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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (42 page)

BOOK: La Plaga
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Ruth Goldman estaba en el balcón de una oficina en la segunda planta, animando de forma impulsiva el ascenso al cielo de la bolsa blanca.

—Eh...

Sin embargo, la bolsa descendió y quedó atrapada en un aparato de aire acondicionado que había en una azotea. Apartó la mirada, intentaba aferrarse a la euforia que la danza aleatoria de la bolsa había despertado en ella. Era irracional, sí, tener una reacción tan fuerte por un pedazo de basura, pero sólo por haber traído vida a aquella zona baldía se había convertido en hermana suya.

Sus esperanzas eran frágiles y desesperadas al mismo tiempo.

—Estamos listos —dijo Cam por detrás, en la puerta que ella había dejado abierta. Ruth asintió, vacilante mientras intentaba controlar sus emociones, y Cam salió. Ella pensó que iba a decir algo más, pero se limitó a unirse a ella en la barandilla y mirar la ancha calle.

Ruth deseaba poder verle la cara. Le habría gustado compartir una sonrisa. Formaban un buen equipo, los dos con el brazo izquierdo en cabestrillo, pero también llevaban capuchas, máscaras, gafas y guantes idénticos.

Los cinco llevaban expuestos a la plaga treinta y tres horas, y tenían una ventaja que Leadville no podía compensar, la capacidad de esperar.

El capitán Young pensaba que los de Leadville estaban lejos de haber agotado todos los trajes de contención, las botellas de aire y el combustible de aviación, pero el precio de la caza había aumentado demasiado y los últimos aviones habían salido la tarde anterior.

Habían ganado. El nano vacuna funcionaba. A Ruth no le cabía duda de que se podía mejorar, aunque el prototipo funcionaba a un nivel que superaba los requisitos mínimos. Los aparatos de fabricación de Freedman y Sawyer podrían estar mejor calibrados de lo que ella suponía, o tal vez sólo era que, por una vez, las cartas habían jugado a su favor y habían construido el nano correctamente en el primer intento.

De vez en cuando sentían un dolor, sobre todo después de comer. Cada bocado de melocotones enlatados o sopa concentrada introducía Arcos en sus organismos. Sin embargo, de momento nadie había sufrido más que incomodidades internas o un ligero picor bajo la piel. Si se encontraban por casualidad con un gran enjambre de Arcos, Ruth sospechaba que sufrirían heridas graves antes de que los anticuerpos respondieran, pero el hecho era que se podían mover con libertad en un entorno en el que su enemigo estaba limitado.

Habían ganado. Podían esperar.

Young los avisó de que Leadville iba a ser un problema constante. Enviarían aviones de vigilancia. Leadville aún controlaba un satélite de imágenes térmicas que pasaba por encima de su zona dos veces cada tarde, y a cielo descubierto serían relativamente fáciles de localizar, dada la ausencia absoluta de otros animales o fuentes de calor industrial.

Aun así, podían esperar. Podían esconderse. Y sus probabilidades mejorarían a medida que pasaran los días, cuando se alejaran a pie de Sacramento y la zona de búsqueda se expandiera.

Al otro lado de la calle, la bolsa se liberó del aparato de aire acondicionado y cayó en el techo de una tienda de repuestos de automóvil. Entusiasmada como una niña, Ruth tarareó para sí. En el borde del edificio, la bolsa cayó y descendió hacia la entrada de mercancías, donde tres esqueletos se apiñaban contra una valla de tela metálica.

Unas extrañas vetas negras se erizaban en el asfalto, se enredaban en un hueso de tobillo, se elevaban por la pared y desaparecían en los márgenes de la entrada de mercancías. Arañas. A los insectos les volvía locos algo del interior de la tienda, un componente químico o una goma.

El día anterior a última hora, cuando buscaban comida y ropa, habían evitado sin cesar nidos de arañas, y Newcombe abrió la puerta de un apartamento y vio una masa marrón de termitas. Las moscas los acosaban hasta que empezaba a refrescar, y al caer la noche Cam sugirió que aquella oficina en una segunda planta sería un lugar seguro donde dormir. El edificio era de ladrillo y tenía escaleras en los dos extremos, por si tenían que salir corriendo.

Los insectos serían otra amenaza constante, como los peligros de las carreteras, con escombros esparcidos, corrimientos de tierra, y el tiempo.

Habían ganado, pero aún les quedaba mucho por recorrer.

La distancia entre Ruth y sus compañeros también parecía mucho mayor de lo que era. Miró a los lados, de nuevo consciente de ese deseo de compartir. Era raro ser desconocidos. Compartían la misma sangre, y a ella le costaría mucho tiempo olvidar el sabor cálido y metálico de la sangre de Cam. Aun así, habían estado demasiado ocupados buscando comida, echando cabezaditas y manteniéndose activos para hablar de otra cosa que no fueran sus planes inmediatos.

Eso iba a cambiar. Tendrían tiempo de conocerse mejor cuando viajaran, pero era incómodo e incorrecto que pudieran sentir vergüenza entre ellos a esas alturas.

—Yo... —dijo ella, y cuando Cam se dio la vuelta bajó la cabeza hizo un gesto para indicar que no era nada—. ¿De verdad Young quiere que nos separemos?

Dentro del espacio de la oficina, los demás hombres estaban de pie. Tanto Young como Newcombe llevaban mochilas ligeras. Por suerte no había mucho que cargar, las muestras de nanotecnología, armas, dos radios, baterías y objetos pequeños como cerillas y abrelatas. Encontrarían comida en el camino y dormirían entre los muertos.

Cam dijo:

—A nadie le gusta. —Se encogió de hombros—. Pero parece muy lógico.

—Sí.

Si localizaban a alguien, los otros podrían continuar. Leadville enviaría soldados a capturarlos en vez de rociar todo el valle con el nano copo de nieve. Su vacuna sólo les protegía de la plaga Arcos. Sin embargo, Leadville no los rociaría de forma indiscriminada: sería una tontería matar a Ruth y los demás sin saber con exactitud dónde encontrar sus cuerpos para recuperar las extraordinarias máquinas de su interior.

«Me alegra no tener que despedirme de tí», pensó Ruth.

La división en grupos de dos y de tres era obvia. Ruth y Todd tenían que separarse para que hubiera más posibilidades de que un experto en nanotecnología se salvara. Young y Newcombe también se dividirían, ambos ejercerían de guardaespaldas, y como Cam y Ruth estaban impedidos, por la mano y el brazo, lo lógico era juntarlos.

El entrenamiento de los soldados y la dilatada experiencia de Cam en ese mundo les daban ventaja, una buena ventaja, y Ruth no pensó que estuviera loca por sentirse optimista.

Sería una lucha cuesta arriba, irían a pie desde allí a las alturas y luego continuarían de cima en cima para llevar la inmunidad a los supervivientes esparcidos por aquí y allá. Sabían bien que algunos de ellos también serían un peligro, estarían demasiado hambrientos o heridos para entender por qué o cómo habían llegado ellos. Otros los ayudarían, tal vez la mayoría, se dispersarían en todas direcciones y ganarían las zonas bajas entre la costa y la Divisoria Continental, y algún días más allá...

Y si tenían éxito, si volvían a tener paz, ¿quién sabía qué podían aportar la tecnología Arcos y todo lo que habían aprendido?

En poco tiempo ella podría recomponer a Cam, y curar las quemaduras y heridas internas de todos los supervivientes.

Tal vez encontrara la inmortalidad que Freedman anhelaba.

Ruth se volvió de nuevo y sonrió, aunque Cam no le veía la parte inferior del rostro. Ella sabía que su sonrisa se notaría en sus ojos y su voz.

—Supongo que ésta es la parte fácil.

—Un paseo —dijo Cam.

—Por supuesto.

Primero fueron hacia el norte, por las sierras de California.

Agradecimientos

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Ante todo me gustaría dar las gracias a mi mejor amiga, Diana (además tuvo la gentileza de casarse conmigo hace unos años). Sin su paciencia y apoyo, este libro no existiría.

También me gustaría mostrar mi agradecimiento a mi padre, Gus Carlson, ingeniero, ex jefe de departamento en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, y un tipo muy inteligente. Ha sido un gran consejero en mi investigación y en la selección de las ideas aquí expuestas, no sólo respecto de la nanotecnología que aparece en
El año de la plaga
, sino también por muchos de los conceptos que utilizo en otras historias.

Mis agradecimientos también a mi brillante e incansable editora, Anne Sowards, y a Ginjer Buchanan, Susan Allison, y todos lo que han sido tan amables en Penguin USA. También me quito el sombrero ante mi agente, Donald Maass, y ante Cameron y Stephen, de su oficina.

Hay más gente que merece una mención por su contribución y amistad: Patti Kelly y Ute Kelley, mis dos superabuelas; Meghan Mahler por sus mapas; Peter Kelley por su increíble trabajo en mi rincón en internet, www.jverse.com; Derek, Troy y Darren por el esquí y, por supuesto, Steve y Naomi.

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