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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (4 page)

BOOK: La Plaga
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Cam volvió a su trabajo y rompió la corteza congelada de un banco de nieve con un esquí, una herramienta de una utilidad sorprendente.

Sawyer dio otro paso, como si pretendiera seguir caminando, pero intentaba atraer la atención de Cam.

—Ese tipo podría estar mintiendo —dijo—. ¿Y si esa gente sólo quiere procurarse carne?

Cam contempló la nieve virgen bajo la profunda capa quebrada de hielo sucio. Era como una metáfora de algo, pero estaba demasiado cansado para darse cuenta. Sin embargo, la nieve no era tan pura como parecía, se comprimía al derretirse y caer, y volvió a clavar el esquí.

—Piénsalo. —Sawyer se arrodilló a su lado y empujaron unos trozos de nieve hacia la manta que Cam utilizaba como carretilla—. Llegaremos allí tan cansados que no nos tendremos en pie. Aunque sólo haya cuatro adultos, nos pueden dar un golpe a todos en la cabeza.

—No.

—A lo mejor les quedan un par de mujeres.

Cam miró a derecha e izquierda. Rocas quebradas contra el cielo pálido. Price había delegado en seis personas para ayudarlo. Arrastraban pequeñas cargas en mantas hacia el depósito de agua, un agujero que habían cavado en un lecho de lava. Mucho más cerca, Erin descansaba en una piedra de granito que iluminaba el sol porque estaba un poco mareada.

Cam clavó su mirada en ella, y habló en voz baja:

—No. De ninguna manera pueden estar planeando algo así. Es demasiado arriesgado. Hollywood apenas ha conseguido llegar.

—Pero lo ha hecho.

—Algunos de los nuestros no llegarán.

—Cierto. Mejor para tí y para mí si es así. —Sawyer estaba relajado, agarró dos esquinas de la manta y le indicó a Cam que hiciera lo mismo—. Iremos, sea o no una trampa. Sólo necesito que estés preparado.

—El único motivo para enviarlo hasta aquí es que realmente necesitan ayuda en la reconstrucción.

Sawyer meneó la cabeza una vez.

—Si... —dijo Cam, pero era una idea demasiado retorcida para articularla.

Si lo conseguían, ¿qué tipo de futuro crearían? Asesinos y caníbales. ¿Merecían el sacrificio de Hollywood o era mejor dejarlos morir allí?

Albert Wilson Sawyer podía ser tan egoísta como una rata, y violento si percibía una amenaza. Esa combinación lo convertía en el superviviente perfecto. La voluntad e inteligencia de Sawyer lo habían mantenido con vida en las condiciones más adversas. Era una suerte poder contar con su ayuda. La lealtad que Cam sentía hacia su amigo se había vuelto recíproca. Sin embargo, la fuerza de Sawyer se convertiría en una debilidad fatal si no era capaz de dejar de esforzarse, de luchar, de crear amenazas inexistentes hasta que él las imaginaba.

Cam volvió a mirar a Erin y más allá, al otro lado del valle. Una profunda y peligrosa tristeza se apoderó de él, y estuvo a punto de decirle a Sawyer lo mucho que lamentaba en lo que se habían convertido.

El fin del mundo estaba anunciado en la página cuatro del
Sacramento Bee
. Cam no se habría dado cuenta de no ser por su amigo Matt Hutchinson, que era adicto a la política. Dos años en la universidad habían tenido su efecto en el cerebro de aquel tipo. Hutch veía programas como
Crossfire
o
60 minutos
, y siempre tenía una nueva atrocidad de la que hablar, una página web que había descubierto, un artículo de revista que se había metido en el bolsillo e insistía en compartir. Una actitud curiosa para un loco del esquí. La gente se mudaba a la zona de Bear Summit por muchos motivos, pero no por estar al corriente de los acontecimientos del siglo XXI.

Aquel sitio estaba en medio de la nada. En invierno, la población permanente apenas llegaba a los cuatrocientos habitantes, y unos mil turistas por semana, sobre todo los festivos. Al llegar el verano la población residente descendía a cincuenta personas. La vida nocturna consistía en una pizzería sin licencia para vender alcohol, un bar con una mesa de billar y un tugurio en la única gasolinera con seis videojuegos de 1997. La televisión por cable se apagaba con frecuencia, a veces la electricidad y los teléfonos también, y por lo menos una vez cada invierno cerraban las carreteras.

Cam le seguía la corriente a Hutch porque era divertido ver a su amigo entusiasmado. El tipo le contestaba exaltado con sus espectáculos. Cam prefería los deportes. Cada día, al parecer, todo el mundo lanzaba bombas, cometía violaciones, envenenaba el agua y destrozaba bosques del tamaño de una ciudad. Era deprimente.

Se imaginaba que iba a empezar con más de lo mismo cuando Hutch le dio un golpe con un número enrollado del
Bee
en el abarrotado coche patrulla de la estación de esquí y dijo:

—¿Has oído toda esta mierda?

—Sí, Hutch, me he quedado pasmado.

—Ni siquiera sabes de qué hablo.

Leyó por encima los primeros párrafos mientras se abrochaba las botas, con el periódico extendido en el banco de al lado. Cuatro víctimas mortales en Emeryville y Berkeley, cuatro enfermos, posiblemente más. Lo que fuera que los estuviera matando se había diagnosticado erróneamente al principio como una voraz infección bacteriana... pero entonces Bobby Jaeger plantó su culo encima del periódico para juguetear con sus botas, Cam le dio un golpe y los dos se rieron. Bobby se fue antes de que Hutch pudiera abordarlo.

Cam también se levantó. No le gustaba llegar tarde la primera ronda, como decían en aquella estación. Una vez comprobados todos los postes e indicadores de su sección, ya podían hacer uno o dos descensos antes de abrir los telesillas al público. La montaña era una combinación intrigante de vistas amplias, matorrales y barrancos secretos, y a veces el primer sol era tan brillante y el silencio tan nítido que se sentía de nuevo como un niño.

Cameron Najarro no cargaba con ninguna cruz destaca— ble. El dinero era secundario, hacía ocho meses que no se acostaba con nadie y su madre siempre le hacía sentirse fatal por vivir tan lejos cuando hablaban por teléfono; pero, como todos los verdaderos deportistas, le gustaba dejarse llevar. Ninguna experiencia superaba la sensación animal de ser músculos y sólo músculos. Deslizarse entre los árboles en la nieve reciente, bajar a toda prisa por un campo de baches... le encantaba la velocidad, el equilibrio y la lucidez mental.

Tenía veintitrés años.

—Hutch, tío, a veces eres un pesado —le dijo cuando recorrían un estrecho pasillo hacia los portaesquíes.

—Entonces ¿tú qué opinas?

—Que eres un retorcido. Hace una mañana muy bonita, disfrutémosla antes de que llegue la tormenta y nos quedemos atascados y tengamos que sacar nieve de las laderitas. —La nieve había sido muy abundante durante todo marzo, y la predicción era que cayeran sesenta centímetros más a partir de aquella tarde.

—No, de verdad —dijo Hutch—. ¿Te acuerdas de la amenaza de meningitis hace unos años? ¿Recuerdas que gastaron el dinero de nuestros impuestos examinando si había ántrax?

Cam se encogió de hombros. Tabitha Doyle estaba en cuclillas en la base del portaesquíes, toqueteando los bordes de sus Dynastars nuevos, y quería tener una sonrisa preparada para cuando ella levantara la vista. Sabía que con ella tenía muy pocas posibilidades. En la zona la proporción era de más de tres hombres por cada mujer, y había muchas caras más bonitas que la suya. Además, Tabby acababa de salir de una relación. Y, por supuesto, Cam era el chico de color que debía haber en todo grupo. No era muy significativo, pero esquiar era un deporte de blancos, y, aunque era su tercer año en Bear Summit, todavía le lanzaban miradas divertidas. Algunas mujeres simplemente lo rechazaban. En realidad, Tabby ni siquiera era guapa, en su cara destacaban unos labios siempre resecos e hinchados, pero era bueno practicar.

Hutch seguía despotricando.

—Me gustaría saber por qué el Estado no tiene una base de datos médica en red.

—¿Estáis hablando de esa epidemia? —preguntó Tabby.

Cam volvió a encogerse de hombros.

—Hutch está bastante indignado.

—Eh, yo también —dijo ella—. ¿Has visto las noticias de la mañana?

—Sólo el periódico. —Hutch lo llevaba encima, como si fuera a leer su horóscopo en el telesilla—. Cuatro fallecidos.

—Treinta y ocho —repuso Tabby.

Aquella tarde, unidades del ejército y la guardia nacional empezaron a poner en práctica protocolos de guerra biológica en toda la zona de la bahía, hicieron aterrizar todos los vuelos y cerraron las autopistas. Dieron órdenes a la gente de no moverse y quedarse dentro de casa, con las ventanas cerradas y el aire acondicionado apagado. La madre de Cam, sus tres hermanos, su sobrina de un año, Violeta, y todos los demás quedaron en la vasta zona en cuarentena.

Consiguió contactar al séptimo intento, el número de la suerte, y habló con su madre durante cuarenta minutos, hasta que ella lo obligó a colgar. Dijo que se encontraba perfectamente. Quería que rezara por sus hermanos. Había intentado hablar con ellos en vano y veía humo en el horizonte, a veces se oían sirenas... y en la televisión mostraban mapas de la zona este de la bahía marcados en rojo en el barrio de Greg, en Concord.

En teoría las madres judías eran las peores, pero la de Cam era una anciana católica, hispana, y utilizaba a menudo el sentimiento de culpa como recurso. Tenía un motivo de culpa para cada ocasión.

La última vez que habló con su tercer hijo fue amable.

Decía que era obvio que Jesús tenía un buen motivo para hacer de Cam «mi pajarito vagabundo», y estaba contenta de que se hubiera mudado tan lejos. Tenía que quedarse allí, porque lo más importante era continuar con la familia Na— jarro.

Hutch quería conducir al este, hacia Nevada, y la mayoría de la gente lo hizo, pero Cam no se animaba a abandonar el teléfono. Oía llamadas inexistentes. Incluso descolgó varias veces. Dos días después, cuando los esfuerzos de contención fracasaron, se extendió el rumor de que la plaga de máquinas moría en las grandes alturas. Cientos de enfermos que habían eludido los controles de carretera se dirigieron a las montañas, y un piloto del ejército despresurizó su avión para eliminar a un soldado infectado cuyo comportamiento empezaba a ser peligroso. Los informes no se ponían de acuerdo sobre qué altura se consideraba segura, pero nada pudo detener el éxodo salvaje que se desencadenó, nada excepto las mismas multitudes, cientos de miles de civiles y militares que luchaban entre sí, entre vehículos abandonados, restos y tullidos que soltaban alaridos.

Nada excepto casi ochenta centímetros de nieve en la zona de la sierra, que para entonces sufría su tercer día de tormenta de nieve.

Sawyer empezó a moverse, con la carga de hielo y nieve entre ellos, pero Cam todavía miraba al otro lado del valle. Se dio un golpe en la espinilla contra una roca y tropezó. Se miraron. Entonces Sawyer asintió, como si Cam hubiera hablado.

—Quiero enseñarte algo —le dijo Sawyer.

—Primero vamos a tirar esto al depósito.

—Ahora que no hay nadie. —Sawyer bajó su extremo de la manta al suelo. Cam se agachó para evitar que la nieve se cayera. Sawyer frunció el ceño y dijo—: ¿Por qué te esfuerzas tanto?

—Algunos de los nuestros se quedarán.

—Entonces que se ocupen ellos de eso. —Sawyer bajó la ladera.

Cam lo siguió y volvió a mirar a Erin. No se había movido de su piedra de granito, y probablemente no lo haría durante horas si no la molestaban.

—Puede que tengamos que volver a esta cima —dijo Cam—. Tal vez los necesitemos más tarde. Es lo más inteligente.

Sawyer se limitó a gruñir.

Pasado medio minuto, Sawyer se detuvo, luego fue detrás de una roca. Cam se dio la vuelta y vio a Doug Silverstein caminando con dificultad a unos sesenta metros por debajo de ellos. Silverstein medía metro ochenta y estaba flaco cuando se conocieron. Ahora era un extravagante espantapájaros, y ofrecía una imagen estrambótica abrazando un montón rígido y enredado de malla extraída de las puertas mosquiteras. Estaba cazando saltamontes. Sawyer dejó que el hombre desapareciera de su vista antes de reemprender la marcha.

El extremo occidental de su islote elevado se estrechaba hasta formar una larga cresta inclinada como un trampolín. Más allá, un laberinto de peñascos y valles caía hacia el océano de nanos, hasta que ascendía en lo que parecía una columna de dinosaurio de estribaciones que perfilaba el horizonte. Las pronunciadas rectas y curvas de las pocas carreteras visibles daban testimonio de la civilización que una vez existió en las tierras bajas; una línea de alta tensión, una lejana torre de radio...

Las marmotas, las primas grandes de las ardillas, la mayoría de piel dura, color caoba y músculos fuertes en las piernas, rápidas como un rayo, habían limpiado de basura la cresta. Todas las madrigueras parecían abandonadas, pero aun así Cam había colocado tres de sus rudimentarias trampas de cartón en la zona. Hacía varias semanas que no iba allí porque a Manny le producía verdadero placer encargarse de eso y porque no querían ahuyentar a las marmotas yendo con demasiada frecuencia. Esperaba que Sawyer quisiera enseñarle una pista reciente, nuevos agujeros, señales de crías... o, con mayor probabilidad, alguna prueba de la extinción total, dado su estado de ánimo.

Cam olió a salvia y polen de pino. Giró la cara hacia el viento, luego advirtió la decoloración del valle, hacia el sur.

—Dios mío. ¿Eso es lo que querías que viera?

Sawyer miró atrás con una evidente expresión de perplejidad. Cam hizo un gesto y Sawyer le lanzó una breve mirada.

Retazos aleatorios de marrón y gris apagado marcaban el bosque de hoja perenne de abajo, fragmentos enormes, cada uno de más de un kilómetro de ancho. Cam intentó buscarles un sentido, tenía la mente confusa por una fría sensación de miedo. «Toda esta lucha para nada...»

—¿Los nanos están haciendo eso?

—Son escarabajos. Tal vez termitas. —Sawyer meneó la cabeza—. Si los nanos hubieran evolucionado hasta el punto de aprender a roer la madera, ya habrían subido esta montaña. Movámonos.

Cam dio dos pasos, lento y cauteloso, incapaz de desviar la mirada.

Al final la erosión y los desprendimientos de tierra acabarían con los árboles que hubieran dejado los insectos. El valle se convertiría en una fosa estéril de lodo. Al final...

Siguió a Sawyer. Al cabo de veinte metros habían llegado al límite de su mundo. Sawyer se detuvo, en apariencia al azar. Cam vio que había posado la mano sobre una veta lechosa de cuarzo. Calculó tres pasos, luego miró atrás, hacia lo alto de la ladera, y se arrodilló ante una roca. Era una roca corriente. Sacó un paquete de debajo envuelto en plástico negro.

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