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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (35 page)

BOOK: La Plaga
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—Mantente por debajo de cincuenta —le dijo Hernández a Gillbride, que iba al volante del todoterreno. Hernández había conseguido desplegar el mapa, a pesar de ir sentado junto a Cam, Sawyer, el cabo de la infantería de marina Ruggiero, el cabo Watts y el sargento Lowrey.

La unidad de fuerzas especiales los seguía en la camioneta, excepto el sargento Dansfield, que conducía la excavadora. A Ruth le preocupaba que, al haberse separado, hubieran llamado la atención de Hernández, aunque sólo fuera de forma inconsciente. ¿Estaban urdiendo un plan con las radios apagadas? ¿Y si se daban cuenta de que ellos habían desconectado los auriculares?

Ella sabía que habían cometido un error garrafal. Al salir del avión, la mayoría de los soldados sólo llevaban sus pistolas reglamentarias. En aquel lugar, las armas eran sólo un trasto más que cargar. Pero dos miembros de las fuerzas especiales habían cogido sus rifles de asalto, y Hernández debía de haberlo advertido...

Ruth se retorció, movió el brazo escayolado bajo el traje y cerró la mano en un puño. La presión le hacía daño en la fractura y la ayudaba a centrarse. «Para. Cálmate.»

Hernández no lo sabía. No podía saberlo. Si Leadville le enviaba un aviso se enfrentaría a ella de inmediato, junto con D. J. y Todd, o arrestaría a los miembros de las fuerzas especiales, dependiendo del alcance de su información. Sólo los conspiradores tenían razones para retrasarse, pero si esperaban demasiado y llegaba un aviso... si decidían dar marcha atrás porque el laboratorio de Sawyer estaba desmantelado...

«Para, para.» Ruth volvió a apretar el puño y lo mantuvo cerrado, pese al dolor, furiosa consigo misma.

Dejaron atrás rápidamente diecinueve bloques de la calle 55, pero entonces apareció un nuevo atasco de coches. Giraron al sur y lograron pasar otro bloque antes de que la calle se pusiera impracticable. Como estaba previsto, la excavadora giró hacia una entrada y chocó contra una valla de dos metros, luego otra. Acortaron a través de dos aparcamientos al aire libre hasta la 54. En una zona había un pequeño jardín con hiedra y hamacas. A un metro el suelo estaba cubierto de césped muerto seco como el cereal. Las partículas de polvo se levantaban con el aire por detrás de la excavadora, y Todd, con su acostumbrado nerviosismo, se sacudió y luego intentó alisar los pliegues de las mangas.

—Vamos con ocho minutos de ventaja sobre lo planeado —dijo Hernández—. No está mal, caballeros. —Esperaban llegar a ese punto pasados tres cuartos de hora. Ruth se sentía como si hubiera transcurrido un mes.

—¿Cómo vamos de aire? —preguntó Todd.

—Tenemos mucho tiempo —le dijo Hernández.

—Miradme el indicador, ¿queréis? —Por el gesto, Todd se dirigía a Ruth y D. J, que estaban justo detrás de él, pero Hernández dijo:

—No voy a hacerles correr riesgos innecesarios, créanme. Vamos a esperar hasta que lleguemos al laboratorio.

Ruth se inclinó hacia delante y posó el guante sobre el hombro de Todd. Veintitantos minutos de vuelo, diez más descargando los vehículos, otros sesenta para llegar hasta allí... él aún no estaba en reserva, lo que le sorprendió.

—Tienes veinte minutos —dijo ella.

Se dirigieron hacia el sur por la 54, luego volvieron a girar al este en Folsom, otra vía principal que estaba relativamente despejada durante varios edificios.

El todoterreno pinchó una rueda justo después de la ca lle 64. De todos modos estaban a punto de parar para dejar que la excavadora retirara los obstáculos cada vez más abundantes.

—Vamos a revisar las botellas de aire. Primero cambiaremos las botellas de los hombres que tengan el indicador más bajo —dijo Hernández.

Dos miembros de las fuerzas especiales se peleaban con una rueda de recambio y el gato, se movían de forma extraña para no engancharse los trajes. El capitán Young y dos más empezaron a cambiar las botellas de aire, primero Sawyer, el sargento Lowrey, luego Todd. Una persona sola no podría haberlo hecho. El tubo de aire quedaba cerrado, por lo que el individuo se quedaba sólo con el aire que había en el traje. Unos sencillos soportes sujetaban las botellas en sus mochilas para poder quitarlas y volver a atornillarlas con facilidad, pero la amenaza de la contaminación era real. Había un regulador de la compresión encajado por encima del tubito y las botellas. Luego se apretaba bien para asegurar el cierre hermético. La bolsa de baja presión destruía a los nanos que pudieran haberse alojado ahí, antes de que el capitán Young volviera a abrir el tubo y luego las botellas.

Un traje contenía tal vez quince minutos de aire respira— ble, pero Ruth cerraba el puño cada vez que empezaban el proceso, aunque nunca tardaran más de dos minutos. Ella era la cuarta. Consiguió no expresar su fobia esforzándose en mantener la concentración. Miró abajo, a un fragmento naranja de plástico reflectante en vez de a los hombres a su alrededor.

Cambiaron el neumático antes de que Young hubiera reemplazado la botella de Ruth. Entre tanto, la excavadora había despejado el bulevar Folsom hasta la calle 64. Hernández volvió a organizarlos y avanzaron entre el tráfico inerte tres edificios más.

La autopista 50 se hallaba al sur como un inmenso muro, formaba un horizonte recto entre los huecos de los edificios. Estaba tan cerca, maldita sea. No obstante, no había espacio para que hubieran podido aterrizar allí.

Doscientos metros más adelante, en la calle 68, la excavadora se abrió camino a golpes hacia un estrecho aparcamiento, vacío excepto por un Volkswagen rojo, el típico
Escarabajo
. Dansfield empujó el coche hacia un montículo con arbustos y dejó su máquina allí, fuera del camino. Al otro lado del pequeño aparcamiento había una estructura de dos plantas en forma de ele. Los dos niveles eran de ladrillo gris oscuro y cristal plateado.

Dentro del ala más próxima estaba el laboratorio.

Hernández la hizo esperar. Quería que sus hombres entraran primero en el edificio. Pero antes debían cambiar las botellas que quedaban por reemplazar.

Ruth bajó del todoterreno y estampó sus botas contra el suelo, abrazada a su portátil. Contempló su rostro reflejado en el edificio, pero no reconoció ni su imagen ni las emociones de su rostro. No. Aquel momento era como si el último vuelo de la
Endeavour
se hubiera condensado en un tremendo pulso de fe y duda, de exaltación y miedo.

Young cambió las botellas de Dansfield y Olson de inmediato porque ya estaban en reserva, luego se encargó de D. J. y Cam porque los demás soldados se ofrecieron a esperar. Ruth aún pensaba en la
Endeavour
, y volvió a sentir el enorme respeto que le merecían los equipos de rescate.

Aquellos hombres eran increíbles, todos, por haber luchado en aquella tierra estéril con tal competencia.

No estaba bien que tuvieran que ser enemigos.

Buscó a Sawyer. Watts y Ruggiero habían bajado su silla del remolque, y Sawyer hizo un gesto cansado con un brazo. Ruth echó a andar hacia ellos y se detuvo. Le daban miedo sus propios nervios. Sawyer se enfadaba con mucha facilidad, y se había comportado como un niño malcriado durante toda la mañana. No podía irritarlo.

Los soldados con las botellas nuevas se acercaron al edificio y encontraron la puerta cerrada. Las cerraduras electrónicas se habían bloqueado al irse la luz. La entrada de reparto, al otro lado, estaba abierta. Freedman y Sawyer la habían dejado así, pero llevar allí el todoterreno y el remolque implicaría despejar otra calle. Hernández prefirió atravesar la pared. A lo largo del interior del edificio en forma de ele, había un jardín de arbustos y cantos rodados, que exigía poco mantenimiento. Las paredes alternaban las ventanas con cristales que iban desde el suelo hasta el techo.

Lowrey disparó cuatro veces a la cristalera más próxima con un ángulo descendente. Apuntaba hacia el suelo en vez de al espacio del laboratorio que se extendía al otro lado. Luego golpearon el cristal debilitado con llaves inglesas y quitaron con cautela los fragmentos del marco.

—Vamos a llevarlos adentro —dijo Hernández por radio tras examinar el interior durante menos de un minuto.

D. J. le dio un golpe a Ruth en el lado del brazo malo para instarla a ser la primera. Ruth estuvo a punto de pegarle con el portátil. Sin embargo, recorrió con pasos cautelosos unos diez metros del jardín. Todd la siguió lentamente, con la mano tendida, preparado para ayudar.

Haber podido entrar debería haber sido un triunfo. Pero parecía una trampa. Sus ojos, acostumbrados a la luz del día, lo veían todo borroso.

Ruth supuso que las oficinas y la administración estaban en la segunda planta. Los laboratorios tendían a estar en la planta baja porque era una tontería cargar con los aparatos arriba y abajo. Eso les facilitaría el trabajo, como a ellos se lo había facilitado la cristalera rota. Habían entrado directamente en un espacio rectangular donde una sección de cristal ocupaba casi la mitad del lado derecho. La cámara hermética. Era un laboratorio dentro de un laboratorio. La zona principal era una sala muy amplia, con el suelo de baldosas de un blanco duro, paneles blancos, el techo con fluorescentes empotrados. Había ordenadores a lo largo de la pared izquierda con una gran variedad de aparatos ópticos.

Un monitor había sido derribado de una mesa, una silla estaba volcada. Por un instante Ruth pensó que Hernández y sus hombres ya habían empezado a registrar el lugar, pero esas pequeñas señales de desorden ya existían quince meses antes.

«Por favor, Señor, que encontremos todo lo que necesitamos.»

El laboratorio era de tal vez doscientos setenta metros cuadrados, la cámara hipobárica sobresalía en la cara izquierda y unos voluminosos conductos de metal en el lado derecho. El laboratorio estaba abarrotado de ordenadores y aparatos microscópicos, incluido el láser de fabricación, tres monolitos bajos en fila.

Ruth se dirigió hacia la barrera de vidrio. Por el canal de radio los soldados se daban avisos unos a otros mientras llevaban la silla de Sawyer.

—¡Que no se caiga!

—No deja de balancearse...

—Equipo de científicos, escuchen. —Hernández—. Necesitamos que identifiquen todo lo que hay en este lugar según su importancia. Es obvio que no tenemos espacio para llevárnoslo todo. Acérquense. El sargento Gilbride tiene lápices de cera para marcar...

Ruth lo interrumpió:

—Primero hay que buscar los generadores —dijo—. ¿Comandante? Haga que busquen los generadores. Hay un sistema de energía independiente aquí. Podemos hacer algunas pruebas.

—No hay tiempo para eso.

Ruth se dio la vuelta y enseguida lo vio entre los trajes de color beige. Hernández tenía los brazos en alto y agitaba las manos, «por aquí».

—No sabe lo que... —Ruth se contuvo y terminó en un susurro—: Tenemos que probarlo. —Llamar la atención en la frecuencia general era un riesgo. El senador Kendricks estaría escuchando, por lo menos para saber si valía la pena el gasto en combustible de aviación.

—Doctora Goldman —dijo Hernández, y ella se encogió al oír su nombre—. Disponemos de una cantidad limitada de aire y tenemos mucho que cargar. El camino de regreso será mucho más rápido que el trayecto hasta aquí, pero no contemos con ello.

Ella siguió metiendo la pata.

—¿Qué sentido tiene volver si no estamos seguros de tener lo que hemos venido a buscar?

—Creo que tiene razón. —Era D. J.—. Tenemos seis horas. Yo digo que dediquemos la mitad a hacer pruebas antes de empezar a cargar cosas en el remolque.

Dios mío, ¿había hablado ella con la mitad de esa arrogancia? Había muchos factores a tener en cuenta, y Ruth se apresuró a adoptar un tono más diplomático.

—No les pedimos que pierdan el tiempo, entre tanto vayan cargando aparatos.

—¿Qué les hace pensar que aquí hay generadores?

—Freedman sabía lo que se hacía. Mire esa cámara de aislamiento. No se construye algo así sin instalar un generador de reserva. La red pública es demasiado inestable. Si falla el suministro eléctrico, se pierde el aislamiento.

—De acuerdo. —Hernández accedió así de fácil, aunque debía de tener un plan totalmente calculado en mente, como un reloj que marcaba tictac desde que habían salido de Colorado—. Les daremos dos horas, no más. Sin discusiones. Y uno empezará a identificar el equipo ahora mismo para que podamos ir cargándolo.

Era un buen hombre, más de lo que se merecían en Leadville. ¿Qué había dicho James? «Creo que daría su vida por protegernos.»

Pronto ella lo traicionaría precisamente por esa integridad.

—Capitán —dijo Hernández—, localice los generadores y haga que sus hombres los revisen. Hermano, ¿cómo está el señor Sawyer?

Los trajes de color beige se movieron, varios se dirigieron hacia la única salida del laboratorio, y el capitán Young dio instrucciones a su equipo para que cambiaran al canal seis.

Cam empujó a Sawyer mientras contestaba a Hernández.

—Quiere hablar con Ruth, señor —dijo Cam.

Ella resaltaba en el grupo, con su torso deformado por la escayola. Cam dirigió a Sawyer hacia ella. Ruth se inclinó y respiró hondo, desesperada por recobrar la compostura.

El visor de Sawyer estaba marcado con unas extrañas líneas fantasmales. Manchas de los dedos. Se había ensuciado los guantes en las ruedas de la silla y luego intentado repetidas veces rascarse sus cicatrices, o esconderse de los que le rodeaban, o posiblemente incluso quitarse el casco tras perder el control.

En ese momento Sawyer estaba consciente. Su ojo brillante la miraba desde aquel rostro fláccido y torcido.

—Tú quí —dijo, débilmente, sin radio—. Quí nes.

—Aquí me tienes —tradujo Cam.

Necesitaba una confirmación verbal de su estado mental.

—Por supuesto. —Ella esbozó una sonrisa—. Vamos a dar la corriente y hacer algunas pruebas con tus aparatos.

—Ya. —Movió la cabeza en un gesto de aprobación.

—Hace más de diez años que me dedico a la nanotecnología y nunca había visto nada igual —sus palabras le parecieron al instante fuera de lugar.

La cabeza de Sawyer se convulsionó de lado a lado en vez de arriba y abajo como era habitual en él. No quería cumplidos ni que lo convencieran de nada. Por fin había dejado a un lado su ego.

—Riba —dijo, parpadeando. La había perdido de vista al sacudir la cabeza, y su ojo buscaba frenético hasta que la volvió a encontrar. ¿Era desesperación lo que reflejaba su mirada? Gruñó y Cam dijo:

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