Kendricks la miró sin más, sus arrugas alrededor de los ojos se acentuaron ligeramente.
Ruth alzó la voz.
—Todos podremos volver abajo.
—Creo que ha sido un error sobreprotegerlos —dijo Ken dricks, despacio—. Estoy seguro de que los chinos no miman a sus técnicos. —Se volvió hacia James, con la barbilla y el ala ancha del sombrero hacia abajo, en una postura agresiva—. Ábrele los ojos. Cuéntaselo todo, lo que necesite oír. Esto tenía que pasar.
James fue respetuoso.
—Tiene toda la razón, senador. Cambiar los equipos así, de repente... nadie está preparado para eso. Desde el principio todo nuestro empeño ha sido defensivo. —Miró a Ruth—. Hay mucho que asimilar.
Ella intentó seguirle el juego.
—Es que no lo entiendo. Estamos tan cerca, es una locura... me parece una locura dejar ahora de intentar vencer a la plaga.
—Puede que le sorprenda oír —dijo James— que el consejo no evacuó la estación espacial antes de lo necesario por usted, sino por el comandante Ulinov. —Su expresión seguía inmutable, y a Ruth le maravillaba su osadía. Asintió enseguida. No se fiaba de sí misma, de parecer convincente. James añadió—: Vamos a participar en la guerra de Asia, a ayudar a los rusos para que ataquen a los chinos antes de que ultimen su tecnología bélica. Los rusos insistieron en tener a Ulinov aquí como representante.
—¿Y qué? ¿Qué importa todo eso si podemos volver a vivir todos por debajo de los tres mil metros?
James emitió su ruido de resignación, «mmmm», para indicarle que, en realidad, no creía lo que estaba a punto de decir.
—En primer lugar, no hay garantía de que venzamos jamás a la plaga. Además, el consejo tiene buenos motivos para creer que los conflictos no cesarán aunque venzamos a los nanos.
Kendricks asintió, con solemnidad y satisfecho de la actuación de James.
—Las cosas han llegado demasiado lejos. Hace mucho tiempo que vivimos en la guerra total.
—Siempre han existido las guerras —dijo Ruth.
—No como ésta. No con naciones enteras que se abalanzan las unas sobre las otras. —Dobló sus pequeñas manos y miró por encima de ella, hacia la ventana—. No con ejércitos que se comen a los muertos y encierran a los prisioneros como si fueran ganado.
—¿...qué?
Él la miró de nuevo.
—No son los únicos que han estado estudiando la plaga, Goldman. —Kendricks nunca la había llamado doctora, y ahora olvidaba incluso el «señorita», dudosa muestra de respeto—. Aquí también se ha estado analizando. Los hemos estado observando con atención.
Los satélites espías, las cámaras de Ulinov.
—Será ellos o nosotros —dijo Kendricks—. El bando que pueda dar el primer golpe eliminará a todos los demás. Y me refiero a «todos».
Un mundo. Un pueblo. Ruth comprendía que la sencillez de aquel concepto era atractiva para una determinada mentalidad, sobre todo después de tantos conflictos y atrocidades, y nunca habían tenido la oportunidad tan al alcance, con todos los enemigos reducidos a una mínima parte de su población y apretujados en enclaves de seguridad.
El vencedor jamás olvidaría la plaga con tantas especies animales extinguidas y el medio ambiente colapsado, en busca de un nuevo equilibrio, pero podían olvidar la Historia.
Sería empezar de cero de verdad. Una cultura. Una paz.
El año uno.
Aun así, James había dejado claro que no estaba de acuerdo con Kendricks al insinuar más complicaciones. Mierda, mierda, mierda. Tal vez quería que el consejo confiara en ella, que la metieran en los laboratorios de armas, sólo para desviar y retrasar los progresos de LaSalle. Ella podría evitar la nanoguerra durante el tiempo suficiente para que los demás científicos derrotaran a la plaga. Era una espiral. ¿Cuándo terminaría?
Ruth se volvió hacia su amigo. James asintió. Así que miró a Kendricks a los ojos y dijo:
—De acuerdo, lo haré.
El descenso desde la órbita alrededor de la Tierra no podía ni compararse con las distancias que Ruth había recorrido en su interior. Jamás ayudaría a Kendricks a dar el primer golpe. Había dedicado su vida a salvar a gente, aunque fuera por motivos egoístas, por beneficios en su carrera, y por su propia satisfacción, y las tragedias del año anterior habían acentuado aquel impreciso altruismo hasta convertirlo en una fiebre.
Volvió a pensar en Bill Wallace, con el cuerpo desgarrado, en los controles de la
Endeavour
.
Si había interpretado bien a James y previsto correctamente que ella debía convertirse en un topo dentro de los laboratorios de armas, habría sido más sensato no decir nada más después de mentir a Kendricks, pero necesitaba saberlo.
—¿Y qué pasa con el rumor de California? —preguntó.
—Bueno, todos tenemos grandes esperanzas. —Se notaba que la tensión iba abandonando a Kendricks, que inclinó la cabeza en uno de sus afectados gestos amables.
Ruth insistió:
—¿Es seguro que ese tipo es quien dice ser? Quiero decir, ¿dónde ha estado todo este tiempo?
James miró a Kendricks para pedirle permiso, luego se dio la vuelta y sonrió, un extraño destello de dientes dividió su cuidada barba.
—Yo hablaré con él. Se llama Sawyer.
Ruth no necesitó preguntar si James pensaba que era cierto lo que decía.
Se la quitaron de encima. Kendricks dijo que quería estar de vuelta en la ciudad en una hora y que tenía más asuntos que comentar con James.
Kendricks le ofreció la mano al salir. Murmuraron tonterías por educación, «encantado de tenerla a bordo» y «sí, señor», y Ruth decidió que ya bastaba de farsas.
Volvió al laboratorio 4 por instinto, pero casi pasó de largo. Estuvo a punto de bajar a su habitación, a la cama, para cerrar los ojos y aclararse las ideas. Sin embargo, aquélla podía ser la última oportunidad de hacer algo productivo.
Vernon Cruise la volvió a acorralar media hora después, entró de nuevo en el laboratorio con un portátil y varias carpetas. ¿Qué demonios le pasaba a aquel tipo?
Ruth supuso que se había corrido la voz. Vernon debía de imaginar que era la última ocasión de alardear antes de que ella se trasladara a la planta de arriba, con el equipo de LaSalle. Por una parte resultaba halagador, y la sonrisa que dedicó al anciano era sincera. Quería que él disfrutara de su momento.
—Hola —lo saludó ella.
Vernon desvió la mirada hacia las otras dos personas del laboratorio, como había hecho Aiko para asegurarse de que no la oían. No mucho antes Ruth podría haberle encontrado el lado divertido. Sin embargo, la irritación se fue filtrando en sus sentimientos de buena voluntad.
—Sé que querías tener una visión objetiva del nano —dijo Vernon—, pero echa un vistazo a esto.
—He oído que es fantástico.
Vernon se enfurruñó, impaciente, y Ruth consiguió evitar no hacer un gesto de aburrimiento al aceptar tres carpetas gruesas.
Vernon había dejado el informe donde ella no pudiera pasarlo por alto, arriba de todo, en el interior de la primera carpeta. Era una sola página, idéntica al resto, con la misma tipografía, pero la primera frase le puso el corazón en un puño.
«Si la sorprenden con esto estamos todos muertos.»
Ruth lo miró. Vernon tenía una expresión... ¿de desprecio? Había intentado encontrar un conducto de comunicación casi desde el principio, aunque hasta entonces no había sido tan osado. No estaba tan desesperado. Era un truco infantil... No. Aquello tenía la sofisticación propia de las escuelas de primaria, el pasar notas, pero los aparatos de escucha de todo Timberline no podían oír un papel. Qué lástima haber estado tan ocupada. Era casi divertido, además de triste y horrible, cuántas veces había estado demasiado ocupada en su vida.
El informe era de James. Ruth estaba segura. Reconoció el mismo tono confidencial, que retomaba su conversación anterior sobre el hombre de California.
Sentía el pulso en el cuello y en el brazo roto.
—Por supuesto.
Ruth se quedó en el laboratorio 4 cuando Vernon se fue con su «sí», fingiendo leer las demás carpetas. Ruth se preguntaba si quemaría la nota. Las llamas eran demasiado llamativo. No podían ir por ahí quemando papeles, alguien se daría cuenta. Tal vez iría directamente al lavabo y lo tiraría al váter. Todas las semanas los soldados se llevaban doscientos cincuenta kilos de heces de científico para las granjas. Eso era seguro. Vernon siempre rezongaba sobre ello y su vejiga.
Ruth necesitaba creer que se habían tomado precauciones. Sus vidas estaban en peligro. No había nada concreto en el papel que la delatara si descubrían a Vernon, pero Kendricks lo sabría. ¿Qué harían? ¿Hacerla ir al patio y pegarle un tiro?
Una hora después no importaría.
En una hora estaría en un avión rumbo a California.
James sabía más de lo que Kendricks quería que supiera. Lo menos importante era que Gary LaSalle ya había desarrollado un regulador rudimentario para su copo de nieve utilizando las ideas de Ruth y aparatos mecánicos para pulir su estructura.
Como ese NAN no tenía una programación completa de origen, la única manera de retrasar su proceso de reproducción era cargarlo con comandos adicionales. Los nuevos copo de nieve, más grandes, eran más estables que el original. Tenían tendencia a aglomerarse entre sí, así como en las masas ajenas. Después, la reacción en cadena se rompía al quedar revestidos de carbono producido por ellos mismos...
El ataque se había producido en gran parte tal y como Ruth se lo había imaginado. Los cazas norteamericanos lanzaron botes que se abrían al impactar en el suelo, liberando un reguero de muerte que enseguida se extinguía. Casi demasiado rápido. Con el tiempo, una versión mejorada sería todavía más potente, pero no habían atacado a los chinos. China llevaba años de retraso respecto de los equipos de Timberline, y representaba la clásica amenaza para sus vecinos, pero nada más.
El día anterior el consejo había dado órdenes de atacar la meseta del río White, a los disidentes del oeste de Utah.
Aquel día su guerra silenciosa se había convertido en otra cosa.
La mayoría de los satélites espía de Estados Unidos se controlaban desde Leadville, y la cobertura allí arriba era regular, cuando no constante. Los del río White debían de saber que estaban provocando que los atacaran al prepararse para ir hacia la costa. No tenían equipos de nanotecnología y de hecho sufrían carencias básicas en vivienda y suministro eléctrico, pero el hombre de California sería un rehén inestimable y moneda de negociaciones. Era obvio que habían decidido que valía la pena jugársela, aunque no podían haber previsto semejante arma.
El número de víctimas estimado era de mil seiscientas, y docenas de personas menos afortunadas que sobrevivirían a las heridas. El copo de nieve tendía a devorar primero la cavidad sinusal o los pulmones.
Tras el primer golpe, después de poner fin a la expedición a California, Leadville lanzó una advertencia a los dirigentes rebeldes que quedaran. La intención era dar un aviso a todo el mundo. Aquel hombre, Sawyer, pertenecía a la capital.
Lo del río White sirvió de castigo ejemplar.
Ruth dejó de hojear la segunda carpeta y examinó los diagramas que contenía. Vernon no le había dado aquellos papeles para hacerse el importante. Era un informe de los trabajos realizados. El portátil que había dejado debía de contener una cantidad parecida de datos. Probablemente ella tenía una copia de todo lo que habían descubierto sobre la plaga.
Era demasiada información para haberla compilado solo, a menos que él y James la hubieran estado acumulando durante todo este tiempo, algo poco probable. ¿Cuántos más estaban implicados en el complot? Como sólo eran treinta y nueve científicos, incluida ella, la mayoría debían de ser espías del consejo o aliados de James y la conspiración.
Aquella idea le daba fuerzas. No estaba sola.
No llevaba allí el tiempo suficiente para imaginar hasta dónde habían llegado las cosas, pero pensaba que la mayoría estaba de parte de James. Aquella gente tenía un pensamiento demasiado analítico, independiente, y todos sus mentores habían intentado inculcarles un fuerte sentido de la responsabilidad.
Ruth lanzó una mirada a sus compañeros de laboratorio al dirigirse al ordenador, pero no había forma de saber si alguno de ellos estaba en su bando. Ni una palabra, ni una señal.
Los discos compactos estaban estrictamente racionados. Ruth sólo tenía tres para ella, pero había más en una estantería, con una etiqueta que decía «Iso» y «Plas286» en una cursiva serpenteante. Borró los dos. Luego descargó su análisis actualizado y todo lo que había hecho durante la semana anterior.
Podría haberle dicho que sí a Vernon aunque la nota terminara con lo ocurrido en el río White, pero había más. Algo peor.
El hombre de California juraba poder derrotar a la plaga si le proporcionaban sus aparatos y algunos ayudantes hábiles, pero no tenía interés alguno en mejorar su NAN. No tenía intención de atacar el mar invisible. Decía que el proceso de limpieza del planeta podría tardar años, una idea que Ruth no podía rebatir. Y que no tenían garantía de que fuera total. La repoblación de un entorno así implicaría el riesgo de encontrar bolsas de nanos que el NAN hubiera pasado por alto, además de nuevos brotes.
El hombre pretendía aprovechar la versatilidad de los nanos.
La naturaleza de los nanos era biotécnica, como sospechaba Ruth. Sus diseñadores tenían la esperanza de enseñarle a detectar y aislar los tejidos malignos administrando a cada paciente una cantidad con una clave individual. Una vez hecho esto, mediante un dispositivo interno bajaban la presión, y así el paciente quedaba libre del cáncer y de los nanos.
Decía que podía aplicar la ingeniería inversa para crear una nueva versión de los nanos, sin la mayor parte de esos dispositivos, y por lo tanto los nuevos serían más rápidos y sensibles. Con el trabajo que ya habían realizado ellos sobre el método de discriminación, diseñaría un modelo que viviera dentro de un anfitrión humano, alimentado por el calor corporal, y deshabilitara a los nanos originales al ser absorbido.
Al dirigirse sólo al tipo de nano original y utilizar únicamente esos materiales concretos para reproducirse, sería como un NAN vacuna, a prueba de la plaga.
Habría que vacunar a la gente mediante una inyección. Hacerlo de otro modo sería difícil. El consejo podría usar ese nuevo nano para controlar el mundo dándoselo sólo a una población selecta, asegurarse su lealtad, repartir el territorio y establecer colonias por debajo de la barrera donde les conviniera. Por toda la Tierra. El premio era demasiado tentador, después de tantas dificultades, y asegurárselo era tan fácil como darse la vuelta, no tenían que esforzarse sino dejar que las cosas ocurrieran solas. Todos los disidentes, los rebeldes, todas las restantes naciones... en menos de una generación los millones de personas famélicas en disputa y atrapadas en las cotas altas quedarían reducidas a unas pocas tribus mugrientas, a menos que accedieran a bajar como siervos y esclavos.