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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (36 page)

BOOK: La Plaga
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—Miren arriba. Freedman tenía copias en todas partes, en casa, en su despacho. Creo que Dutchess sólo registró el laboratorio.

Ruth resistió el impulso de darse la vuelta e ir ella, aún temía disgustarlo. —¿D. J.?

—Lo he oído. Pregúntale dónde con exactitud...

Sawyer seguía dispuesto a cooperar.

—El despacho de Freedman está en la segunda puerta desde la escalera —dijo Cam por él—. A la izquierda. Prueben en su escritorio o en el archivador.

D. J. y dos marines se fueron presurosos. Y el sargento Olson de las fuerzas especiales habló por la radio:

—Aquí Olson. Parece que los generadores se han agotado, señor. Probablemente arrancarán si les ponemos combustible.

—Ponedle un poco —le dijo Hernández.

Cam volvió a hablar por Sawyer.

—Si no hay nada arriba, prueben con los ordenadores que hay junto a la zona para escanear. Dutchess se lo llevó casi todo, pero un buen
hacker
debería saber reconstruir los archivos eliminados del disco duro. Por lo menos tendrán diseños preliminares sobre los componentes del Arcos.

Por detrás de Ruth había movimiento, Todd o quizás Hernández se dirigió a los ordenadores. Ella centró su atención en Sawyer al tiempo que se preguntaba por su cambio de actitud.

Siguió hablando y Cam le hacía de eco.

—Si tienen datos completos, utilicen el modelo R-1077 de base. R-1077. No hay fusible y su masa es menor a mil millones de urna. Menos de un cuarto de eso es espacio programable, pero debería contener el algoritmo de reproducción y su clave de discriminación.

Lo estaba dejando todo en sus manos. Tal vez sentía que estaba perdiendo la guerra contra sí mismo. Su inusitada fuerza de voluntad, la rabia, el terror, todo era inútil contra la baba que le caía por la comisura de los labios, la carne torpe que antes eran sus brazos y piernas.

Tal vez tardara otros cinco años, pero en el fondo se estaba muriendo, y lo sabía, y en aquel momento de lucidez quería ante todo huir de su propia amargura.

Ruth logró esbozar otra sonrisa, esta vez más auténtica, y la intensa mirada de Sawyer osciló de los ojos de Ruth a la peculiar tristeza de su boca. Él asintió, y luego el laboratorio cobró vida a su alrededor con un montón de pitidos y murmullos. Muchos aparatos estaban encendidos cuando se fue la electricidad. Los fluorescentes del techo parpadearon y luego los cegaron.

Las distracciones rompieron la muda comunión entre Ruth y Sawyer. Él apartó la mirada y Ruth vio que se le relajaba la expresión, tensa mientras luchaba por retener sus pensamientos, luego de nuevo serena por el entusiasmo ante aquellos nuevos estímulos.

Instantes después Sawyer perdió la concentración.

D. J. volvió del piso de arriba con un estuche de discos y una cajita más pequeña de metal, como una pitillera. Alardeó bastante de sus hallazgos y los enseñó con orgullo. La unidad de las fuerzas especiales también había regresado al laboratorio principal y D. J. provocó un revuelo entre los que se habían congregado allí cuando la curiosidad hizo que la mayoría le siguieran unos pasos.

Ruth le perdonó la sonrisa de engreimiento.

Protegidas con una esponjilla de la misma forma, la cajita contenía dieciséis láminas portaobjetos no más grandes ni gruesas que una uña. Aquel contenedor diseñado para ser manipulado por manos humanas era de proporciones astronómicas para un grupo de nanos; sus estructuras microscópicas estarían adheridas a aquellas láminas de carbono para trabajar mejor con ellos al microscopio.

No era un Arcos. Freedman jamás habría sacado nanos completos y programados de la cámara hermética. Sin embargo, sus componentes seccionales les ayudarían a intuir todo el potencial de su tecnología, y aquellos prototipos básicos podrían servir como nano vacuna con unas mínimas adaptaciones.

Los discos tenían algo gracioso. Sawyer se animó cuando D. J. le enseñó el estuche. Era de color fucsia, con la simpática cara con ojos de conejo de una de las Supernenas. En cierto modo, por un instante, eso había convertido a Freedman en alguien real para Ruth, la veía como una persona por primera vez, una mujer que se gastaba unos billetes de más en una funda llamativa en vez de comprar una del montón.

—La serie doce —dijo Cam, que aún traducía con diligencia—. Los discos de la serie doce son el programa de reproducción.

Alguien agarró a Ruth del brazo y ella alzó la vista. Más allá de los trajes reunidos alrededor de Sawyer, el resto del grupo se estaba preparando para sacar el equipo, apartaban sillas, desenchufaban ordenadores y desconectaban teclados.

El hombre que la había agarrado del brazo era el capitán Young.

—¿Lo tiene? —preguntó, tapándose la boca. El jefe del equipo de las fuerzas especiales había apagado la radio. Acercó la cara y Ruth se apartó, desconcertada, pero Young volvió a tirar de ella y presionó su casco contra el de Ruth. El contacto mejoraba la transmisión del sonido.

Habló con mayor precisión.

—¿Tiene lo que hemos venido a buscar?

Ella vaciló y asintió.

Young hizo un gesto con la cabeza como respuesta y se dio la vuelta, le soltó el brazo y agarró el control de radio del cinturón. Su voz inundó la frecuencia general.

—Verde, verde, verde —dijo, y cogió el rifle del hombro.

27

Cam apartó la mirada de D. J. y Sawyer al oír aquel extraño anuncio, «Verde, verde», y vio que por lo menos la mitad de los hombres levantaban el brazo izquierdo en lo que parecía el movimiento de una coreografía, con los guantes cerrados en un puño. Era un gesto de identificación. Entonces avanzaron hacia los demás con las armas en alto.

—¿Qué...? —gritó Cam, pero la radio se llenó de voces.

—Quieto, joder, quieto ahí, mierda, qué demonios, quieto, eh, Trotter, quieto, ¡no te muevas!

Aquella acción coordinada duró sólo unos segundos. Debió de haber una señal previa que él había pasado por alto. Cada atacante se quedó cerca de uno de los demás, ninguno llevaba nada en las manos, mientras que la mayoría de sus víctimas iban cargadas con un monitor, cables o un montón de material electrónico.

Cada atacante puso su Glock de 9 mm. en la cara de su oponente y agarró al hombre por la cintura para sujetar el control de radio, en vez de la pistola enfundada. El cableado iba bien cubierto dentro de los trajes excepto durante un breve tramo que iba desde la cadera izquierda hasta la caja de control, lo que permitía desenchufar los auriculares y conectarlos directamente a otro sistema de comunicación, como el de un avión. Los atacantes silenciaron a los demás.

Algo se apagó también en Cam. La confusión, perplejidad, la rabia... la impresión que había sentido lo había dejado vacío, y despejado, pendiente por completo del exterior. Asimilaba los detalles como si fuera oxígeno. Su pensamiento era inmediato y fluido como el de un animal, disociado de la lógica y los sentimientos.

Eso lo hizo decidirse. Se agachó a un lado como un jugador de fútbol americano que va a hacer una carga y se sitúa.

Durante las últimas horas, Cam había logrado distinguir a sus compañeros pese a los trajes, por lo menos algunos. Dansfield por la altura, Olson porque llevaba sucia la manga, Hernández por el paso rápido y la tendencia a ser el centro de atención del grupo. Su instinto le decía que eran las fuerzas especiales las que se estaban haciendo con el poder y Hernández quien estaba en apuros. Con un poco de tiempo, Cam habría llegado a la misma conclusión con un cálculo rápido. La proporción de atacantes y atacados era de cinco contra cinco, otros dos atacantes se quedaron atrás con los rifles de asalto, sus brazos sostenían en alto aquel trozo de infame metal negro. Sin embargo, se había olvidado de los números, y sabía que ellos se habían olvidado de él.

El atacante más próximo estaba a tres pasos de Ruth, con el M16 apuntando al techo. El capitán Young. El casco se movía mientras él reiteraba el código, «Verde dos, verde...»

Cam le golpeó en las costillas, con el hombro, y, como un jugador de fútbol en un placaje, agarró los brazos del capitán.

—¡No! —dijo la única voz femenina.

Luego se produjo otro alboroto de gritos masculinos:

—Pero ¿qué...? ¡Mierda, ten cuidado!

El M16 hizo un ruido, cuatro disparos contra el suelo. Cam y Young cayeron juntos. Fue muy rápido, por el peso de las botellas de aire.

Otro disparo más fuerte reverberó en todo el espacio cerrado del laboratorio. Luego se golpearon contra las baldosas, Young debajo. Sin embargo, la botella de aire evitó que Young cayera plano. Cam se desplomó encima, y Young no se resistió cuando Cam le arrebató el M16.

Resbalando, a gatas, Cam recuperó el equilibrio sobre la mano izquierda y las rodillas y puso el arma plana. No podía haber disparado. Tenía los dedos separados en el guardamonte, entre la empuñadura del rifle y el cargador.

Flashes... la yema del dedo sobre el suave metal se mueve hacia el gatillo... los trajes frente a él, ahora cuatro contra cinco...

Hernández y los marines habían aprovechado su movimiento sorpresa para contraatacar. Había un hombre retorcido en el suelo. A otro chico le habían dado un golpe en el trasero. Pero ¿dónde estaba el segundo M16...?

Entonces una bota le dio una patada en el lado derecho del casco. El impacto hizo que le entrechocaran las mandíbulas, giró el cuello y dejó caer el M16, que salió disparado. Las botellas de aire le golpearon en los omóplatos, pero el dolor se concentraba alrededor de un bulto que tenía bajo el labio. Los dientes podridos se le habían desprendido de las encías. Oscilaron sueltos en sus raíces rotas mientras él tosía sangre contra el visor.

El otro se puso en pie sobre él, con el M16 apuntándole.

—¡No, él no lo sabe! —Ruth estaba a un paso o dos del soldado de las fuerzas especiales, pero corrió de todos modos y siguió con aquel movimiento frenético cuando llegó a su lado. Agitó el brazo como un ala, con el codo hacia fuera, agarrando aún el portátil.

Se enfrentó al soldado con una valentía increíble. Sin embargo, sus palabras sonaban extrañas.

—¡Él no lo sabe, no... lo necesitamos!

El atacante se mantuvo en su posición. Cam también se quedó inmóvil, despatarrado, torcido sobre las botellas, retorcía las manos porque quería tocarse la cara, y un miedo distinto le recorría el pecho y los brazos. «El traje, Dios mío, ¿y si se me ha roto el traje?»

El resto de la sala también parecía en calma. Cam tragó sangre. Junto a sus pies estaban Todd y Sawyer, el primero encorvado sobre la silla de ruedas de un modo que parecía protector. D. J. se retiró a la esquina más próxima a la cámara para apartarse con sigilo de todo el mundo.

Las palabras de Ruth no tenían sentido.

—Parad, él no lo sabía —balbuceó Ruth. Se oyó un arrastrar de pies al otro lado de Cam. El capitán Young se levantaba a tientas del suelo, entre sonoros jadeos entrecortados.

—Tiene razón —dijo Young, cansado— Lo necesitamos.

Intervino una nueva voz.

—Verde, verde, qué está ocurriendo...

—Verde dos, verde dos, estamos bien —contestó Young.

¿A quién estaba tranquilizando, a otro grupo de soldados?, pensó Cam. ¿Habrían venido en otro avión? No, los pilotos que esperaban al otro lado de la ciudad en la autopista tenían un radar y habrían avisado a Hernández... los pilotos...

Claro. Los pilotos estaban metidos en el ajo y debían de haber cortado la trasmisión por radio a Colorado con el primer mensaje en código de Young.

Sólo podían querer una cosa, una razón para tomar el poder. La nanotecnología. Pero ¿qué sentido tenía robarla? ¿Qué podían pedir, dinero no...?

«Puta. Esa puta rastrera.»

Ruth lo había estado utilizando todo ese tiempo, incluso había sonreído y le había agarrado la mano, y entre tanto ella lo sabía...

Cam giró la cabeza y sintió una punzada en las vértebras. Entre las motitas de sangre, vio que habían perdido la batalla.

El traje desmoronado con languidez boca arriba era el cabo de la infantería de marina Ruggiero. Llevaba una funda con un mapa en el cinturón, por eso lo reconoció Cam, pues el plexiglás del visor estaba opaco por las grietas y un velo sangriento. Cuando Cam había cargado contra Young y el rifle de asalto se disparó, el soldado de las fuerzas especiales que encañonaba a Ruggiero se estremeció. A quemarropa, la bola de 9 milímetros hizo explotar el cráneo de Ruggiero dentro del casco.

La lucha no era del todo desigual. La persona que Cam había avistado por detrás, que en aquel momento estaba de pie y se frotaba el cuello, era el soldado de las fuerzas especiales Trotter, pero con las armas ya fuera, las fuerzas especiales habían recuperado el control enseguida.

No obstante, un hombre había muerto.

Los trajes beige estaban casi en las mismas posiciones que diez segundos antes, cinco contra cuatro, pero las posturas habían cambiado. Se apartaron del cuerpo de Ruggiero. Cam sintió el mismo horror que los alejaba. Un asesinato en aquella tumba de millones de personas, y todo cambiaba.

—Oh, mierda —exclamó Olson. Estaba solo, no tenía a ningún marine prisionero. Sostenía la pistola baja junto a la cadera como para esconderla—. Oh, mierda, yo no... yo sólo...

A falta de radio, Hernández gritó para hacerse oír.

—¿Qué estás haciendo, Young, sumarte a los disidentes?

—Nunca tuvimos intención de heriros, chicos —dijo Young.

—Nunca pensé que fueras un traidor.

—Te lo juro por Dios. No queríamos hacer daño a nadie.

Ruth intervino, como siempre:

—No lo entiende. —Apartó su rostro pálido, en busca de Hernández, luego enseguida volvió a Cam—. Teníamos que hacerlo. Somos la única oportunidad para la gente de conseguir una vacuna para todos.

Hernández no le hizo caso.

—¿Tenéis a los pilotos?

—Lo siento, comandante —dijo Young—. Se lo juro. No nos cause más problemas y sus chicos estarán bien.

Cam tenía demasiadas emociones en la cabeza, no podía discernir: alarma, duda, y culpa. La vieja culpa. En un abrir y cerrar de ojos había pasado de la nada interior a la saturación... ¿Qué demonios quería decir con «la única oportunidad»?

—No lo conseguiréis. —Impasible, Hernández hablaba como si tuviera un arma—. Será mejor que os lo penséis. ¿Adónde iréis? A cualquier lugar que vayáis irá nuestra gente a buscaros. Allí donde aterricéis enviaremos tropas.

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