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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (7 page)

BOOK: La Plaga
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Su existencia cotidiana era de una rutina desalentadora, y Ruth había hecho que reventaran dos cartones de zumo con la esperanza de que todos se divirtieran, aunque sólo fuera un momento. Había sido un placer planear el truco. Lástima que a Wallace le reventaran los dos cartones de zumo. Ruth no había caído en que el de zanahoria era su zumo favorito, pero él se lo tomó como algo personal, y después de sorber del aire la segunda nube pegajosa de zumo le echó en cara que violara las normas de seguridad y los posibles daños para las conducciones electrónicas.

De pronto Ruth se estremeció al oír un golpe suave, cerca, luego otro, de manos o pies contra las paredes. El monitor del corazón emitió un pitido de alarma y ella se dio la vuelta, atada por las correas de velero de la bicicleta.

Derek Mills, el piloto de la
Endeavour
, dejó de acercarse cuidadosamente y se detuvo en el pasillo con una mano y un pie extendidos.

Mills debía de haber sido guapo. Tenía la frente y la mandíbula fuertes y suaves. No obstante, a Ruth no le gustaba su estudiado semblante neutro, ni sus miradas furtivas a la camiseta interior blanca de Ruth. Consiguió taparse el pecho con el codo mientras se limpiaba la frente.

—¿Qué ocurre?

Mills pensaba que las bombas de zumo habían sido una pasada. Mostraba sus brillantes dientes perfectos con todas las bromas de Ruth, coqueteaba con ella siempre que tenía oportunidad. Incluso guardaba su ración de tubos de pasta de chocolate y los sacaba cuando estaban ellos dos solos... eso provocaba una intimidad incómoda y forzada, ya que tenían que posar sus labios por turnos en la misma boca de plástico.

Dejó de mostrarse simpático porque era un verdadero creyente en el programa espacial, como la mayoría de la tripulación, y Ruth insistía ahora en hacerles volver a tierra. Tal vez para siempre.

—La radio... —anunció, y luego le dio la espalda.

Ruth pasó por una sección fría y oscura de la EEI, y de pronto fue consciente de que sentía un dolor en todo el cuerpo, un malestar tan real como el escorbuto. Para Mills aquella estructura era la gloria. Ruth sólo quería volver a ver árboles y el cielo.

La sala de comunicaciones era un desastre, un caos. Había trozos de papel arrancados de cuadernos y envoltorios pegados en la pared, con nombres, frecuencias y localizaciones de todo el globo. Era un registro vivo del Año de la Plaga. Se habían tachado muchos datos, casi todos los demás habían sido alterados por lo menos una vez, y aun así nunca se quitaba un trozo de papel.

Ruth entró como pudo. Ulinov ordenaba despejar aquel pasillo cada semana, incluso había quitado él mismo muchas veces los molestos maletines de suministros, pero el camino siempre volvía a quedar bloqueado. Simplemente había demasiados trastos a bordo.

Encontró a Gus escuchando estallidos de interferencias, tan fuertes que no dijo nada. Toqueteaba el panel de control con una mano y se frotaba la calva con la otra, como si él fuera su propio amuleto de la suerte. Luego vio a Ruth, la saludó y silenció la estática. Al parecer había estado pasando de un canal en silencio a otro.

—Por fin has venido —dijo— Ponte estos auriculares, vamos a ponerte en contacto a escondidas, tal vez haya grandes noticias, déjame que te conecte a través de una transmisión por satélite.

—Hola, Gus.

El oficial de comunicaciones Gustavo Proano, que se quedó a bordo para apaciguar a los europeos, era el miembro de la tripulación más relajado durante aquella espera eterna. La fuerza de la costumbre. Era trilingüe, tenía nociones de farsi y portugués y estaba aprendiendo más. Gustavo tenía en la Tierra más amigos vivos que nadie.

Ruth aún no entendía su costumbre de encerrarse ahí dentro. Era la persona más sociable de toda la tripulación. Tal vez de forma inconsciente trataba de proteger sus radios.

Volvió a hacer un gesto para que se diera prisa, y farfulló algo en un micrófono, demasiado rápido para que nadie pudiera contestar. Hablaba inglés con un marcado acento neoyorquino, pero su locuacidad se imponía a cualquier idioma, incluso en aquellos en los que su único repertorio era «Hola» y «¿Cómo estás?».

—Leadville, aquí la EEI. Leadville, vuelve, tengo un contacto esperando.

Ruth se colocó el auricular y se dio cuenta de que le estaba volviendo a crecer el pelo y empezaba a rizársele. Estupendo. El estilo astronauta le haría parecer un mono.

—Leadville —dijo Gus—. Leadville, Leadville...

A finales del siglo XIX, en la época de la fiebre del oro, Leadville fue una metrópoli de treinta mil hombres atraídos al centro de Colorado por sus ricas minas de plata. En el siglo XXI, reducida a sólo 3.000 residentes, su nueva fama se debía a que, con sus 3.100 metros de altura, era la «ciudad» más alta de Estados Unidos.

Ahora era la capital del país, y un censo aproximado fijaba la población de la zona en 650.000 habitantes. Los refugios del North American Aerospace Defense Command, NORAD, a los pies de la montaña Cheyenne, albergaron en un principio al presidente, los congresistas que habían sobrevivido y los científicos más destacados en nanotecnología. La base subterránea se encontraba mucho más abajo de la barrera, pero estaba equipada con un sistema de aire independiente para protegerse de la radiación o la guerra biológica. La mayor parte de las comunicaciones de Ruth habían sido con el NORAD, hasta que la plaga se desencadenó desde un laboratorio dentro del complejo.

—EEI, aquí Leadville —dijo una voz, arrastrando las palabras, con tono tranquilo—. No os retiréis.

—Recibido. ¿Quieres que nos mantengamos a la espera? —dijo Gustavo.

—No os retiréis.

La evacuación parcial de la base del NORAD había reducido mucho su capacidad de trabajo, ya mermada por el desencadenamiento de la plaga. En un momento dado hubo más de mil investigadores por toda la nación, luego cientos, al final sólo docenas... y aparte de la India y un equipo japonés desplazado al monte McKinley, en Alaska, nadie más ni siquiera lo intentaba. En los Alpes, los alemanes, los franceses, los italianos y los suizos estaban en guerra entre ellos, y con las masas de refugiados que se morían de hambre, tan errantes como los rusos. Y los científicos brasileños refugiados en los Andes habían dejado de hacer predicciones antes de finalizar el primer invierno.

Ruth alcanzó las listas de contactos pegadas a la pared más próxima, pero enseguida dejó de toquetearlos. Había tantos nombres y lugares tachados que se preguntaba cómo podía Gus soportar aquel constante recordatorio. Le pareció terrible. Sin embargo, era obvio que algo en su interior se sentía satisfecho al rodearse de datos y barreras físicas.

—Eh, hola, ¿estoy conectado? —La nueva voz hablaba casi igual de rápido que Gustavo, habituada durante meses a la escasez de energía.

—James —dijo Ruth—, te escucho.

—Tengo...

Intervino la otra voz de fondo.

—Es una llamada segura, comunicación de la EEI. Por favor, despejen el canal.

—Recibido. —Gustavo se dio la vuelta y le guiñó el ojo antes de ir flotando hacia la salida. Hasta entonces Ruth había decidido compartir toda la información con el resto de la tripulación, fuera clasificada o no. Creía que era lo justo. ¿Por qué seguir guardando secretos? Los soldados de abajo exigían que se despejara el canal sólo por entretenerse.

Ruth estuvo a punto de decir algo, pero se oyó un clic bajo y amenazador. Gus había identificado aquel sonido como un aparato de grabación, y a Ruth se le pusieron los pelos de punta.

Ansiaba el aire puro, un horizonte, caras nuevas, pero creía que sería un pecado envidiar a los que estaban en la Tierra. Era uno de los miembros de la raza humana mejor alimentados y que estaba más a salvo.

Les habían informado de que la situación en Colorado era estable, aunque Ruth percibía indicios de otra realidad en aquellas conversaciones: retrasos inexplicables, evidentes escaseces, nombres que parecían haber desaparecido para siempre. Había intentado conversar un poco más para averiguar algo, pero por lo general la interrumpían y una vez cortaron la conexión. Dijeron que era por ahorrar energía. Otras veces los científicos con los que hablaba eludían sus preguntas o no le hacían caso de forma descarada. ¿Por qué?

Si conociera a alguno de ellos, si tuviera amigos allí, podría haber insistido, pero sus relaciones eran tan escasas como el cable que unía los auriculares a la radio.

—Tengo buenas noticias y buenas noticias —dijo James.

—Bueno, yo siempre digo que prefiero oír las buenas noticias primero. —Ruth intentó que su sonrisa se reflejara en su voz. Demasiado a menudo sus comunicaciones eran letanías de desesperación.

Había conocido a James Hollister en una convención en Filadelfia, años atrás. Recordaba de él una vaga imagen, gafas gruesas y una enorme barriga a lo Moby Dick. Tenía un recuerdo más claro de los artículos que había publicado. Había dirigido un nuevo enfoque en medicina nanobiótica utilizando aminoácidos sintetizados para perforar membranas bacterianas y así matar infecciones. Su campo sólo estaba relacionado con el problema actual en el sentido más amplio, pero James no era tonto y había aportado una perspectiva única a los esfuerzos por construir un nano antinanos: el NAN.

Se había presentado voluntario para el puesto de coordinación para liberar a otros investigadores con aptitudes más apropiadas para resolver la crisis. Ruth se alegraba de ello. Hablaba con él seis de cada diez veces, y ya nadie más hacía bromas, ni siquiera pequeños juegos de palabras como «buenas noticias y buenas noticias».

—Hemos rediseñado nuestro motor —dijo él—, hemos incrementado la eficacia de combustión en casi un cinco por ciento.

—Genial. —Al fin y al cabo, la química era su especialidad—. Supongo que es genial, James, pero ¿qué más da? Podemos agrandar el NAN si necesitamos más potencia.

Silencio. Interferencias.

Estuvo a punto de callárselo.

—Estáis perdiendo el tiempo con vuestras extravagancias. Tenemos un algoritmo de reproducción funcional. Podemos hacerlo todo lo grande que queramos, cinco, diez por ciento, da igual. Pensaba que habíamos quedado en centrarnos en la discriminación.

—Ruth, necesitábamos algo a lo que apuntar, algo real. El bicho de LaSalle ha resultado eficaz y el consejo del presidente habla de reasignarle a todo el personal.

—¿Qué? ¿Lo ha hecho en un entorno real o en condiciones de laboratorio?

—En el laboratorio, si es que importa.

—¡Pues claro que importa! Nosotros también hacemos pruebas en condiciones controladas. ¿Qué les has dicho?

—Que nuestra eficacia de combustión había subido un cinco por ciento.

Esta vez fue Ruth quien no contestó enseguida. Luego se echó a reír.

—De acuerdo, supongo que son buenas noticias.

No había un consenso sobre cómo manejar la situación. Todo el mundo quería destruir la plaga, por supuesto, pero en aquel momento había como mínimo tres propuestas que competían... y el doble de conceptos había sido descartado durante los últimos meses. La escasez de equipos obligaba a que, de todos modos, gran parte de su trabajo fuera teórico, y los especialistas en nanotecnología de cualquier campo tendían a ser visionarios y un poco excéntricos. El fin del mundo no había cambiado eso.

Tal vez lo hubiera empeorado. Había demasiado en juego, y el nombre de la persona que venciera a la plaga de esas máquinas sería más importante que Mahoma o Jesucristo.

—LaSalle es idiota —afirmó Ruth, y oyó en sus auriculares dos golpes, tal vez era James, que se encogía de hombros.

O quizás era el otro oyente.

Le daba igual.

—Supongo que todavía proclama a los cuatro vientos que la discriminación es una pérdida de tiempo.

—Ha conseguido que la mitad del consejo esté de acuerdo con él.

—James, es imposible que funcione de otra manera. No puede pasar por alto el asunto sólo porque le resulte incómodo.

Cualquier nano en un entorno real tenía que superar tres obstáculos importantes, e integrar cada solución en un todo que funcionara era el cuarto reto. Y el más difícil.

El primer problema era cómo hacer funcionar algo tan increíblemente diminuto. En honor de
El Mago de Oz
, los profesores de Ruth lo llamaban el Problema del Hombre de Hojalata... «ojalá tuviéramos un corazón». Existían docenas de posibilidades utilizando combustibles sintéticos, proteínas, electricidad, calor. El truco era destinar el mínimo de capacidad posible al almacenamiento de energía y/o su generación.

La segunda dificultad era el Espantapájaros: «ojalá tuviera cerebro». La inteligencia más antigua y fundamental de la naturaleza estaba basada en reacciones químicas a partir del ácido ribonucleico, y los aminoácidos de James, reacciones simples y limpias, suficientes para alguna clase de biotecnología. Pero era todo un reto incorporar una conciencia y capacidad de decisión a máquinas de ese tamaño sin obstruir su velocidad operativa.

El tercer desafío, conocido como la Bruja Malvada, era cómo crear suficientes nanos para que valiera la pena. Una persona podría tardar sesenta horas en montar un equipo compuesto por quinientos átomos, según el material y el equipo utilizado. La automatización podría acelerar el proceso, pero no era viable económicamente porque habría que gastar millones de dólares en construir fábricas para crear los nanos.

Una línea de pensamiento puntera había propuesto unir al Espantapájaros con la Bruja. Unos nanos capaces de obedecer instrucciones también deberían ser capaces de montar otros como ellos. Su función determinaba su forma. Una vez más, la escala infinitesimal de los nanos había entorpecido la aplicación de este enfoque, pero los rudimentarios prototipos de kiloátomos lo llevaban haciendo desde antes de que Ruth entrara en la universidad.

Ni un solo aspecto de los nanos era revolucionario. Lo que los hacía tan eficaces era lo bien ensamblados que estaban.

El nano utilizaba el calor corporal de su anfitrión como fuente de energía, de modo que sólo necesitaba unos pocos receptores en puntos clave de su estructura. Sus creadores habían superado el obstáculo del cerebro esquivándolo del todo. La máquina era muy sencilla. Infestaba los tejidos de sangre caliente porque era incapaz de funcionar en ningún otro entorno, y montaba más criaturas, igual de limitadas pero agresivas, porque así se lo habían ordenado. Punto. Todo el mundo coincidía en que el nano, tal como lo conocían, era un prototipo, y aun así Gary LaSalle quería adoptar ese método para su NAN.

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