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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (34 page)

BOOK: La Plaga
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La dieta de Cam había sido tan limitada durante tanto tiempo que se había debilitado mucho y por lo general estaba constipado, pero los antibióticos le habían irritado el intestino. Poco después de despegar había tenido dos defecaciones muy sueltas y espantosas, luego rezó para que su cuerpo ya se hubiera vaciado. Cualquier situación embarazosa sería una nimiedad en comparación con lo que podía a llegar a ser aquel día, pero no quería que nadie le dirigiera la mirada con el mismo asco que empañaba sus ojos cuando miraba a Sawyer.

No quería que Ruth lo mirara así.

Sawyer dio una patada cuando los trajes empezaron a pegárseles al cuerpo durante el descenso. Se retorció con todas sus fuerzas, confuso y medio ciego dentro del casco. Hernández ordenó que el avión volviera a una altura segura, donde le desbloquearían el casco a Sawyer y le quitarían la radio del todo. Cam había sugerido que Sawyer se volvería a liar con la radio. No era necesario que la llevara. El traje amortiguaba las voces, pero lo último que necesitaban era que Sawyer se peleara con los controles de la radio en vez de centrarse en su trabajo.

—¡Eh! —Cam volvió a darle un fuerte toque en el hombro, preocupado—. ¿Te duelen los oídos? Mírame.

Sawyer giró la cabeza levemente, no hacia arriba, donde estaba Cam, sino hacia abajo, donde lo había tocado. No abrió los ojos. Su boca seguía mascando de aquella extraña manera.

—Creo que necesito ayuda. —Cam hizo una señal a los soldados para que supieran quién hablaba—. Eh. Ayuda.

Hernández levantó un brazo para indicar que lo había visto. Había estado intercambiando gestos con otro, hablando por el canal de mando, pero cambió a la frecuencia general en medio de una frase. Se dirigió a zancadas hacia Cam, con el guante aún sobre el control de radio del cinturón.

—¿Qué ocurre?

—Puede que el traje de Sawyer le esté causando problemas, por la presión.

Hernández miró a Cam a los ojos antes de agacharse para examinar a Sawyer. El comandante tenía el rostro duro, pensativo, pero se relajó levemente cuando pasó frente a él.

No podría haber expresado mejor su opinión sobre Cam con palabras. A Hernández le preocupaba que Cam fuera presa del pánico, y que se imaginara un fallo en el equipo cuando estuvieran dentro del mar de nanos. Pero la resolución y seguridad de Hernández hacían que Cam se sintiera orgulloso. Le hacían sentir más fuerte e íntegro.

Hernández apretó el brazo a Sawyer con cautela para comprobar la rigidez del traje, luego se colocó detrás de él para examinar el indicador del tubo de aire.

—Capitán —dijo Hernández—. Aquí.

Un chirrido metálico les atravesó los oídos. Cam dio un salto, oyó voces en el casco, luego caminó para mantener el equilibrio durante unos instantes antes de darse cuenta de que era el suelo el que temblaba y no sus piernas. La excavadora. «Dios...» La radio había enmudecido en el acto. Cam cerró la boca para seguir la disciplina de los demás. Intentó girar la cabeza, limitado por el traje, y volvió a arrastrar los pies al tiempo que inclinaba hacia delante el torso.

La rampa de salida estaba llena de vehículos. Al llegar al atasco, la excavadora clavó su pala de hierro debajo de un sedán de color granate y lo apartó a un lado. El coche cayó sobre otro y su techo se arrugó como un montón de papel. Luego la excavadora empujó otra vez por debajo el sedán y movió los dos vehículos a un lado. Desparramadas por detrás había esquirlas brillantes de vidrio, plástico y metal.

Hernández también había saltado. Debajo de su bigote apareció una sonrisa extraña, debió pensar que nadie la veía. Cuando se dio la vuelta se había desvanecido.

—Creo que aquí estamos bien —dijo, y se apartó de la silla de ruedas de Sawyer para dejar espacio al capitán de las fuerzas especiales.

Sawyer parpadeaba tras el visor de plexiglás, alarmado por el tremendo ruido, el chirrido del acero sobre el asfalto, el quejido grave del motor de la excavadora.

Cam se arrodilló como pudo, balanceó la cabeza de lado a lado hasta que llamó la atención de Sawyer.

—¿Cómo te encuentras? ¿Te duelen los oídos?

—El traje está bien —dijo el capitán, en un tono bajo, porque aunque Sawyer no tenía radio quizá pudiera oírlos.

—Toy cansado. —Sawyer miró a Cam, desconcertado, y con sufrimiento en la mirada, quizá lo culpaba.

—Intenta descansar. —Se puso en pie antes de que se pusiera rabioso.

La patrulla de esquí no había sido un grupo de elite, nunca se jugaban más que una pierna rota o un niño separado de sus padres. Aquellos hombres eran muy distintos. Con una gran formación y motivación, con el mundo entero en peligro... era un privilegio estar con ellos y una vergüenza haberles hecho perder el tiempo.

Hernández echó a andar y Cam dio un paso tras él y dejó a Sawyer. El comandante se dio la vuelta.

—Lo siento, señor —dijo Cam.

Hernández volvió a examinar su rostro, rápido, luego asintió.

—Pida ayuda cuando quiera, hermano. Debemos tenerlo contento.

—Lo que usted diga —dijo Cam en español.

Deseaba tanto ser uno de ellos...

26

Ruth se dio cuenta de que había acertado al no haberle confiado a Cam nada de la conspiración. Simpatizaba con Hernández. Lástima. Le gustaba. Ponía mucho empeño en su cometido, pero la fuerza de su compromiso era a la vez su mayor impedimento.

Enclaustrada en la parte trasera del todoterreno con D. J., escribía nuevos códigos y hacía anotaciones, pero Ruth logró controlar sus nervios hasta que la excavadora empezó a chocar por todas partes. Siempre había sido capaz de enfrascarse en el trabajo, y utilizar el teclado y el ratón con la mano enguantada era toda una hazaña, lo suficiente para mantenerla ocupada.

—No veo —dijo D. J., que alargó la mano para mover el portátil. Ruth chocó con su brazo cuando fue a cambiar la frecuencia de la radio.

Necesitaba oír lo que decía Hernández.

No era justo dudar de Cam en aquella situación que se le había venido encima. Ignoraba que existían dos bandos, y para él era natural apreciar los recursos y la sensación de control que Hernández había aportado a su vida.

Era un buen hombre, pero tenía heridas profundas, así que podía no creerse nada de lo que ella le contara sobre las atrocidades del gobierno de Leadville. Para él la forma más rápida de acabar con aquel desastre era volver a Colorado. Sería un campeón. En cierto modo podría considerarse íntegro de nuevo. Ruth no estaba segura de que fuera capaz de escoger otro camino, una vía que significaba otro éxodo, más esfuerzos, para que ellos fueran al norte, hacia Canadá, montaran un laboratorio e intentaran reunir aliados suficientes para resistir los inevitables asaltos de Leadville. Era esperar demasiado.

Sin embargo, la tensión y la culpa la habían mantenido despierta la mayor parte de la noche. Le dolía la cabeza por el intenso olor a plástico del traje, y le pesaba el cuerpo del cansancio, aunque se removía con energía por los nervios. Estaba incómoda e inquieta.

D. J. movió otra vez el portátil y volvió a quejarse, fue como un zumbido sordo fuera del traje de Ruth. Había captado media frase de Hernández. «... lo llevaremos al remolque». Hernández paseó la mirada hasta ella, y Cam llevó a Sawyer tras él, hacia el todoterreno.

La excavadora chocó contra otro vehículo. ¡Bang! Uno de los neumáticos del coche explotó mientras lo apartaba a un lado. El armazón metálico se clavó en el asfalto con un gemido espeluznante. No cesó hasta que el coche se tambaleó en el terraplén al que daba la rampa de salida y cayó dando tres vueltas de campana.

—Lorrey, Watts. —Hernández alzó la voz sólo ligeramente—. Vamos a levantar esta silla para meterla en la camioneta.

—Sí, señor. Iba a colocar a Sawyer en el remolque.

—De acuerdo. Vamos a moverlo. La rampa estará despejada en un minuto.

Cam se dio cuenta de que Ruth estaba atenta y levantó una mano. Ella pensó que tal vez Cam había sonreído, pero el sol se reflejaba en el visor de él y oscurecía su rostro. Ruth se dio la vuelta.

En su incertidumbre, una parte de ella en realidad quería encontrar los laboratorios desmontados del todo. Una vez tuvieran los esquemas de Sawyer, las fuerzas especiales les ordenarían despegar, y Hernández lucharía. De eso Ruth estaba segura.

Fueran cuales fueran sus posibilidades, Hernández se enfrentaría a ellos.

La ciudad parecía sólo ligeramente deteriorada. Los edificios comerciales se elevaban sobre ellos, con un peso impasible, con mil destellos de luz solar en sus cristales rotos. Si fracasaban, si los archivos y prototipos de Sawyer se habían perdido y la plaga dominaba el planeta para siempre, aquel lugar era un monumento que perviviría de alguna forma hasta que, en última instancia, la plataforma continental se desplazara en el océano Pacífico. El cemento y el acero resistirían terremotos, incendios y los cambios climáticos durante eones.

Ruth miró a su alrededor, sobrecogida por un ominoso asombro.

Todos los coches estaban orientados en una dirección, al oeste, hacia la autopista, como congelados, cada vehículo pegado al siguiente. Subieron a las aceras. Atajaron por aparcamientos, setos y vallas. Estaban llenos de siluetas en forma de postes, y la calle se había convertido en el sepulcro de cientos de personas, con harapos descoloridos sobre huesos amarillentos, mandíbulas desencajadas en gritos y dedos descarnados. Esqueletos de perros y pájaros estaban esparcidos entre los restos humanos como extraños monstruos a medio crecer.

La mortandad parecía aún peor por el contraste con los iconos más comunes de Estados Unidos. La mayoría sobrevivían intactos. Izadas en postes, atornilladas en las fachadas, estaban las estridentes vallas de Chevron, Wendy's y Donuts 24 horas.

Al principio avanzaban hacia el este muy poco a poco, el todoterreno esperaba a la camioneta blanca que los soldados habían logrado arrancar. El hombre de la excavadora trabajaba solo. Se lanzaba hacia el cúmulo de coches, siempre medio bloque o más por delante del grupo, y aún más aislado por las planchas de metal que los mecánicos de Leadville habían soldado a la cabina del operador para protegerle de las esquirlas y grandes trozos de metal que se levantaban a veces.

Con cada rugido del motor de la excavadora, cada chirrido del metal, el eco resonaba en las altas fachadas de los edificios y desaparecía en el silencio. A veces volvían desde direcciones extrañas. En ocasiones los sonidos que regresaban no se correspondían con los emitidos porque tenían un tono más alto o eran más lentos de lo que se podía esperar.

Ruth no era la única que miraba a un lado y otro.

Peligrosos ganchos y dientes cubrían su camino, capós retorcidos, guardabarros doblados, parabrisas rotos en telarañas opacas. Los escombros rechinaban bajo los neumáticos del todoterreno a medida que avanzaba y dispersaban una lluvia de cristales y trozos de hueso. Pasaban por encima de charcos de anticongelante y gasolina. Ruth dejó escapar un resoplido por la nariz, aunque sólo percibía el espeso olor de su propio sudor.

Sería terrible haber llegado hasta allí sólo para perder la vida por una chispa, con cincuenta coches en llamas a su alrededor como un dominó explosivo. La imagen la impresionó, lenguas de fuego por toda la ciudad... pero su buena fabricación impedía que la mayoría de los vehículos perdiera combustible al ser aplastados o volcados, y el hombre de la excavadora era cauteloso al colocar la pala bajo la parte inferior.

Ruth veía un patrón general en aquella devastación. La gente que había dejado sus coches para seguir a pie tras el fenomenal atasco... Era obvio que habían seguido tratando de llegar a la autopista. Todas las calaveras y brazos miraban hacia delante, como para tocarla, pero ¿por qué habían muerto tantos en grupo?

De pronto lo entendió. Y era nauseabundo. Aquellos huesos manchados, ahora inmóviles, habían sido una barrera de carne y músculos, ahora estaban doblados y amontonados en algunos sitios, resbaladizos por sus fluidos, tal vez aún se movían. Desangrados o ciegos, miles de hombres y mujeres se tambalearon a través del laberinto de coches hasta alcanzar obstáculos que no podían superar... y sus cuerpos llenaban los espacios entre los interminables vehículos...

Ruth agradeció el traje de contención. Al principio, en el avión, había sido como envolverse en una pequeña cárcel. Se le puso la piel de gallina y le picaba la tela plástica. Pero ahora la ayudaba a sentirse aislada del entorno.

Entonces supo mejor que nunca que su testaruda actitud respecto de lo que había que hacer con los nanos había sido muy válida. No cabía duda de que había acertado al ir allí. El problema era si sería lo bastante buena, lista y rápida.

Un grito en la distancia le hizo volver la cabeza, un sonido vivo, alto e irregular. ¿Un gato? No. Clavó la mirada en el colorido atasco de coches, en la fachada alta de un edificio de oficinas. ¿Era un engaño de la brisa? Entonces vio que Cam le daba una palmadita en el hombro a Sawyer. Comprendió que él había emitido ese ruido, amortiguado por el traje.

Pero ¿ese capullo se estaba lamentando o, aunque fuera cruel pensarlo, sólo se sentía frustrado por el traje, por su propio hedor y por su aislamiento al no tener radio?

Hernández y sus marines hicieron un gran trabajo identificando en los planos dónde se encontraban en cada momento... como si pudieran perderse pese a avanzar casi a paso de tortuga. Los pilotos, que se habían quedado en los aviones, trasmitieron a Colorado la frecuencia general y el canal de mando. Ruth supuso que, de ese modo, otro equipo podría beneficiarse de sus observaciones si ellos no lo lograban.

La charla constante también era una manera de superar la desolación y concentrarse en lo que estaban haciendo.

Sin embargo, también era un peligro. No pensaba que el senador Kendricks les escuchara en persona, a todas horas, estaría demasiado ocupado, era demasiado importante, pero si ella estuviera en su piel insistiría en obtener informes frecuentes. Y se mencionaría su nombre. No era cuestión de si sucedería, sino cuándo.

Kendricks sabría que algo iba mal.

Pasados cuatro bloques, tras más de cuarenta minutos, salieron de la calle principal y giraron al norte, en la calle 35, hacia calles residenciales que llevaban a un laberinto de casas de una y dos plantas. Aquellas calles más estrechas estaban salpicadas de obstáculos, pero la mayoría de residentes habían huido y las calles estaban despejadas. La excavadora avanzó mientras se dirigían de nuevo hacia el este.

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