Era una posición de combate.
Ruth consiguió forzar un sonido después de que el corazón lo diera un vuelco.
—Mira...
Ulinov la hizo callar al encoger sus admirables hombros. Se dirigió a Mills, con el peor inglés que ella le había oído jamás.
—Tú, pienso que eras mejor. Un profesional hace mejor.
Ruth oyó un ruido a su lado cuando Mills se movió en su asiento. Quería mirar, tal vez animarlo con un gesto, pero no había manera de apartar la mirada de Ulinov.
—Tus fotografías —dijo Ulinov—. Retíralas. Ahora.
—He sido yo... —dijo ella.
—No. —Volvió a gesticular con los hombros. Ni siquiera quería oír una confesión.
¿Cuánto tiempo llevaba escuchando? Mierda. Lo único que podía hacer era tomar la ofensiva, actuar como un nano. Mierda, mierda, mierda. Tenía que ser implacable.
—Comandante...
—Basta. Obedece las órdenes. —Ulinov parecía más cansado que enfadado, y tal vez se había relajado un poco.
—La guerra que estás intentando librar. Ushba. Skata. —Ella mencionó los nombres de las cimas donde los rusos habían fracasado en su intento de contener a los musulmanes—. Puedes ayudarlos más dejándome en tierra, de lo contrario perderemos la mejor oportunidad que tenemos de vencer a la plaga. Si no la paramos seguirán destruyéndolo todo.
—¿Qué demonios te pasa? Obedece las órdenes.
—Lo destruirán todo hasta que ya no quede nadie, Uli...
—No, aquí no va a haber ningún motín.
Le extrañaba que no se le hubiera ocurrido a ella la palabra, pero era precisa. Motín.
—No es eso, sólo...
Ulinov observó cómo se quedaba sin palabras antes de volverse hacia Mills.
—Dame las fotos —dijo—. Luego volvió a mirar a Ruth y dijo—: No vuelvas a la lanzadera.
Su pulso se negaba a calmarse, y sus pensamientos discurrían tan rápido que se sentía disociada de sí misma. Se había retirado a su laboratorio después de que Ulinov la escoltara desde el
Endeavour
, para apaciguarlo y porque no quería presentarse ante los demás. Esperaba encontrar allí un poco de seguridad y consuelo.
Habría sido mejor enfrentarse a ellos. Allí sólo estaba el sonido de sus propios miedos.
Ruth sabía cómo forzar una evacuación de la EEI.
No había otra manera. Ella no podía pilotar la Soyuz rusa acoplada a la estación como bote salvavidas de emergencia. Toda la tripulación tenía que irse a la vez o no lo haría nadie.
Pretendía agujerear el material aislante en algún sitio lejos de su laboratorio, provocar un escape de presión. El daño se atribuiría al impacto de un micrometeorito. Wallace ya había salido dos veces para arreglar los paneles solares. El concepto de vacío total era una ilusión, existían peligros constantes, polvo y desechos, basura humana abandonada en órbita.
Razón de más para salir de allí, antes de que un golpe de azar los matara a todos.
Ruth decidió que la maldición del sentimiento de culpa era un precio aceptable, aunque no sería una carga ligera. No le importaba lo que pensara la tripulación, respetaba el conocimiento y los esfuerzos invertidos en consolidar la presencia humana en el espacio más que casi todo su propio trabajo. En realidad era un respeto natural ante todo reto superado con éxito. En gran parte se debía a la guerra fría haber descubierto que la Tierra era una cesta demasiado frágil donde colocar todos los huevos de la humanidad.
La plaga era prueba más que suficiente de que lo mejor era que se expandieran por el sistema solar y más allá, si era posible, en cuanto tuvieran oportunidad, antes de que un desastre peor que la plaga provocara la extinción de la raza humana.
No obstante, primero necesitaban esa oportunidad.
Ruth rebuscó entre sus efectos personales en busca de una herramienta y se rió al ver una caja de tampones. Cuatro lápices. Nada. Intentó caminar sin retirar los pies de la puerta abierta del armario, y el impulso la hizo descender hacia una hilera de ordenadores. Se dio un golpe en el muslo, luego en el antebrazo, y se hizo daño en el cuello al apartar la cara del ordenador.
Sin saber cómo, rebotó en la dirección que pretendía ir, hacia la escotilla, y se pudo agarrar a ella. No pensaba haber sufrido más que unos cardenales, pero la impresión la había despejado. Se frotó la pierna.
Tenía que esperar, por supuesto. Si ocurría enseguida, levantaría sospechas...
Un ruido de manos y pies la volvió a sobresaltar. Alguien iba hacia allí. ¿Ulinov? Ya había demostrado una asombrosa habilidad para predecir sus acciones.
Ruth retrocedió. Lanzó una breve mirada a la ventana.
Era Gustavo el que llenaba aquel espacio diminuto.
—La radio, tu amigo James —aulló—. ¡Han dicho que sí!
—Sí...
—¡Ha funcionado! ¡Todo lo que les has dicho, el NAN, lo de llevarte a tierra, han dicho que sí!
Le tendió una mano para darle la enhorabuena. Pero Ruth lo abrazó y le gritó en la cara.
—¡Aaaaaaaah!
No había palabras para expresar el alcance y la complejidad de su triunfo.
Iba a volver a la Tierra.
El Remonte 12 tenía un aire extraño con la ladera escarpada de fondo. Todos los telesillas en Bear Summit estaban pintados de color verde oscuro, para que se fundieran con el entorno, pero nada lograba suavizar las líneas rectas de aquellas estructuras. Cam siempre sentía un estremecimiento ambiguo al salir del desfiladero, entre la base de su cima y el punto más alto de la zona de esquí. En otra época aquél era uno de sus lugares preferidos. Ahora era raro e inquietante.
La gran caja de metal que contenía los engranajes estaba suspendida en el aire, a cuatro metros y medio de altura, imponente por encima de una caseta con la fachada de cristal. Doscientas sillas idénticas separadas por intervalos regulares que se trasladaban por ambos lados mediante una serie de poleas y que se perdían más allá de una cresta y los primeros pinos.
Las sillas se balanceaban en el cielo plomizo, presagiaban la tormenta, chirriaban, gemían. A veces, cuando el viento soplaba con fuerza, aquel sonido se oía durante horas en la cima.
Cam desvió la mirada y se volvió hacia Erin, que estaba a su lado. También observaba.
—Vigila dónde pones los pies —la advirtió él. De la nieve dura emergían vetas de granito, la mayoría suaves pero salpicadas de nudos y huecos donde quedaban atrapados los pies.
Intentó no pensar en los nanos que debían de estar encontrando a cada paso que daban, como polvo invisible. Los saltamontes no paraban de brincar. Tenían los mismos tonos bronceados y grises que la suciedad y las rocas. Había más que nunca. Sus brincos imprevisibles hacían que el terreno pareciera inestable y provocaban constantes destellos en el rabillo del ojo.
Unos sesenta metros por delante, casi haciendo carreras, Sawyer, Manny y Hollywood caminaban de lado. Erin protestó cuando Sawyer la dejó atrás, pero Cam estaba contento. Necesitaban líderes. El grueso del grupo parecía estar rezagándose, y la cresta que estaban atravesando era la parte fácil. Sólo habían avanzado poco más de un kilómetro, en dirección al oeste, hacia el viento húmedo.
Cam volvió la cabeza. Bacchetti no estaba muy atrás, pero los demás se movían más despacio, con las miradas posadas en el telesilla.
Lorraine metió el pie en una grieta y se cayó al suelo. Cam la perdió de vista cuando la mayoría de ellos se agrupó a su alrededor, pero vio que no volvía a levantarse. Empezó a retroceder para ayudar, pero Erin dijo:
—Cam, no.
Las nubes de tormenta habían oscurecido el amanecer y los pocos colores que quedaban en el mundo. Sus gafas polarizadas, diseñadas para destacar las siluetas en la nieve, hacían que el bosque de allá abajo pareciera casi negro. Cam se abrió paso entre los azules y rojos de los anoraks de todo el mundo y vio que Price le había quitado la bufanda a Lorraine.
—¡Por Dios, qué haces!
—Tiene que respirar —dijo Price. Cam se apoyó en una rodilla y volvió a subirle la bufanda.
Lorraine tenía los ojos de par en par tras las gafas, así que pensó que estaba hiperventilando. Ella conocía la gravedad de su error. Un faldón de la manga del anorak le colgaba del codo izquierdo, y en la roca que había entre ellos se veía una salpicadura serpenteante de sangre, como una firma, oscura como el petróleo.
—¡Todavía estamos a salvo aquí! —dijo Price.
—Es imposible que hayamos llegado ya a la barrera —añadió McCraney.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Cam—. ¿Crees que está roto?
—¡No la atosigues!
Lorraine meneó la cabeza y Cam la agarró de la cintura, intentaba palpar alguna anomalía, y la recorrió toda hasta el hombro. Luego él también meneó la cabeza.
—¿Te has hecho daño en algún otro sitio? ¿No? Bien. Que alguien traiga un pedazo de hielo.
Price no se movió, pero Doug Silverstein se dio la vuelta.
—Espera —dijo Cam—. Necesito unos trozos de esa cuerda.
Silverstein se la entregó toda, luego subió deprisa hacia un campo de nieve.
Cam llevaba dos cantimploras en la mochila, sacó una y se la vacío encima del brazo para ahuyentar a los nanos que hubieran penetrado ahí. Probablemente Price tenía razón y estaban por encima de la barrera, siempre cambiante, pero Cam había aprendido a ser pesimista.
—¿Quién tiene un gorro de sobra o algo así? —preguntó.
Le cerró la manga y cubrió el rasgón con un par de guantes, mientras Silverstein volvía con demasiado hielo.
—Pensaba que era para bajar la inflamación —dijo Silverstein—. Ni siquiera lo va a sentir a través del anorak.
—Sí que lo sentirá. —Cam la miró a los ojos—. Sujétalo ahí todo el tiempo que puedas, ¿de acuerdo? —Lorraine asintió. Pese a la bufanda se la oyó decir «gracias». Cam se puso en pie y se dio la vuelta—. Te pondrás bien.
Sawyer no esperó, y Manny se fue con él, pero Hollywood estaba de pie justo donde Cam lo había visto por última vez, con la cabeza inclinada sobre un maltrecho plano que había doblado en forma de cuadrado. Erin tampoco se había movido, excepto para sentarse a descansar.
Cam avanzó en medio de otra nube de saltamontes. Casi corría, así de apremiante era la necesidad de escapar de Price y los demás. Habría sido mejor quedarse en medio del grupo, juntarlos, pero la responsabilidad que estaba dispuesto a aceptar tenía un límite.
Los alcanzarían. Tenían que hacerlo.
Erin se puso en pie y Cam vio que desviaba la mirada hacia los demás. Siempre captaba su estado de ánimo. Y el de Sawyer.
—Gracias por esperar —dijo él, le dio una palmada en el trasero y ella le agarró de la mano un momento hasta que fue incómodo. Sentía el calor de su aliento en la barba, apelmazada contra las mejillas y el cuello por efecto de la bufanda.
—Supongo que todavía no estoy convencido —confesó Hollywood cuando los dos se acercaron—. En realidad, parece que seguir este camino sea una pérdida de tiempo.
Cam se encogió de hombros y siguió caminando. Hollywood se volvió para seguirlo, bajó el plano, y Cam se alegró de que no insistiera.
Ya no tenía sentido discutir.
Por delante, caminando con dificultad detrás de Sawyer y Manny, Bacchetti llegó a una roca lisa y hecha añicos que había caído trescientos metros desde un montículo de piedra que había por encima del Remonte 12. Cam y sus compañeros llamaban a aquella roca la Fortaleza de la Soledad, por el escondite secreto de Superman. Tenían nombres para cada barranco y precipicio de la montaña. El Refugio del Fumador. La Aldaba del Gallo. El Paraíso.
Cam fue con Erin y Hollywood hacia donde Bacchetti había empezado a cruzar, pero allí los indicadores eran montones hechos con prisas, en vez de los hitos que habían erigido a 3.000 metros. Perdió el sendero dos veces. El tramo irregular era todo de granito, dividido en fragmentos de esquinas cuadradas, algunos pequeños como un puño y otros mayores que un coche.
Se detuvo para orientarse, inquieto, incluso asustado, y vio que Sawyer y Manny ya estaban en el telesilla.
El Remonte 12 llegaba a los 2.940 metros, así que Bear Summit se podía anunciar como la estación de esquí más alta de California. Era casi cierto. «B. S.», como lo llamaban los lugareños, era sin duda más baja que Heavenly, en el lago Tahoe, que decía disponer de pistas hasta a 3.100 metros. Aquella sección de Heavenly estaba a un tiro de piedra, pero al otro lado de la frontera de Nevada.
Cam también había esquiado en montañas más altas y mejores. El terreno extremo en B. S., Bear Summit, se limitaba a media docena de barrancos, pero no importaba. Conocía al detalle cada pista, los mejores saltos, todos los baches. Trabajar en un centro turístico de poca monta también significaba que rara vez se producían aglomeraciones, y Bear Summit contrataba a gente con la que en las instalaciones lujosas del Tahoe ni siquiera tratarían. Gente como Cam.
—Cuidado —advirtió Erin, haciéndose oír por encima de un repentino ruido de rocas. Él miró hacia atrás y vio que agarraba a Hollywood del brazo para que éste recobrara el equilibrio.
Cam volvió a mirar hacia delante y estuvo a punto de caer cuando el bloque bajo sus pies se movió. Entonces un fantasma le hizo volver la cabeza.
Esperaba ver saltamontes, pero no había nada.
Antes del invierno en que cumplió trece años, Cam Najarro sólo había visto la nieve en las películas y los programas de televisión. Hasta entonces, le resultó casi imposible estar jamás por encima del nivel del mar, excepto en las montañas rusas y norias.
El dinero no era problema. Cam y sus hermanos eran californianos de sexta generación, una eternidad según los parámetros blancos, y su abuelo fue el último que trabajó como un esclavo en los naranjales y los campos de ajos por un sueldo mísero. Su padre era universitario, ascendido a jefe de distrito de una cadena de suministros de oficina antes de que sucumbiera a una prematura enfermedad cardiovascular. Tenía el detalle de llevar a su familia una semana de vacaciones todos los años. Normalmente también los metía en la ranchera Ford para salir los fines de semana. Para él era importante que sus hijos entendieran que el mundo no se reducía a su urbanización. No quería que se sintieran limitados en ningún sentido.
Por la misma razón, nunca les dejó llevar las prendas heredadas de sus hermanos mayores, aunque habría significado menos horas extra para él. Y si su decisión hacía que, por los cumpleaños y Navidad, los regalos fueran más ropa interior y calcetines que juguetes nuevos, por lo menos los Najarro tenían buen aspecto.