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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (38 page)

BOOK: La Plaga
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—Déjeme hablar con ellos —dijo ella.

—Lo tengo encañonado, doctora. Mueva el culo.

Cam ya estaba empujando a Sawyer, le bajaba el brazo cuando intentaba agarrarse a la pared.

—Escuche, tenemos el rehén más importante —dijo Ruth.

—Sin bromas. —Young meneó la cabeza, no por discrepancia sino exasperado—. Iantuano, sáquelos.

—Sí, señor.

—¡Espere! —Ruth dio un golpe en el cristal, pero el capitán Young ya se dirigía hacia la otra esquina de la sala principal, donde estaban sus prisioneros, sentados contra la pared, con las botas y las muñecas atadas con cinta de carrocero.

Había jurado matarlos...

—¡Young, no! ¡Me refería a los nanos y todos los aparatos!

No contestó. Había apagado la frecuencia general. ¿Qué canal había utilizado Olson? Ruth agarró sus controles. Interferencias. Interferencias. La frecuencia dos era la de mando, y los pilotos habían dejado ese canal abierto.

—..., túmbense y entreguen las armas al comandante Hernández. —La voz de Leadville era femenina, fría, sin entonación—. No hay motivos para derramar más sangre.

—Eso le estoy diciendo. —Era Young—. Retírense.

—Retírese, capitán.

—Atrás. Antes lo haremos volar todo, ¿entendido? Tenemos bidones de gasolina suficientes para armar una gorda, así que retírense. No querrán que...

El edificio tembló en dos atronadoras ondas sónicas cuando dos F-15
Eagle
pasaron por encima de sus cabezas.

Leadville había enviado un despliegue impresionante. Eso decían ellos, por lo menos, y los pilotos al otro lado de la ciudad confirmaron que el radar mostraba otro C-130 que se acercaba tras los dos aviones de combate. Leadville decía que en su interior había sesenta soldados.

Young repitió su única amenaza:

—¡Lo volaremos todo, todo!

Luego dio instrucciones a los pilotos de que cortaran la trasmisión del todo.

—¿Podéis bloquear nuestro tramo de autopista, poner los aviones en medio? —dijo.

—Ya los estamos moviendo. —Ruth advirtió que el hombre de las fuerzas aéreas no llamó a Young «señor» ni «capitán». ¿Era significativo?

El área de aterrizaje más próxima era un aeropuerto que estaba a cinco kilómetros al sur de donde ellos habían tomado tierra, las carreteras estaban atascadas y pasarían otros quince minutos hasta que el avión de Leadville cubriera la distancia desde Sierras, y otros diez o más hasta que tomaran tierra.

—Nosotros ya habremos hecho casi todo el camino de vuelta antes de que ellos pisen el freno —dijo Young.

Sin embargo, Ruth se quedó pensativa. Aunque no los arrestaran en tierra, por mucho que los disidentes reunieran apoyo aéreo o los combatientes canadienses intervinieran a su favor, ¿permitiría Leadville que otro tuviera esa tecnología? Los seres humanos, llevados por la codicia y el miedo, tal vez no entenderían que otros nanos les podían beneficiar a ellos. Aquellos hombres obsesionados con la guerra podían no creer que un nano vacuna los salvara.

Un misil aire-aire era lo único que necesitaba Leadville para eliminar a un avión de carga lento para siempre.

—¡No! —Ruth se separó, tambaleándose, de Iantuano, se resistía sin éxito con su único brazo—. ¡Aún no! Si no tenemos esto no tenemos nada...

Él la agarró de la muñeca.

—¿Está loca? Tenemos que irnos.

—He terminado, he terminado, estoy acabándolo —protestó D. J. por detrás, y Ruth se movió adelante y atrás, intentando impedir el paso a Iantuano a la consola LUVE.

—¡Tenemos que asegurar el prototipo o todo este tiempo habrá sido en vano!

—Señora, nos vamos.

—Ya voy —dijo Todd—. ¿Señor? Mire, ya me voy.

—¡Lo tengo! —gritó D. J.—. Déjeme extraer...

Toc-toc. El capitán Young había vuelto al exterior de la cámara, con el rifle en un brazo y la otra mano en el cristal. Al mismo tiempo, dos soldados estaban entrando a toda prisa por la cámara de aire. Cam ya había empujado la silla de ruedas de Sawyer por la sala más grande, con la cabeza vuelta sobre el hombro para mirar.

—Si no supiera nada diría que está jugando a dos bandas —dijo Young, que buscaba los ojos de Ruth a través de las muchas capas que había entre ellos, la pared de cristal, los visores.

Ella aguantó la mirada.

—Eso es ridículo.

D. J. se colocó al lado de Ruth y enseñó el puño a Young.

—Lo tengo, ¿de acuerdo? Tengo el prototipo. Vamos a asegurarnos de que tenemos toda la programación y nos podemos ir.

—Háganlo rápido —dijo Young, e hizo un gesto para que pasaran como un guardia de tráfico—. Quiero llevarme ese láser, pero están en medio.

Los soldados que habían entrado en la cámara estaban tirando de una plataforma rodante. Ninguno de los componentes del láser de fabricación pesaba más de cien kilos, pero los soldados también tenían un cilindro azul —no era una botella de aire— conectado por un cable a una boca estrecha y negruzca. Un soplete.

—¡Tengan cuidado! —dijo.

—Doctora, todo lo que no esté en el remolque en quince minutos se quedará aquí.

—No pueden cortar los cables de refrigeración, nunca arreglaremos...

—Quince minutos.

—Puedo minimizar los daños —dijo D. J.—. Déjeme que les enseñe dónde cortar y cargaré con todo el cableado que pueda.

—Claro —contestó Young. Un soldado ya estaba ayudando a otro, Dansfield, a ponerse una pesada máscara de soldador encima del casco.

Ruth dudó, las ideas se le agolpaban en la cabeza. El tercer componente, la fuente de alimentación y la electrónica informatizada, estaba conectado a los demás sólo por un grupo de cables de los que se podía tirar con facilidad. Por desgracia la segunda unidad, el sistema de refrigeración, los ventiladores y los filtros, estaba conectada a la primera por muchos tubos industriales. Si cortaban esas conexiones, perderían la mayor parte del líquido refrigerante y contaminarían mucho el sistema de descontaminación. Sin embargo, Ruth suponía que era mejor eso que arriesgarse a dañar la óptica láser del primer componente quitando los tornillos a golpes.

Ruth agarró su portátil. Todd estaba recogiendo los CD y D. J. había metido la cajita de láminas portaobjetos en el bolsillo del pecho y lo había cerrado con la cremallera. Ruth entró presurosa en la cámara hipobárica, con Todd pisándole los talones.

Aún hacían falta muchas pruebas y ajustes antes de tener una vacuna fiable, más de las que se podían realizar dentro del límite de su suministro de aire. Probablemente repetirían todo el proceso cincuenta veces. Necesitaban días, incluso semanas. Ruth cerró los ojos y se maldijo a sí misma.

Las razones para hacer las comprobaciones previas eran sólidas, pero deberían haber parado en cuanto estuvieron seguros de poseer lo esencial. Tal vez podrían haber terminado de reponer combustible en el aeropuerto internacional de Sacramento antes de que los reactores aparecieran en el horizonte.

Ruth pensaba con sinceridad que estaba por encima del orgullo, de verse en un lugar destacado en la Historia, pero la tentación de ser la primera había sido demasiado grande. La tentación y la debilidad.

Nunca había evitado del todo el miedo mientras trabajaban, había demasiados recordatorios, el tejido del traje que se le ceñía, el peso de la mochila y los incómodos calambres en el hombro, pero utilizó el pañal allí, de pie, con cinco hombres, y casi ni lo pensó, absorta, poseída.

Ahora rezaba a Dios por tener un lugar y tiempo para volver a ensimismarse. No por ella, jamás lo volvería a hacer por ella. Los millones de personas que quedaban en el mundo no merecían morir de hambre ni combatir durante los próximos mil años por su egoísmo. ¿Eso no debería contar?

«Por favor, por favor, por favor.» Aquella letanía era el latido de su corazón.

—Soy Dansfield, voy a encender la llama...

Ella miró hacia atrás. Estúpida. Tres de los cuatro hombres que estaban en la cámara hipobárica se habían vuelto hacia fuera, y vio que Iantuano abría la boca, sorprendido por su reacción. Ruth desvió la mirada de forma natural hacia el cuarto hombre, una silueta arrodillada, justo cuando el soplete que llevaba en las manos escupía una llama azulada. Se estremeció.

«Por favor, Dios.»

La imagen se le quedó grabada en la mente.

—Todd —dijo—, ¿puedes volver a revisar el remolque? Voy a ver qué ha quedado ahí dentro y luego podemos trabajar en trío, ¿de acuerdo?

—Suena bien.

—Déjenme ayudar. —Era Cam, que había vuelto a conectar su radio sin permiso. Ruth se detuvo, asustada por él, pero seguro que Young no se opondría ahora que Leadville lo sabía todo. Sus rasgos llenos de cicatrices se habían inflado entre la nariz y la boca, aunque era difícil discernir hasta qué punto, porque el interior del visor estaba salpicado de sangre, con manchas mayores en la mitad inferior. Junto a Cam, en la silla de ruedas, Sawyer alzó la vista hacia ella con una mueca de chimpancé asustado. Sin duda él también había visto el soplete.

—¿Por qué no echas una mano a ese chico? —preguntó ella, que se dirigía al exterior del laboratorio, donde un soldado estaba sujetando el equipo en el remolque—. No podemos permitirnos que se caiga nada.

—De acuerdo. —Cam se dio la vuelta, se fue tras Todd y dejó a Sawyer en medio del suelo.

Ruth caminó a zancadas, observando el embrollo de objetos. Si hubiera espacio, si dispusieran de una flota de camiones, no dejarían nada más que las sillas y las lámparas de mesa. Pero otros objetos no importaban, amperímetros, un generador de señales...

Estaba de pie sobre la sangre del cabo Ruggiero.

Cerró el puño y siguió avanzando, aunque se retiró para caminar sobre baldosas limpias. Luego volvió a bajar la mirada con la misma curiosidad refleja que casi la había cegado.

El charco se había corrido cuando sacaron a rastras a Ruggiero de la habitación, ahora era un rastro amplio que se ennegrecía y se volvía pegajoso.

El capitán Young estaba en la esquina de enfrente de nuevo, adonde iba tras cada interrupción, de pie, junto a los prisioneros, con otro soldado de las fuerzas especiales, mientras un tercer hombre envolvía con más cinta las piernas de los prisioneros. Ya estaban inmovilizados, ¿por qué se molestaban?

Ruth buscó a tientas su control de radio, con cuidado de no tirar el portátil.

—... o culpa nuestra. De lo contrario volveríais con nosotros.

—No puede dejarnos aquí sin más. —Hernández. Debían de haber conectado su radio.

—No puedo molestarme en mantenerles vigilados ni ir por ahí con un vehículo adicional —le dijo Young—. Lo siento. Les diremos dónde los pueden encontrar.

—¿Y si no llegan a tiempo?

—Tienen casi dos horas. Y pueden sobrevivir casi dos más hasta que de verdad les empiece a doler.

—No si nos ahogamos en estos trajes...

—Les dejaremos un cuchillo —dijo Young—. Deberían poder moverse en diez, quince minutos.

«Tardarán más.» Pero Ruth no lo dijo. Los marines tendrían que ser muy cautelosos para no cortarse los trajes, y en ese momento comprendió por qué el soldado estaba colocando la cinta alrededor de las espinillas y las rodillas en vez de reforzar las ataduras de los pies. Eso les daría más superficie que cortar.

—Espere. —Esta vez Hernández habló más rápido—. Sabe que Timberline tiene la mejor oportunidad de montar un nano que funcione de verdad. Si lleva esta tecnología a los disidentes...

—Adiós, comandante. Buena suerte.

—... está jugando con más vidas que la suya...

Young se arrodilló y tiró del cable de la radio, y el soldado de la cinta se inclinó sobre él. También llevaba una navaja plegable. Cortaron el cable de la radio de Hernández e hicieron lo mismo con los otros tres marines, así que quedaron irremediablemente mudos.

Era una bendición darles a Hernández y su brigada una oportunidad. E inteligente. Ruth estaba de acuerdo. Si Young los hubiera ejecutado, no podía esperar otra cosa para sí mismo si las cosas salían mal.

El dejarlos ahí para que los rescataran también era un movimiento calculado para distraer a parte de las fuerzas de Leadville.

Pasaron más de quince minutos hasta que estuvieron en el coche, los componentes del láser apenas pasaban por la cámara de aire de uno en uno, pero Young esperó hasta que la última pieza estuvo cargada en el remolque.

Sus sombras eran pequeñas y se acurrucaban debajo de ellos, el sol de mediodía estaba suspendido en su punto más alto.

Dansfield iba delante con la excavadora, Trotter iba arrodillado en el techo de la cabina con uno de los dos rifles de asalto que tenían, y Olson estaba de pie en el cuerpo de la excavadora. Los cinco civiles y los cuatro miembros de las fuerzas especiales que quedaban se metieron en el todoterreno y, entre los aparatos apretujados en la plataforma, Sawyer y su silla de ruedas estaban encajados en el remolque. Iantuano estaba sentado en un componente del láser de fabricación con el segundo rifle.

Newcombe había inhabilitado la furgoneta con tres disparos, en las dos ruedas delanteras y el radiador. También se habían deshecho de la mayor parte del equipo que habían llevado hasta allí, se quedaron con las botellas de aire que quedaban y la campana de presión, y Ruth advirtió que entre los objetos abandonados estaban los bidones de gasolina que Young había jurado utilizar para destrozar el equipo del laboratorio si los de Leadville se acercaban demasiado.

La discreta decisión de Young la hizo sentirse orgullosa y triste al mismo tiempo. Era un sentimiento salvaje, solitario, directo. Peor que el control de la nanotecnología por parte del gobierno de Leadville sería quedarse sin ella. Young no tenía intención de hacer volar algo que había costado los esfuerzos de tanta gente.

Iban lentos. El todoterreno se esforzaba por tirar del remolque. Avanzaban a cuarenta kilómetros por hora por el bulevar Folsom y se dirigían al norte por la calle 54 cuando volvieron a oír los aviones.

Pasaron por encima de sus cabezas, como si temblara el cielo. Encajada entre D. J. y Cam en la parte trasera del vehículo, apoyada contra el techo del coche, Ruth intentó mirar a su alrededor, pero bajó la cabeza antes de perder el equilibrio.

Avanzaron a sacudidas por los patios colindantes, se desviaron brevemente al este, luego continuaron hacia el norte por la 55. Pasado medio bloque se orientaron al oeste. A partir de aquel momento era un trayecto recto a lo largo de diecinueve manzanas. Cuando se acercaron a la autopista, Jennings aceleró para seguir el ritmo de la excavadora.

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