—Vamos —le dijo Cam a Erin—. Vamos.
Sawyer y Manny se volvieron. Bacchetti los alcanzó.
—Mirad. Mirad todos. —Sawyer se agachó y desplegó el plano en el suelo—. Estamos desviándonos demasiado hacia el oeste.
«Fuiste tú quien dijo que tenías que ir delante», pensó Cam. Aunque el resentimiento era bastante infantil, podía ser peligroso.
Empujó a Manny para que se acercara al hombro de Sawyer. De todos modos el chico estaba preocupado. Hurgaba en sus botas con los pulgares y se pinchaba en el talón. Tal vez sólo sufriera un calambre, pero los nanos tenían una desgraciada tendencia a agruparse en cicatrices y atacar las partes del cuerpo ya debilitadas. A Cam siempre le afectaba primero en la mano o la oreja.
Una cuadrícula roja cubría el plano mostrando los kilómetros cuadrados, cada recuadro era un caos de líneas marrones de cotas de elevación, pero Cam localizó el camino que buscaban de un solo vistazo. Había grandes «X» en las zonas donde la erosión era menor.
Sawyer colocó el dedo enguantado junto a una curva pronunciada, casi un cuadrado completo fuera de la ruta.
—Dios. —Manny dejó de tocarse el pie—. Dios mío.
—¿Es ésta la cresta en la que estamos? —dijo Cam.
—Exacto.
Habían ido casi medio kilómetro más al oeste de lo necesario, por una ondulación de barrancos que conducía al océano en vez de hacia el valle, donde podrían orientarse por la forma de las montañas.
Cam cerró la mano que le escocía en un puño.
—Iré contigo al frente, para controlar la brújula mientras tú le echas un vistazo al plano.
—De acuerdo. —Sawyer se puso en pie y Cam se levantó a su lado.
Así que Manny reanudó la marcha, apretando desesperadamente el pie y masajeándose el tobillo.
—¿No podemos sentarnos cinco minutos? —dijo Erin en voz baja.
Cam se inclinó y la agarró del brazo.
Erin se ensimismó. Cam no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido desde que descendieron de la cresta, tal vez quince minutos, el sol no estaba más alto que a media mañana, pero Erin ya había tropezado con él dos veces, cuando aminoraba el paso para leer la brújula. Estaba agotando sus reservas de energía.
Cam también necesitaba recobrar fuerzas. Llevaban caminando más de cien metros entre hierbas marchitas cuando recordó que era primavera. Aquel campo de orquídeas silvestres daba la sensación de que hubiera llegado el otoño. Sus flores amarillas, normalmente del tamaño de un dólar de plata, eran sólo brotes incompletos, y sus características largas hojas carnosas se veían marrones. Muchas estaban lo bastante secas para desmenuzarse bajo sus botas a pesar que la tormenta había convertido aquel prado en una alfombra irregular de lodo y charcos.
Aquel año no había visto abejas ni mariposas, y se preguntaba si las arañas y los reptiles habían devorado todos los enjambres y las lentas orugas. No estaba seguro de que la falta de insectos polinizadores fuera la condena de aquellas plantas. Tal vez también tenía la culpa un hongo, unos ácaros o los pulgones...
Cam casi había captado la lógica de lo que había ocurrido cuando los mosquitos se reunieron en la parte inferior de sus gafas como una niebla repentina que tratara de entrar.
Dio un manotazo a aquella nube negra alargada y se bajó la bufanda.
—Dios...
Sawyer dio un salto, estuvo a punto de caerse, y se volvió para mirarlo. Tenía treinta pequeñas sombras pegadas a la cara, la tela de la bufanda mostraba una mancha alargada a la altura de la boca.
—¿Qué? —dijo Sawyer, y Cam estiró el brazo. Sawyer lo detuvo, el plano salió despedido de su mano, pero ninguno de aquellos movimientos desplazó a los insectos.
Los mosquitos en sí eran una amenaza menor, poco más que una molestia. Las picaduras eran las que podían ser letales. Cada pinchazo era una puerta para que los nanos se introdujeran en la piel.
Cam se golpeó con los guantes en la barbilla y la frente, y se volvió hacia Erin. En su capucha se veían bultos. Tras ella, Bacchetti ya se estaba rascando frenéticamente. Manny levantó las manos ante sus ojos, incrédulo.
—Mierda —dijo Sawyer.
—Corred. —Era lo único en lo que podía pensar Cam. Sin embargo, se quedaron ahí otro instante, con el agua sonando en algún lugar entre las plantas moribundas. Se inclinó para limpiarse los muslos y vio que aquella oscura masa viviente también estaba pegada a sus botas.
Se quedó absorto, igual que Manny.
Hacía tiempo que debería haberse detenido el ciclo de los huevos de los mosquitos. No vivían más que unas semanas, y las hembras necesitaban sangre para ser fértiles. ¿Podían haberse adaptado en tan poco tiempo a una dieta de ranas y salamandras? Parecía imposible. Toda la especie debería haberse extinguido excepto algunos restos de las variedades cuyos huevos quedaban aletargados en el lodo hasta que se mojaban con las lluvias.
Los residuos líquidos de la primavera. Dios. Y Hollywood probablemente había recibido picaduras suficientes para fertilizar a quinientas hembras, cada una capaz de engendrar a mil más...
Cam mató a veinte con la mano. Pero eso no significaba nada. Se incorporó hacia una bruma de cuerpos y entrecerró los ojos para lanzar un agudo gemido crispado.
—Corred. —Empujó a Erin y ella tropezó y aplastó un buen tramo de florecillas—. ¡Corred!
Manny se fue dando saltos, agitando los brazos, y todos echaron a correr tras él. Los mosquitos eran corno nieve negra.
Cam gritó cuando el anorak azul delante de él desapareció, pero luego vio otra silueta y cambió de ruta. Se cayó. Se levantó de un salto y Manny se tambaleó hacia él por la pendiente. Cam empezó a empujarlo, pero Manny se resistía. Fueron en direcciones distintas y Cam corrió durante otros cuarenta metros hasta que se dio cuenta de que Bacchetti, a la izquierda, también se movía de lado por las tierras inundadas. Al oeste, hacia el viento.
Tal vez bastaría para ahuyentar a los bichos.
Vio unos destellos verdes y rojos que desaparecían encima de una pendiente leve, Sawyer y Erin. Debían de haberle gritado. Subió a tientas en busca de Manny hacia lo alto del terraplén.
Se golpearon con la maleza y las ramas bajas. Se protegían las gafas y las bufandas con los antebrazos. Aquellos pinos eran diferentes de los que Cam había visto durante los últimos doce meses, con agujas finas y frágiles piñas anaranjadas que lo rociaban de polen. Cada impacto aplastaba docenas de mosquitos y ahuyentaba a cientos más.
Vio el anorak azul de Bacchetti y luego a Erin delante, una figura roja que avanzaba hacia una colina apenas arbolada. Allí el viento soplaría con más fuerza.
La adrenalina era un pobre sustituto de las fuerzas. Cam se dirigió a la ladera, pero le pesaban los pies. Empezó a gatear. Entonces Manny lo ayudó a volver a ponerse en pie y ascendieron con dificultad.
En la cresta, Erin estaba tendida de costado, tratando de respirar. Sawyer aún se mantenía de pie. Más allá sólo había bosques y rocas. Cam se vio como una gota distorsionada en las lentes de espejo de Sawyer cuando éste se acercó a él, y le dio manotazos en la cara y el pecho para matar los pocos insectos que aún tenía pegados. Bacchetti era más torpe, sus esfuerzos eran como puñetazos.
—Tenemos que seguir adelante —les dijo Sawyer.
—Las crestas —dijo Manny, entre jadeos—. Quedaos en las crestas.
—Cierto. Si podemos. Sobre todo debemos mantenernos alejados del agua.
—¿Crees que estamos cerca de la carretera?
Sawyer meneó la cabeza y alisó el plano. Se puso en cuclillas y sujetó el plano al suelo con las manos.
—Debemos de estar cerca —insistió Manny.
Habían perdido todo lo ganado mientras caminaban hacia el este. Incluso podrían haberse desviado más al oeste que antes. Por lo menos también habían bajado bastante, al norte. Los pinos y la abundante maleza eran la prueba de que habían alcanzado una cota más baja, más evidente para Cam que los números del plano, 2.000 metros. El dedo de Sawyer se detuvo en la cota más cercana.
—Tal vez aquí —dijo Sawyer.
Al principio Cam no advirtió el nuevo sonido del viento. Tenían que ir hacia el noroeste para evitar las tierras inundadas y los peores mosquitos, pero la carretera 14 no estaba a más de kilómetro y medio. Podían encontrar un coche.
Un coche. Cam giró la cabeza.
—¿Es...?
El claxon no paraba de sonar, como en una imitación burlesca de los coyotes que antes aullaban allí. Pero aquel aullido era un quejido.
—Es código morse —dijo Manny—. SOS.
Tres cortos, tres largos, tres cortos. El esquema le pareció evidente cuando el chico se lo explicó.
—De acuerdo. —Sawyer se rió y se frotó la frente—. No sé qué demonios se cree Price que vamos a hacer por él. Mirad. —Deslizó el dedo cuatro kilómetros al oeste, contra el viento—. Se han metido en esta pista maderera.
—Pero la pista no acaba ahí —dijo Cam.
—A menos que esté bloqueada. O puede que hayan tenido un accidente. —Sawyer se tambaleó al levantarse—. Da igual —dijo— No podemos ayudarlos.
Para su sorpresa, había pocos huesos en el bosque, la mayoría sólo eran de pájaros, parecían pequeñas esculturas elaboradas. Su teoría era que todas las criaturas habían intentado esconderse. Las ardillas, conejos y zorros se habían metido bajo tierra, mientras que los ciervos y coyotes se habían agazapado entre los matorrales. Los pájaros se habían escondido en las copas de los árboles, pero sólo consiguieron que el viento se los llevara más tarde.
Los humanos habían sentido el mismo instinto de ocultarse.
Cada uno de los seis coches con los que se encontraron era un ataúd colectivo. Se veían las siluetas de las personas, con la ropa apelmazada y sucia, siempre arrugada, pegadas contra las puertas o en el suelo. El olor sería más nauseabundo de no ser porque al inicio de la primavera los insectos se habían colado por los respiraderos y los resquicios de las puertas para devorar la carne podrida y a menudo también la tapicería.
Sawyer sacaba los restos a rastras por las piernas o los cráneos, o los empujaba más adentro del coche, lo que le resultara más fácil. Las llaves colgaban de todos los contactos, pero habían dejado los motores encendidos, con la calefacción, las luces y la radio.
Cuatro de los seis vehículos estaban cerrados. Al principio Cam se había reído de aquel absurdo. Pero le daba vueltas la cabeza cada vez que se inclinaba a buscar una roca, y casi se rasgó el anorak al romper la tercera ventanilla. Estaba demasiado débil para controlar el movimiento de lanzar aquella rudimentaria herramienta contra el cristal. Contempló su imagen en la ventanilla del cuarto coche. Incluso para levantar aquel trozo de unos cinco kilos de asfalto del arcén, su postura era demasiado tensa, con los hombros encorvados y la cabeza baja, como si el hecho de encogerse ayudara en algo.
Entendió por qué cerraban las puertas y las ventanillas.
Todos los vehículos provocaban una amarga frustración. Manny perdía el tiempo probando de nuevo cada contacto cuando Sawyer ya había desistido. Sawyer iba de aquí para allá y probaba cada llave tres veces. Sólo tres veces, luego se iba.
El asfalto les permitía dar zancadas más grandes porque no tenían que luchar contra las rocas y el barro. Además, estaban casi en una planicie, en el fondo del valle, a medio camino. Avanzaban demasiado despacio. Parecían unos viejos con sus inútiles cuerpos encorvados.
En la carretera 14 se veían coches. A 1.900 metros, había estado cubierta por una capa de varios centímetros de nieve, Cam imaginaba que la falta de coches se debía más bien a que la mayoría de la gente se había decantado por la carretera 6, más abajo en el valle... pero si no lograban hacerse con un coche pronto, la única opción sería seguir a pie hacia la cara norte. De todos modos, Hollywood había dicho que la carretera 47 estaba bloqueada por lo menos en dos puntos, pero si podían ir en coche hasta el primer obstáculo...
Erin chocó con él, como un peso muerto. Se habían encontrado con otro vehículo, una vieja camioneta, en la cuneta. Sawyer se apartó de Erin.
Una mosca chocó contra las gafas oscuras de Cam. Él parpadeó, su estado consciente se encendía y apagaba en su interior como un faro. Sentía dolor. Estaba ardiendo. Lengüetas líquidas le recorrían la mano y la muñeca. El mismo fuego le deformaba la oreja y hacía que se desprendiera el tejido.
Erin intentó sentarse y él se dio un par de golpes. Entonces pasó Manny dando tumbos. Erin se soltó de Cam, que se tambaleó al intentar suavizar su caída, aunque estaba desesperado por mantenerse erguido. Miró a los demás en busca de ayuda.
Sawyer había sacado a rastras un extraño cuerpecito de la camioneta.
Cam observó, se dio cuenta de que era un perro, y Erin consiguió decir una palabra que apenas se diferenciaba de un jadeo.
—Descansar...
Las botas de Bacchetti entraron en el campo de visión de Cam. Aquel hombretón gruñía y animaba a la camioneta. También hablaba con las moscas.
—Rrrrr. Rrrrr... —tosió.
—Ayúdame —suplicó Cam—. Levántala.
Bacchetti ya había adoptado una postura firme y decidida. Tal vez se había vuelto un poco loco, pero Cam se alegraba de su presencia, de su fuerza y lealtad, así que le sorprendió ver que Bacchetti se alejaba. Hasta que oyó otras botas.
Juntos, Cam y Sawyer levantaron a su amante hasta sentarla. Ella abrió los ojos y la franja de su cara enmarcada por las gafas se arrugó en un gesto familiar. Estaba sonriendo.
—No puedo cargar contigo —le dijo Sawyer—. No lo haré.
—Por favor —dijo Cam, tal vez a los dos.
Había estudiado la ciudad tantas veces desde su precipicio favorito que creía saber adónde iba. La central de los guardas forestales y los talleres de la concesionaria de autopistas compartían muchas cosas en la parte del noreste. Ambas eran instalaciones rodeadas de vallas de tela metálica que resguardaban camionetas verdes y camiones y excavadoras naranjas. Ahí seguro que conseguirían arrancar un vehículo, no debería costarles encontrar uno. Aquel lugar sólo tenía ocho calles, una cuadrícula de tres por cinco situada fuera del centro en la carretera 14, y varias vías secundarias serpenteantes, flanqueadas por cabañas viejas y enormes casas modernas.
—¿Sis? —dijo Erin. Seis. Una señal de madera sobre unos pilotes metálicos rezaba: BIENVENIDOS A WOODCREEK, 2273 HAB., ALT. 1869.