujer mayor de diecisiete años. Ruth vio una oportunidad. No se le ocurrió nada inteligente que decir, pero daba igual. Un «sois realmente fuertes» o «gracias, chicos» serviría para iniciar una amistad. Calculadora, le devolvió la sonrisa, pero oyó una voz conocida por detrás...

El comandante Hernández.

—¿Lo tenemos todo, capitán?

—Señor.

Ella le dio un empujón al príncipe azul, movida por una punzada de pánico, pero las zapatillas de deporte y los pantalones vaqueros llamaban la atención entre las botas y la tela de camuflaje.

—Doctora Goldman —dijo Hernández.

Ella pensó en la historia que le había contado a Aiko, que sólo iba al aeropuerto y volvía. Sin embargo, el capitán acababa de comprobar su nombre en las instrucciones. Era difícil utilizar esa mentira con él, y además tenía la mente en blanco.

—Tenemos que llegar a California antes del atardecer —dijo Hernández, que alzó la vista hacia ella—, y nadie quiere esperar un día más. Espero que sepa trabajar en equipo a partir de ahora, ¿entendido?

Ruth asintió sin decir palabra y resopló.

Tenían pensado hacer lo que los del río White no habían hecho: evitar que Sawyer y su trabajo llegara hasta el consejo. Pretendían desviarse al norte, hacia Canadá, desarrollar el nano vacuna y luego extenderlo por todas partes.

Habría sido imposible que James realizara aquel juego de engaños solo. No tenía influencia alguna en el mando militar, y tres científicos no podrían vencer o escapar a una escolta de tropas de elite.

Parte o la mayoría de la escolta estaba de su lado.

James no estaba solo. Tampoco era el jefe de la conspiración. James sólo lo había insinuado y no había osado escribir ni un nombre en un papel, no había habido ningún nombre, aunque Ruth creía que debía de ser uno de los generales de más alto rango si esa persona podía cambiar las unidades a su conveniencia. A primera vista era raro que un militar se opusiera a las acciones del consejo, pero Ruth sospechaba que los militares de carrera tenían una ética muy parecida a la de los expertos en nanotecnología.

Cuando se ostenta mucho poder se tiene también una gran responsabilidad, y las mil seiscientas personas asesinadas en el río White eran compatriotas, norteamericanos, o podrían haber vuelto a serlo algún día. Pronto.

21

Ruth estuvo sentada en silencio durante el breve trayecto, cabizbaja, con la boca cerrada. Por suerte, sólo se podía mantener una conversación a gritos. El enorme camión no tenía amortiguadores y todo traqueteaba. Los bancos de tablillas de madera en la trasera se clavaban o te daban golpetazos cada vez que las ruedas topaban con el más mínimo bache, así que dejó que el rugido grave del motor le llenara la cabeza.

El aeropuerto regional era un escenario denso y complejo, la breve pista de aterrizaje estaba rodeada de enormes aviones comerciales y otros más pequeños. Esperando en el asfalto había una avioneta Cessna monomotor, de blanco y beige civil, y un C-130, un avión de carga mucho más grande, pintado de caqui.

Aparcaron debajo de la cola de casto del
Hércules
, pero podrían haber llegado hasta las compuertas. La parte trasera del avión estaba abierta. Salió una rampa de carga. Había un todoterreno, un camión de plataforma y una excavadora en fila dentro de la bodega.

Ruth no vio más soldados a la espera de unirse a ellos, así que en total la expedición sería de menos de veinte personas. Era la única mujer.

Hernández, el oficial de rango superior, envió a cinco miembros de las fuerzas especiales y un piloto de las fuerzas aéreas a la avioneta, luego apremió a los demás a entrar en el C-130. ¿Estaba intentando respetar el horario o, como a Ruth, le daba miedo que una voz por radio cancelara su misión antes de estar en el aire?

Sus compañeros técnicos eran Dhanumjaya Julakanti, más conocido como D. J., y Todd Brayton, ambos del equipo de desarrollo del cazador asesino. Los dos habían colaborado en el diseño del método de discriminación.

Recibió la confirmación que necesitaba de sus ojos y de un gesto de D. J., pero no se podía hablar. Hernández insistió en que se sentaran todos juntos cerca de la cabina. La excavadora, el camión y el todoterreno estaban sujetos a la cubierta, pero si algo se soltaba durante el despegue, descendería hacia la cola. Era más prudente ir delante.

Ella sintió otra punzada de pánico cuando el avión se elevó hacia el cielo. El interior era un largo bidón de luz tenue. No había ventanillas. Se parecía demasiado a la
Endeavour
. Incluso era peor, los asientos estaban situados a lo largo de los márgenes de la cubierta, de cara a la pared de enfrente en vez de hacia la parte delantera, de manera que la fuerza de la gravedad empujaba sus estómagos.

Por fin recuperaron el equilibrio. Siempre educado, el comandante Hernández se desabrochó el cinturón y se arrodilló ante los tres técnicos. Ruth examinó su rostro con detenimiento, atenta a un guiño, un indicio de algún tipo.

—Sé que todo esto parece improvisado —dijo—, pero están en buenas manos. No quiero que se preocupen por nada más que su trabajo, ¿de acuerdo?

Hernández y cuatro marines habían sido asignados para la expedición como guardaespaldas personales, además de los siete hombres del equipo de las fuerzas especiales y tres pilotos de las fuerzas aéreas. Hernández soltó una sarta de presentaciones, tuvo el cuidado de incluir a los soldados del otro avión. Ruth advirtió que en el grupo elegido a dedo todos eran suboficiales, sargentos y cabos, aparte del comandante Hernández y el capitán de las fuerzas especiales. Un teniente coronel dirigía el trío de pilotos.

—Me parece que le falta algo de personal —comentó D. J.

—No tiene sentido desperdiciar trajes —le dijo Hernández—, ni aire, ni combustible de aviación. Y allí no habrá nadie más, si eso es lo que le preocupa.

«No —pensó Ruth—. Seguro que no después de arrasar el río White.» Ninguna de las pocas regiones que aún podían conseguir hacer despegar un avión se atrevería.

La avioneta volaba por delante del C-130 porque necesitaba menos espacio para aterrizar que un avión de carga. Si era necesario, los hombres a bordo de la avioneta podían hacer todo lo posible por marcar mejor la zona de aterrizaje.

Tras un vuelo de dos horas y cuarto, el C-130 aún tendría combustible para volar en círculos o incluso volver a Leadville en el peor de los casos, pero les esperaba un tramo de carretera suficiente para aterrizar. Las fotografías por satélite, y las conversaciones con los californianos, confirmaban que había un tramo casi recto de setecientos metros a lo largo de la planicie en la cima de la montaña.

—Será complicado aterrizar si el laboratorio de ese tipo estaba en una ciudad —dijo Hernández—, pero el C-130 es uno de los aviones más resistentes que se han construido jamás. Podemos meternos en un campo de patatas si hace falta y luego despegar.

D. J. frunció el ceño, mirando la excavadora e hizo el amago de decir algo.

—Lo tenemos todo cubierto —les garantizó Hernández—. Estemos aquí o allá, estamos en casa.

«Casa». Mierda. Ahí estaba la clave que quería.

El comandante Hernández seguía siendo leal al consejo.

—Son las fuerzas especiales —dijo Ruth—. Piénsalo.

D. J. meneó la cabeza.

—James y Hernández son amigos.

Ella sacudió la cabeza.

—Eso no significa nada. James intenta llevarse bien con todo el mundo.

La discreción no era un problema. El C-130 podía acoger a casi cien soldados, y los vehículos formaban una pared baja e irregular en medio de la cubierta. Ruth había encendido el portátil y empezado a discutir los esquemas con D. J., que lo comprendió e hizo algunos comentarios en voz alta. Pasado un minuto, ella se disculpó con Hernández y se fue con D. J. y Todd. Aún estaban a la vista de los soldados, pero envueltos por el ruido del motor, que era atronador en la zona de las alas.

—Yo te diré lo que no significa «nada». Una palabra. —D. J. no tenía un aire despectivo, pero sus labios gruesos dibujaban una perfecta sonrisa condescendiente—. Ha dicho «casa» como podía haber dicho cualquier cosa.

—Lo habría dicho de otro modo si estuviera de nuestra parte.

—No creo que significara nada.

Dhanumjaya Julakanti tenía las cejas saltonas, un hoyuelo en la barbilla y una tendencia a vocalizar en exceso, sobre todo las palabras «yo, mí, me». Algunas personas no veían que su fuerte personalidad o su coeficiente intelectual, una clásica combinación, y confundían el engreimiento con la capacidad de liderazgo... aunque bien sabía que ella tampoco era la personificación de la Humildad. Ruth reconocía su terca obsesión por tener razón cuando veía algo con claridad.

Todd Brayton no era de gran ayuda. Joven, tal vez veinticinco años, rubio de ojos castaños. Era inquieto, demasiado callado, más nervioso que Ruth y D. J. juntos. Al conocerse una semana antes, ella intentó no mirarle las cicatrices de las ampollas. Todd lo ponía difícil. Se tocaba la mancha de la nariz con frecuencia, y no paraba de juguetear con sus dedos quemados. Había sido uno de los últimos técnicos en salir del NORAD, y Ruth admiraba su voluntad de enfrentarse a la plaga de nuevo. Sí, llevaban trajes, pero la exposición a los nanos para él era una pesadilla más real.

Todd era el más valiente.

Sin embargo, parecía haber llegado ya al límite, que ya no tenía nada que ofrecer al exterior.

—Mira. —Ruth se esforzaba por mantener un tono amable, algo imposible, al hablar a gritos por encima del ruido del motor—. Hernández habría preferido tener toda una sección de sus hombres. No hay motivo para enviar un grupo mixto a no ser que nuestro hombre viniera de otra unidad. Y Hernández se ha asegurado de dominar la bodega mientras él esté dentro, siete contra cinco.

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