La Plaga (40 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

BOOK: La Plaga
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Hirió a tres de los soldados que estaban más cerca. Luego lo mataron a balazos, a quemarropa.

Los paracaidistas llevaban trajes de contención de color caqui con cascos de combate del mismo color, encima de capuchas con unas gafas como ojos de insecto en vez de visores. Eran corpulentos, los chalecos antibalas y una tercera botella de aire los entorpecían un poco.

Cam no habría acertado a disparar a aquellas fugaces oscuras siluetas a diez metros aunque estuviera quieto. Disparando de lado, encogido para hacerse pequeño, siguió disparando de todos modos y estuvo a punto de matar a Newcombe cuando se puso delante de él. Cam apartó la pistola y perdió el equilibrio.

Young, Ruth y Todd ya habían pasado la esquina del edificio, y Newcombe lo hizo mientras Cam tropezaba por culpa de su rodilla. Dos metros, uno... Cam se dejó caer en los hierbajos y la blanda suciedad y se retorció para girar la pistola...

La mayoría de los paracaidistas, se mantuvieran en sus posiciones en la calle o avanzaran, estaban limitados en su campo de tiro por el destacamento al que Olson había disparado. Algunas balas rozaron la fachada del edificio, por encima, pero los rifles casi habían dejado de disparar.

Un francotirador encontró a Iantuano, el objetivo más grande y lento. Sawyer sufría convulsiones en su hombro y tenía el pecho acribillado. Iantuano logró avanzar tres cuartas partes del camino por el patio. Aquel hombre estaba lo bastante cerca para que Cam advirtiera su mirada de consternación. Esperaba que Iantuano cayera muerto, herido en el cuello o el torso. Sin embargo, la descarga debía de haber rebotado en las costillas de Sawyer y salido por un ángulo extraño, porque Iantuano sólo tenía una herida leve en la parte inferior del costado. Se levantó sobre los brazos, con los dos, incluso el roto, luego trató de agarrar a Sawyer.

D. J. era incapaz de tomar la decisión de ir a la izquierda o la derecha para rodearlos. Se detuvo y saltó por encima de las piernas de Iantuano.

El francotirador lo hirió en el brazo. A D. J. se le separó el antebrazo del cuerpo y él se giró, tambaleándose. Mantuvo el equilibrio lo justo para desplomarse cuando pasó a Cam.

Iantuano podría haber rodado el último metro y salvarse. Sin embargo, intentó agarrar mejor a Sawyer, avanzó a rastras con las dos piernas, con la cara desencajada por el esfuerzo. Los guantes ensangrentados se le resbalaron y una sombra de un nuevo sentimiento alteró su expresión al mirar a Sawyer. Era el rastro de una duda triste, casi nostálgica.

Un francotirador atravesó el casco de Iantuano.

Las heridas de Sawyer eran mortales. Allí donde la bala había salido por el abdomen, el grueso traje de contención tenía un agujero del tamaño de un puño. El brazo más fuerte tenía el pulso irregular, pero se debilitó hasta convertirse en un temblor mientras Cam lo miraba anonadado.

Sawyer miró en la dirección en que estaban, doblado sobre las botellas de aire. Era imposible saber si los miraba a ellos o a la seguridad que él nunca alcanzaría. El único ojo que observaba se desvió hacia Cam y lo pasó de largo, aún con vida en aquel rostro desfigurado.

Lo dejaron allí como a un animal. Por una parte no era justo y por otra sí. Una muerte cruel era lo mínimo que merecía Albert Sawyer por su egoísmo y brutalidad, y aun así esas cualidades habían sido lo mejor de Sawyer, su fuerza de voluntad, su capacidad de adaptación. No había un juicio definitivo.

Cam lo dejó morir allí, solo, se dio la vuelta y echó a correr.

Todd ayudó a Cam con D. J., que caminaba con torpeza por la conmoción y quería sentarse.

—No puedo, no puedo —dijo D. J., pero el hecho de que hablara era una señal positiva.

El capitán Young seguía avanzando, sin molestarse en echar un vistazo a la parte trasera del edificio antes de cruzar un callejón. Tampoco hizo amago alguno de buscar cobijo mientras corría por un aparcamiento al aire libre casi vacío. Si había paracaidistas delante de ellos, se había terminado. Su única esperanza era la rapidez.

Ruth se movía como si estuviera borracha, se tambaleaba como si las botellas de aire fueran de acero. Sin embargo, aunque se hubiera hecho un esguince en el tobillo o simplemente tuviera las piernas agotadas, no se quejaba.

—No puedo... —Era una herida espantosa. El impacto en el antebrazo de D. J. también le había roto el codo, y las astillas del cúbito destrozado habían actuado como metralla en el interior del músculo. Le caía sangre de la manga hacia la cadera y la pierna, y también manchó a Todd. Cam pensó que podía hacer un torniquete con una de las pistoleras que Newcombe llevaba como bandoleras, pero tendrían que dejar de correr y eso no podía ser.

—Aprieta el brazo con la otra mano —dijo Cam— ¡Aprieta o seguirás sangrando!

—No puedo, no puedo.

—Ya casi estamos —dijo Todd, con voz ahogada—. Casi hemos llegado. —Llevaba los auriculares sueltos, le pinchaban en el cuello y retransmitían todos los golpes y chirridos.

Newcombe, torpemente, dio media vuelta con el M16 en la cadera.

—Nada —informó—, nada, aún nada, ¿dónde están...? —Se tropezó con la mochila de Cam y se detuvo.

Al otro lado del bloque de apartamentos empezaba el barrio comercial del que se habían desviado a su llegada. Y la calle que tenían ante ellos era interminable y había mu chos vehículos. Muchos coches estaban en la acera, y se veía qué vehículos se habían parado primero, otros conductores habían girado hacia los aparcamientos de una tintorería y una librería de viejo.

—Vamos, vamos, vamos —dijo Newcombe, que empujó a D. J. Young y Ruth ya estaban unos diez metros dentro del tráfico inmóvil, giraron a la izquierda y luego de nuevo a la izquierda, entre aquella masa multicolor de vehículos. Los parabrisas reflejaban el sol de mediodía y oscurecían los fantasmas desplomados que había en el interior.

—¡Suéltame! —D. J. se zafó de Cam.

—¿Qué? Sólo estamos...

El laberinto de coches, casi siempre era demasiado estrecho para que fueran en fila, y D. J. no iba a colaborar.

—¡No voy a morir por esto! ¡Suéltame!

A medio camino, Young se volvió para mirar y Ruth se apoyó en el capó azul de un coche, se le oía la respiración agitada en la radio.

—Cálmese —dijo Young—. La plaga siempre tarda una o dos horas en actuar, y llegaremos en diez minutos si siguen moviéndose.

—¡Os van a disparar! ¡Derribarán el avión a balazos!

—Tal vez no.

Un esqueleto vestido con harapos enmohecidos se dobló sobre la bota de Todd cuando éste le dio una patada en el hueso pélvico, observaba la cara de D. J. en vez de mirar por dónde iba, y sus manos, colocadas con cuidado en el hombro de D. J., le rozaron el brazo destrozado.

—¡Ahhh! —Retorciéndose, D. J. golpeó con las botellas de aire en el pecho de Cam y lo lanzó contra un coche plateado. D. J. se dio la vuelta, dispuesto a correr, pero Newcombe le bloqueó el paso.

Cam sabía muy bien el efecto del dolor en la mente, y en cierto modo la herida superaba a D. J. No podía pensar en otra cosa.

D. J. lanzó su brazo sano contra Newcombe, que paró el puñetazo y levantó el M16 en una posición defensiva que funcionó como un muro.

D. J. sollozó, enloquecido, odioso.

—¡Os van a matar!

—Joder, dejadlo que corra. —Era Young.

—¡Ya casi estamos, D. J.! —dijo Todd.

Pero Newcombe se apartó y D. J. salió corriendo.

—¡No lo hagas, no! —gritó Ruth—. ¡Tiene las muestras!

Lo agarraron sólo dos metros más allá mientras los F-15 rugían por encima de sus cabezas. Bajo el trémulo estruendo, Cam se aferró a la mochila de D. J. y Newcombe le dio un manotazo en el brazo herido. D. J. se desplomó, su gemido penetrante perduró mientras los motores de los aviones desaparecían.

—¡Cógelo, cógelo! —gritó Newcombe, que había bajado el rifle y de nuevo miraba al edificio de apartamentos.

D. J. se resistió cuando Cam llevó sus manos a sus bolsillos del pecho, no para quedarse con las muestras sino para volver a ponerse en pie. Se levantó de nuevo en cuanto Cam lo soltó, desgarbado, agarrándose el brazo con la otra mano.

Aún estaba dando tumbos cuando Cam miró atrás.

¿Por qué no los habían rodeado los soldados? El equipo de laboratorio ya era un botín, pero Leadville tenía hombres de sobra, y para entonces los perseguidores deberían haberse acercado...

—Verde, ¿me recibís? —El piloto—. ¡Verde, verde!

—Aquí —dijo Young—. Estamos aquí.

—Malas noticias. Tengo un grupo de tíos tomando posiciones en la autopista.

Young se detuvo, levantó el puño como si no pudieran verlo. Había dejado atrás al grupo y era la única silueta animada en el cañón que dibujaban los edificios.

Mientras lo rodeaban, Ruth se arrodilló, jadeando. Cam se volvió para observar el camino por donde había ido, y Newcombe hizo lo mismo, y pensó que cada vez estaba más convencido de que los soldados no habían ido tras ellos.

—¿Cuántos tenéis? —preguntó Young.

—Nueve o diez. —El piloto parecía disculparse—. Algunos corren hacia el avión.

—¿Podéis...?

—No vamos a resistirnos —respondió el piloto en tono muy serio. Debía de estar trasmitiendo estas palabras a la vez a los hombres que estaban rodeándolos—. No vamos a resistirnos.

Habían calculado que por lo menos cuarenta soldados habían descendido en paracaídas, tal vez cincuenta, y mientras iban en el todoterreno Young había deducido que los últimos diez estaban de reserva a bordo de otro C— 130, a menos que Leadville hubiera falseado la magnitud de sus fuerzas, un truco muy común. De esos cincuenta, algunos se habrían herido al tomar tierra. Young consoló a su equipo diciendo que, por lo general, los traumatismos afectaban a un dos por ciento de los paracaidistas con equipamiento completo que aterrizaban en un terreno abierto, y las características de la ciudad debían de haber incrementado esa cantidad de forma radical, por mucho que fueran soldados de elite y contaran con para— caídas planeadores corrientes. Un cielo atravesado por cables de alta tensión, las calles llenas de coches... si tenían suerte una docena de hombres habrían quedado inmovilizados.

«Seamos pesimistas», dijo Young en su momento. «Supongamos que son cuarenta y cinco hombres.» Eso dejaba a unos quince soldados a unos cinco kilómetros al este de ellos, reunidos en el laboratorio del Arcos para evitar una retirada, hacerse con todo archivo o aparato que se hubieran dejado, ayudar al comandante Hernández y en la práctica verse reforzados por sus marines... Cam había supuesto que los otros treinta o más participaban en la emboscada.

Sin embargo, Leadville se imaginó correctamente que veinte tiradores podían diezmar a su pequeño ejército, apenas armado. Y mientras ellos se dirigían hacia las armas que los esperaban, los diez soldados restantes ya se dirigían al avión.

Los tres hombres heridos por el sargento Olson probablemente eran la razón de que no les persiguiera ahora y que Leadville hubiera decidido reagrupar a sus hombres. Los heridos necesitaban cuidados. Había que custodiar y mover el remolque. ¿Y por qué arriesgarse a provocar más víctimas en una caza de ratones edificio por edificio? Leadville sabía que se habían quedado sin aire, también sabían exactamente dónde se encontraban. Los satélites espía debían de haberlos seguido desde que se fueron del laboratorio.

Se había terminado todo, y Cam tenía la misma sensación que cuando cargó con Erin mientras se desangraba a mil doscientos metros de la barrera.

Cam vio el mismo pavor y cansancio en el rostro enrojecido y sudoroso de Ruth cuando ésta alzó la vista hacia Young. Todd también se había quedado paralizado, con la expresión petrificada en una mueca y con la mano como si jugueteara con la pequeña cicatriz que tenía en la nariz.

Sin embargo, Young meneó la cabeza.

—Infórmeme sobre el terreno alto.

—¿Por qué no se rinde? —dijo el piloto, esta vez con amabilidad—. No hay forma de...

—¡Infórmeme sobre el terreno alto!

Era un nombre en clave. ¿Acaso tenían otros planes aparte de ir a Canadá? Pronto todo el maldito mundo iba a estar allí encima de ellos, hasta que el combate se convirtiera en una pequeña guerra y costara cien vidas, mil.

Cam estaba dispuesto a llegar tan lejos con tal de ganar.

—La última llamada era afirmativa, pero no puedo confirmarlo —dijo el piloto—. Interfirieron mi conexión en cuanto los F-15 aparecieron en el radar. De todos modos tiene mala pinta, nos han pillado, estamos abriendo las compuertas...

—¡Apaguen las radios! —gritó Young—. Que todo el mundo apague la radio, seguirán el rastro de nuestras emisiones.

Cam estaba ansioso, pero Todd fue más racional.

—Señor —dijo Todd con cautela—, nos han atrapado. —No obedeció la orden, e hizo un gesto de resignación—. Qué importa...

Ruth se volvió hacia su amigo.

—Si hay alguna oportunidad...

—Apaguen las radios —repitió Young, y Newcombe comprobó sus cinturones.

—Apaguen las radios, apaguen las radios.

Todd tenía paciencia, como si hablara con locos. Cam se percató de que aún intentaba protegerlos.

—Aunque traigamos otro avión, no hay modo de que podamos ir a buscarlo. Lo ven todo. Pueden...

—Los satélites están desconectados —dijo Young, y el pinchazo de emoción que sentía Cam se convirtió en fuerza y energía.

El terreno alto.

A novecientos cincuenta kilómetros, en el centro de la fortaleza que era Leadville, un hombre, o quizás dos, tal vez una mujer, habían actuado y casi con certeza se podría seguir su rastro. La cantidad de técnicos que seguían los satélites espía era demasiado reducida.

Tal vez el conspirador que colaboraba con ellos ya había emprendido la huida. Quizá ya lo habían identificado y matado.

En algún momento durante la última hora, se habían enviado secuencias correctivas a los cinco satélites Keyhole KH-11 que aún estaban bajo control de Leadville. Esas secuencias hicieron que no pudieran disparar a sus aviones y habían empujado a los satélites hacia la atmósfera de la Tierra, donde empezaron a dar vueltas y ardieron.

—En Leadville están ciegos —dijo Young, que los llevó hacia el sur. Un grupo de rascacielos se elevaban desde el horizonte.

Ruth también parecía haber descubierto alguna reserva de energía. Seguía el ritmo, pero había que azuzar a Todd. Newcombe, aún detrás, presionaba con la culata del MI6 en las botellas de aire de Todd con un ruido sordo.

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