La Plaga (33 page)

Read La Plaga Online

Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

BOOK: La Plaga
3.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

Él creyó notar el calor corporal de Ruth en una ráfaga de viento. Pensó en Erin. Su aroma era maravilloso, sutil, femenino. Desvió la mirada hacia el avión y dijo:

—¿De verdad esa vacuna va a funcionar?

—Sí. Y tal vez rápido, si sólo se trata de introducir nuestro método de discriminación en la plantilla original.

—¿Y si ese tipo se lo llevó todo?

—No hay un solo laboratorio en el mundo que no tenga copias de todo, muestras, programas. Desmontaremos todo el laboratorio si hace falta. Y sabemos casi con certeza que su equipo está allí, el láser de fabricación. Los aparatos principales son todos del tamaño de una nevera, así que no se los pudo llevar. Mientras tengamos los esquemas y el equipo, podemos hacer algo.

Cam asintió, combatiendo su pesimismo. Le habían salido bien tan pocas cosas... Lo último que quería era estar ligado a Sawyer de forma indefinida, un mes, un año, ejerciendo de enfermero y traductor. El odio hacia su viejo amigo se había intensificado a medida que se curaban, cuando estuvo seguro de que ellos dos sobrevivirían después de que todos los demás hubiesen muerto, al darse cuenta del absoluto control que Sawyer tenía sobre él.

Él creía que lo que habían oído aquella noche era cierto, ese hijo de puta estaba demasiado destrozado y senil para mentir con aplomo, pero a Cam le costaría mucho tiempo asimilar aquella verdad.

Sawyer no era el culpable de que se hubiera desatado la plaga.

—¿Y qué hay de todo lo demás, lo de arreglar el cuerpo y vivir para siempre? —preguntó.

—Por supuesto —dijo Ruth. Era una de sus expresiones preferidas, advirtió él. Se enorgullecía de ser directa y decidida— En cuanto volvamos a bajar... Todos los que se dedican a la nanotecnología saben cien veces más que hace un año. Creo que es posible.

Al parecer ella previo lo que Cam quería preguntar a continuación. «¿Podréis curarme algún día?»

—Es muy posible —dijo ella, y le tendió una mano en la gélida oscuridad. Ruth rozó con los dedos su antebrazo y le agarró con firmeza la mano. Sin embargo, la soltó antes de que él pudiera reaccionar.

Aquel pequeño gesto lo dejó aturdido.

Cam había perdido la esperanza de que alguien volviera a compartir algún gesto íntimo y natural con él.

El cielo matutino tenía un color que no recordaba, un azul hermoso y sereno. Sacramento, casi al nivel del mar, se hallaba tres mil metros por debajo de la atmósfera que la cima que habían abandonado sólo media hora antes. De pie, junto a la silla de ruedas de Sawyer, Cam volvió a alzar la vista hacia aquel cielo de tonos intensos una y otra vez. La luz del sol destacaba las finas espirales grises de dos huellas digitales que alguien había dejado en su máscara de plexiglás. Borró la leve mancha tratándola con el guante.

La presión lo afectaba en sus puntos más débiles, las manos, la oreja destrozada, el diente podrido, en la parte superior izquierda de la boca. El hecho de no poder frotarse ni rascarse las heridas sólo incrementaba su miedo.

Era un lugar extraño. El avión de carga no tenía ventanillas, y pasar de la agreste montaña a una autopista de ocho carriles de ancho había sido algo asombroso. Los edificios de Sacramento que flanqueaban aquella autopista elevada que llevaba al centro, la circunvalación 80, formaban un rompecabezas denso e implacable de superficies planas y líneas, un bloque idéntico tras otro. No había horizonte.

Los auriculares del traje y la radio no le permitían oír nada fuera de sí mismo, y estaba contento. Fuera sólo había silencio. Entre kilómetros de cemento, cristal y acero, estaban solos.

Sin embargo, para Cam la ciudad tenía una vida que no podía compartir. Había estado allí muchas veces. Sacramento estaba a sólo una hora en coche de la casa de sus padres, y se preguntaba si alguno de sus hermanos había llegado allí en su éxodo a las montañas...

—Por el amor de Dios, cortadlas. De todos modos no nos vamos a llevar la excavadora. —Hernández anuló el canal de comunicación de Cam, en un tono seco, inusitado. Los soldados ya habían retirado su todoterreno, pero las cadenas que aseguraban la excavadora a la cubierta de vuelo estaban enredadas.

—Señor, probablemente podríamos romperlas simplemente si aceleráramos en el despegue.

—También podrían romperse los frenos o algo así. —El enorme vehículo había dejado la marca de sus enormes neumáticos—. Busca las tenazas.

—Sí, señor.

El comandante Hernández no había presentado objeciones a que Cam oyera sus instrucciones por la mañana, de hecho había solicitado la opinión de Sawyer a través de él. Además, cuando supo que Cam conocía la zona, también le preguntó. Estaba claro que Hernández parecía ser el hombre perfecto para la tarea. Al atardecer, los soldados habían sacado tres cajas de suministros que habían decidido dejar, y quince minutos después del amanecer descargó las primeras fotografías orbitales gracias a un enlace con un satélite de comunicaciones.

Sacramento, una gran ciudad, antes habitada por un millón y medio de personas, estaba congestionada, llena de humo, asolada por el crimen, y contaba con una cantidad sin igual de parques y zonas naturales. Dos ríos interrumpían de forma agradable la expansión urbana, así como varios canales de transporte y una docena de lagos, naturales y artificiales.

Cam estaba seguro de que los canales fluviales aún estaban rebosantes de vida, sin duda como los parques y zonas de ocio más grandes, y había advertido a Hernández de que en el valle se habían encontrado con enjambres de mosquitos y saltamontes. Colonias de arañas que podían llegar a millones de animales podrían haber infestado todos los edificios de apartamentos y tiendas de comestibles. Debían haber prosperado gracias a los cuerpos y la comida en descomposición y luego crecido en las alfombras y moquetas. Probablemente los miembros de la expedición no atraerían a los insectos porque eran inodoros con sus trajes de contención, pero si se encontraban con una plaga podían verse en apuros. Necesitaba que Hernández estuviera alerta.

La ciudad podría matarlos de mil maneras, podían desmoronarse edificios, podía haber escapes de gas. Aquel lugar estaba en silencio pero no en calma, y por todas partes, a cada paso y movimiento, estaba el mar invisible de nanos.

Se sentía demasiado cercano al éxito, después de tanto dolor y tantas pérdidas, como para no temer que también le arrebataran eso.

La noche anterior todo había cambiado para Cam. Hasta entonces su mayor objetivo había sido en cierto modo externo, ayudar a los demás en un último esfuerzo desesperado por compensar todo el daño que había causado. Ahora era más personal. Existía la posibilidad, por ínfima que fuera, de que el Arcos pudiera evolucionar hasta convertirse en un nano de nueva generación capaz de curarlo, y la sola posibilidad influía en su estado de ánimo.

El objetivo principal aún era real. Siempre estaría en deuda por haber sobrevivido, pero en aquel momento su esperanza personal era lo que más pesaba en su interior.

No quería acabar como Sawyer, destrozado e indefenso. Los daños de su propio cuerpo se volverían atroces a medida que envejeciera, tal vez sólo le quedaban cinco o diez años más, y aquella mañana su impaciencia y su prudencia estaban en conflicto en su mente.

Aquel día la deshidratación sería otro peligro. Cam siempre estaba húmedo por el sudor, la piel se le pegaba al material plástico del traje y llevaba poca ropa debajo, y a medida que la mañana se calentara aquel atuendo se convertiría en un horno. No tenían aire suficiente para refrigerar periódicamente los trajes.

Cada persona llevaba dos botellas de oxígeno, dos cilindros estrechos que pesaban más de cinco kilos cada uno. Las de Sawyer colgaban de los asideros que sobresalían por detrás de su asiento.

Una botella duraba una hora, a menos que se gastara más rápido por el esfuerzo o el miedo. Leadville había calculado que cada una duraría una media de cincuenta minutos. Había seis botellas adicionales para cada uno, pero las ocho horas en total le parecían a Cam un cálculo peligrosamente optimista.

Costaba depositar completamente su fe, su destino, en manos de aquellos desconocidos.

Como era una ciudad importante, Sacramento tenía tres aeropuertos y una base de las fuerzas aéreas. Sin embargo, todo estaba en las afueras de la ciudad. Era un inconveniente, ya que su objetivo se hallaba en el centro de la ciudad, en la calle 68. Los aviones de la expedición tendrían que repostar antes de volver a Colorado, pero el aeropuerto más próximo se encontraba a ocho kilómetros del laboratorio y las calles estaban obstruidas.

Aquella extensión despejada era un hallazgo excepcional. Al ver que los esfuerzos por establecer una cuarentena fracasaban, la mayor parte de la población de Sacramento huyó a las alturas. Lo mismo hicieron los cinco millones de personas que vivían más al oeste, en la zona de la bahía, muy urbanizada, aunque en ese caso una obstrucción jugó en su favor. Un tráiler que se dirigía al norte chocó con dos coches y siguió avanzando. Un tercer coche quedó atascado al intentar meterse entre el arcén y el tráiler, con lo que no quedó ningún hueco para pasar. Casi todos los vehículos que ya habían pasado siguieron avanzando por la carretera hasta que encontraron un embotellamiento. Habían dejado unos setecientos metros de espacio libre.

La avioneta Cessna volvió a aterrizar primero. Su tripulación apartó cinco coches, luego cortaron dos vallas publicitarias con un soplete.

Aún había treinta y ocho bloques hasta su destino, pero en vez de pedir a Hernández que siguiera recto arrasando con todo, los analistas militares habían diseñado un camino intrincado por callejones y, en cierto momento, a través de dos patios contiguos. El nivel de detalle del trabajo era impresionante, pero Cam pensó que su estimación de setenta minutos para llegar al objetivo era absurda.

Ni siquiera habían empezado a moverse.

—¡Lo tengo! —El grito del marine fue un alivio. Cam se dio la vuelta y dejó de mirar el denso cielo azul.

—De acuerdo, despejad el eje...

—¿...al otro lado?

Sus cascos emitían y recibían sin parar, lo que creaba cierta confusión en la frecuencia general pero les dejaba las manos libres, no tenían que presionar los botones de control de la radio.

—De acuerdo, sentaos —dijo Hernández—. Hermano, te toca, vamos a sacar a Sawyer.

—Claro. —Cam había empujado la silla de Sawyer a diez metros del avión de carga, fuera del camino, y lo colocó de cara al avión en vez de a la ciudad inerte.

Cuatro hombres con trajes de contención de color beige bajaron presurosos la rampa de carga y se abrieron camino hacia la excavadora. Hernández podría haber sido cualquiera de ellos. Otro soldado se quedó junto al todoterreno y se puso a desenmarañar una cuerda amarilla. Habían dispuesto las cajas, bidones de combustible y neumáticos de repuesto en filas delante del camión en la parte delantera y trasera. Parecía una defensa pero era más probable que lo hicieran por equilibrio y seguridad. Muchos de ellos viajarían sentados en el camión. Seis soldados habían recorrido la autopista con bidones de gasolina y una batería para buscar un camión o una ranchera que pudiera llevar a todos los demás.

Ruth y sus dos colegas se subieron al todoterreno en cuanto quedó despejado, una decisión que evocó en Cam el recuerdo incómodo de cuando Jim Price insistió en quedarse con la camioneta. Dos se sentaron detrás, inclinados sobre el portátil de Ruth, y el tercero estaba encajado en el asiento del copiloto. Estaban en silencio, relegados a su propia frecuencia. Hernández había sintonizado a los científicos en el canal cuatro poco después del despegue, cuando se hizo patente que iban a hablar sin parar.

La extraña silueta de la izquierda era Ruth. Llevaba el brazo metido en el pecho del traje, así que los soldados habían amañado un cinturón adicional que le apartaba la manga y permitía asegurar las botellas de aire. Aun así, Hernández le había advertido que fuera prudente. Ruth le contestó que podía estar seguro de que no se iba a mover en absoluto si le añadía doscientos cincuenta kilos a la espalda.

Cam admiraba su estilo y su extraña forma de llamar la atención. Le habría gustado que hablaran más, volver a sentirse próximo a ella, pero estaba clavado en el papel de cuidador, y ella totalmente absorbida por D. J. y Todd.

La excavadora salió a rastras, luego aceleró y giró en el otro extremo del avión, los gruesos neumáticos antideslizantes hacían temblar el asfalto. Por delante del morro del avión, giró en la autopista con más agilidad de la que Cam habría creído.

Se inclinó para entrar en el campo de visión de Sawyer.

—¿Estás preparado? —El visor frontal de los cascos era amplio, pero aun así limitaba la visión periférica...

Sawyer tenía los ojos cerrados con fuerza, los labios abiertos y la mandíbula en movimiento, parecía un pez horrendo en una pecera estrecha.

Cam le dio una palmadita en el hombro, el relieve de los dedos del guante áspero en el suave tejido plástico.

—Eh. —¿Estaba intentado destaparse los oídos porque tenía demasiada presión en el traje?—. Eh, Sawyer. Dios.

Durante el descenso del avión sobre la ciudad, los trajes de color beige empezaron a pegárseles al cuerpo. El C-130 podría haber mantenido la misma presión que la cima de la montaña, la que los mantenía a salvo, pero Hernández quería someter su atuendo a la prueba real cuando estuvieran en tierra. Dos soldados de las fuerzas especiales ajustaron las válvulas de seguridad que llevaban en la espalda para ponerse al nivel del mar. ¿Podía ser que Sawyer no hubiera seguido las instrucciones de bostezar y tragar saliva para combatir la presión y que le dolieran los tímpanos?

Había sido uno de sus peores días desde el principio.

Su estómago aún tenía que recuperarse de las costillas que había comido, y durante el desayuno meneaba la cabeza, y chilló cuando Cam le puso una cucharada de huevos liofilizados en los labios, pues no había manera de comer ni beber dentro de un traje de contención. Cam sólo esperaba que se calmara a medida que se fuera debilitando.

Ese hijo de puta se había resistido con todas sus fuerzas cuando lo metieron en su traje porque no quería tener tan poco control sobre su propio cuerpo, o tal vez porque se dio cuenta de que lo obligarían a llevar el mismo pañal mientras estuviera dentro del traje. Los trajes tenían como unos bolsillos para la vejiga y un tubo de alivio que se podía colocar en el pene de forma muy parecida a un preservativo. Pero a Cam le habían asegurado que se le iba a salir y que acabaría llenando de orín el traje. Todos habían preferido llevar pañales para adultos. No había otra opción.

Other books

China Trade by S. J. Rozan
Jowendrhan by Poppet
Heaps of Trouble by Emelyn Heaps
When Nights Were Cold by Susanna Jones
The Match of the Century by Cathy Maxwell
The Blue Virgin by Marni Graff