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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (29 page)

BOOK: La Plaga
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Desde el principio, Eddie, de dieciocho años, nunca fue excluido de forma intencionada, excepto cuando los niños estaban enfrascados en juegos demasiado infantiles para él, o cuando los adultos hacían sus planes, o cada noche, cuando todo el mundo se iba a la cama.

No estaban solos del todo. Veían humo de hogueras en un bulto al noreste, y observaban al grupo de Cam con los prismáticos.

A Cam aquello lo inquietó, pero no preguntó. «¿Nos visteis comiéndonos los unos a los otros?» Cuando salió echó un vistazo al sur. Se veía su precipicio favorito, junto con varias crestas y peñascos, aunque la mayor parte de aquel pequeño pico se inclinaba hacia el oeste y el sur, lejos de la montaña. No vio rastro de los que habían quedado atrás, ni humo, ni movimiento, pero estarían ahorrando combustible para el invierno, y en cualquier caso se reservó algunas miradas a su antiguo hogar tras estar seguro de que no sólo sus mentiras estaban a salvo. El valle le provocaba demasiado dolor.

Un mes tras otro Eddie había malgastado pilas intentando contactar con ellos por radio, había derrochado madera y escrito palabras gigantes en rocas, y una mañana se fue y dejó sólo una nota firmada con el audaz nombre que había elegido: Hollywood.

Aquella noche encendieron varias hogueras para alertar a la gente del otro valle o para que ayudaran al pobre Eddie a encontrar el camino de regreso. El viaje era absurdo y casi irrealizable. Era un adolescente, y aun así se había reivindicado incluso ante sus más elevados sueños.

Sin Eddie, tal vez Sawyer jamás hubiera conseguido una radio.

Los dos médicos de las fuerzas especiales examinaron primero a Cam en la relativa intimidad del avión de carga, y los demás soldados dejaron que los niños se entretuvieran mientras levantaban tiendas y cavaban un hoyo para el fuego. Pese a que los enfermeros tenían menos formación que el doctor Anderson, sus suministros lo compensaban. A Cam le volvieron a vendar el persistente sarpullido bajo el brazo derecho y le dieron antibióticos de amplio espectro, aunque le advirtieron que le podían provocar diarrea. Anderson coincidió en que el riesgo de deshidratación era mejor que confiar en que su desgastado sistema inmunológico superara la infección.

Los médicos ni siquiera intentaron tratarle los problemas dentales. Se habían comido toda la pasta de dientes que habían encontrado en sus expediciones de saqueo por el valle, y Cam llevaba meses toqueteándose una cavidad. Los pedazos de hilo dental que había compartido con Erin y Sawyer, los pocos cepillos que habían gastado hasta desmocharlos, probablemente habían evitado que desarrollara problemas peores, pero hacia el final de su ascenso la plaga de nanos le destrozó la encía superior izquierda. El colmillo y la muela estaban sueltos, agonizantes. Los dos tendrían que caerse pronto, y el hueco seguiría deformándole el contorno de la cara.

Al salir del avión, Ruth y los otros dos científicos interrogaron a Maureen. Luego se dieron la vuelta y el bocas de D. J. enseguida le soltó:

—¿Dónde está el laboratorio de Sawyer? ¿Sabes la dirección?

Cam esperaba impaciencia, pero aquel tipo estaba nervioso. Todos lo estaban. ¿Por qué? No era por falta de armas.

No deberían haber hecho esa pregunta.

Ruth intervino enseguida y miró a D. J.

—Necesito sentarme —dijo—. Estoy cansada. ¿Podemos sentarnos y hablar?

Cam asintió, y se dirigieron con D. J. y Todd al lado descendiente de la carretera, no muy lejos de los aviones, ni de los dos marines que velaban por la seguridad de los científicos. Aquel arcén de asfalto y gravilla suelta se había convertido en el lugar favorito de Cam porque los niños iban allí con frecuencia y arrancaban trozos entre gritos, y porque las vistas daban al oeste, lejos de Bear Summit.

No obstante, ni D. J. ni Todd eran buenos conversadores.

D. J. no sabía escuchar, y Todd no abría la boca, no paraba de rascarse una vieja cicatriz que tenía en la nariz y miraba en cualquier dirección menos el perfil destrozado de Cam.

—Vamos a vencer a la plaga —dijo Ruth—, lo juro. —Cam apenas alzó la vista de la piedra que había cogido, un fragmento de cuarzo lechoso atravesado por vetas naranjas y negras.

Aquel día la puesta de sol no iba a ser espectacular, sin nubes, el sol amarillo caería hacia el margen del mundo sin cambiar de tono ni intensidad. Los saltamontes no paraban de cantar.

—Ya estuvimos cerca —insistió Ruth—. Lo suficiente para hacer pruebas en condiciones de laboratorio.

Él asintió. Era lo único que quería oír. No obstante, no había reaccionado ante su llegada como él mismo esperaba. Volvió a hacer girar la reluciente roca blanca en sus nudosas manos.

Pensaba que había superado la autocompasión, y aun así se sorprendía evitando los ojos de Ruth. Lo miraba con el mismo asombro sincero que los niños, hablaba con compasión y con una deferencia pasmosa, y le afectaba de una manera distinta que la repugnancia de D. J. Porque no se lo merecía. Porque lo único que sentía era repugnancia, hacia sí mismo, su aspecto, su pasado.

Aquella mujer inteligente y valiente jamás habría sido tan respetuosa de haber sabido la verdad.

Pocos hombres habrían encontrado guapa a Ruth, pero estaba sana, era esbelta y delicada. Cam quería gustarle, por eso precisamente no podía confiar en ella. Aún no.

—Estáis con los rebeldes —dijo él con toda naturalidad, sólo para ver su reacción. No importaba. Sawyer era suyo, a menos que alguien llegara en avión y disparara a todos esos soldados. Dios. No era de extrañar que tuvieran tanta prisa.

Ruth parecía asustada, pero no se amedrentó cuando él levantó la mirada.

—¿Qué? No, somos de Leadville.

—Entonces deberíais saberlo.

D. J. lo interrumpió:

—Eso son sandeces. Dinos dónde está el laboratorio.

—Deberíais saberlo. —Cam no tenía ni idea de dónde estaba el laboratorio de Sawyer. Había sido tajante en ese asunto en sus comunicaciones por radio. Se negaba a revelar la ubicación hasta que fueran a buscarlo, lo trataran y lo llevaran a un lugar donde estuviera bien alimentado, protegido y limpio.

Cam suplicó al doctor Anderson que llamara a Colorado antes siquiera de decirles cómo se llamaba, tras haber identificado a Sawyer. Por desgracia, la radio de aficionado no era como coger el teléfono. La familia que vivió allí guardaba un equipo de radio como pasatiempo y para urgencias, tenía voltaje más que suficiente para cubrir la distancia, pero a menos que hubiera alguien a la espera, en el momento justo, en la frecuencia adecuada, la emisión era igual de eficaz que una oración. Además, durante esa época, casi todo el tráfico de radio se producía en las frecuencias militares o federales. Nadie seguía los canales de aficionados.

La Estación Espacial Internacional habría sido un repetidor ideal, los supervivientes habían contactado con ella varias veces durante el año pasado, de manera que empezaron a transmitir en un horario preciso y rotativo, convencidos de que interceptarían una de las órbitas. Pero la EEI nunca contestó.

También habían entablado muchos contactos en tierra, tanto próximos como remotos. En diez días habían establecido unos cuantos. Nadie podía ayudar. La mayoría se sentía igual de impotente, enclavados en puntos altos repartidos por la costa, y los de las Montañas Rocosas se habían esforzado durante todo ese tiempo en mantenerse neutrales entre Leadville y sus enemigos.

Cam era consciente de la guerra civil que se desarrollaba poco a poco a lo largo de la Divisoria Continental. Hollywood los había informado de lo poco que sabía de ello, con una curiosidad distante. Esas hostilidades complicaban los intentos de los supervivientes por avanzar mil kilómetros.

El silencio se convirtió en un mar invisible en su mente, un mar ancho y desolado, en el que se aventuraban todas las noches, cuando la recepción era mejor, pero los días pasaban y la actividad atmosférica les impedía enviar una señal clara. Algunas noches persiguieron contactos intermitentes sólo para luego descartarlos por ser bromas o simplemente porque estaban demasiado lejos.

Al final, pasadas tres semanas de su llegada a aquella montaña, Cam y Sawyer hablaron con un experto en nanotecnología de Leadville llamado James Hollister. Sin embargo, las emisiones abiertas podían ser interceptadas por cualquiera que estuviera en la misma longitud de onda. Cam estaba preparado para ver llegar en avión a personas que no fueran de Leadville porque otros habían oído fragmentos de sus conversaciones.

—Me parece que Hollister les habrá contado todo lo que les explicamos por radio —dijo Cam, y D. J. levantó las cejas de rabia.

—Tendrás tu premio —dijo D. J.—. Lo que quieras.

—Quiero saber de dónde sois.

—Eh, vamos. —Ruth intentó darle un codazo a D. J. con la escayola, al tiempo que le hacía un gesto de resignación a Cam—. Aquí todos estamos en el mismo barco.

Cam recordó cuando él ejercía de pacificador.

—James nos ha dicho que sólo Sawyer sabe la ciudad —le explicó ella—. Creímos que estabas ocultando información... aunque no hemos empleado precisamente nuestros mejores modales.

¿Era broma? Cam alzó la mirada, pero ella estaba ya encarada con D. J. y lo castigaba con su sarcasmo. Entonces Ruth y D. J. giraron la cabeza al oír pasos que el mal oído de Cam percibió un instante después.

Maureen se movía con suavidad por detrás de ellos, en un ángulo extraño, para evitar a los dos soldados que la rondaban.

—Está despierto —dijo Maureen.

23

Ruth se sentía incómoda con la sensación de que iba a encontrarse con el destino, y esa idea cobró fuerza mientras caminaban hacia la cabaña. Aquel extraño estado de ánimo era una mezcla de anticipación, alivio y preocupación al ver que, por fin, había llegado el momento. Pero había algo más. Se sentía identificada con Cam, tan desgraciado, tan afortunado, hasta un punto que sólo empezaba a intuir.

Tal vez habría sentido la misma serena simpatía hacia cualquiera en su situación, pero una cadena de acontecimientos los había unido. Su padrastro lo habría llamado «divina providencia». Demasiadas circunstancias, muchas decisiones y accidentes ajenos a sus vidas individuales.

—Va a tener que tomárselo con calma —advirtió Cam a D. J.

—Eso no es problema, como usted diga —dijo Ruth enseguida.

—Ustedes sigan mi ejemplo.

Aun así, pensó ella, el principal factor para que ella estuviera allí entonces, aquella noche, en realidad era sólo la fuerza de la naturaleza. Hasta el Año de la Plaga la humanidad había olvidado, en sus ciudades, rodeadas de comodidades, la mano divina de las estaciones.

El fin del invierno había dictado aquel encuentro.

El deshielo primaveral había permitido que Cam y Sawyer cruzaran el valle, y también había permitido que la lanzadera aterrizara. Gracias a la primavera se habían reanudado las guerras entre rusos y musulmanes, y entre chinos e indios.

Cam renqueaba para no forzar la pierna derecha. En los escalones delanteros de la cabaña se detuvo y se volvió, les bloqueó el paso sin ni siquiera mirar a D. J., aunque sacó un brazo para impedirle el paso cuando intentó rodearlo.

—Espere —dijo Cam. Observaba a Hernández y los dos médicos, que acudían presurosos desde el avión de carga, seguidos por el doctor Anderson, los cuatro niños y muchos más soldados.

D. J. se sintió ofendido.

—No tenemos por qué...

—He dicho que espere. —El rostro quemado de Cam permanecía impasible, y, aunque usaba un tono de voz neutro, tenía el cuerpo echado hacia delante, así que D. J. se calló y retrocedió.

Se acercaron los dos marines, el más próximo le dio un golpe a Todd con las prisas. Ruth vio que la mirada de Cam se paseaba entre los soldados una vez, dos. Luego apartó el brazo del camino de D. J.

Los saltamontes rompían el silencio, cric, cric, cric, tan ocupados e insistentes como los pensamientos de Ruth.

Cam era todo un misterio con sus incoherencias. Había sido firme con Hernández, sin hacer caso de la petición inicial del comandante de ver a Sawyer, había mostrado la misma dureza con D. J., y estaba claro que era peligroso. Pero con ella era amable. ¿Porque había sido educada o sólo porque era una mujer?

Supuso que Cam actuaba en todo momento de manera muy consciente y deliberada.

D. J. actuaba como si no viera más allá de las cicatrices, pero Cam era lo bastante listo y lúcido para inquietar a Ruth. Pasados sólo treinta minutos había deducido que algo iba mal entre ellos y Leadville. ¿Cómo podía ser tan intuitivo?

Era joven, de la edad de Todd, pero había sobrevivido cuando muchos otros habían muerto. Ruth suponía que se debía a la educación que había recibido en casa, una educación a la que pocos tenían acceso.

El Año de la Plaga. En aquel lugar ese nombre encajaba, y Ruth se sintió de nuevo ajena y distante. Había tenido suerte. Era una idea extraña después de tantas dificultades y muertes, pero durante todo ese tiempo ella había sido muy afortunada.

—Comandante —dijo Cam cuando Hernández llegó con su pequeño grupo—. No puede entrar toda esa gente.

Hernández era amable.

—Los niños no entran, hermano.

Ya había usado antes esa palabra en español. ¿Qué significaba, «señor», el equivalente a «caballero»? Ruth conocía la palabra «amigo», pero pensó que sería más propio que Hernández tratara a Cam con formalidad aunque intentara manipularlo.

Hernández había hecho lo mismo con ella.

Cam meneó la cabeza una vez para negarse en redondo.

—Dos o tres personas además de mí. Nadie más. Tiene que ser así. Y las cámaras se quedan aquí fuera.

Un soldado había llevado un equipo de grabación, una minicámara, una cámara de video más grande, un trípode, unos pinganillos y cintas y pilas.

Hernández se quedó mirando un instante a Cam. Luego meneó la cabeza.

—Me temo que son órdenes —dijo.

Llegaron a un acuerdo. Hernández se mantuvo inflexible en cuanto a que entraran los tres científicos, pero aceptó entrar con sólo una cámara que llevaría él mismo.

Ruth siguió a Cam hacia las sombras de la habitación delantera, el salón, que se veía despejado y como en orden. Entonces Cam alzó la mano para que se detuvieran y se agachó para entrar él solo en un dormitorio adyacente.

Por debajo del hedor no muy desagradable del humo de la leña, Ruth olió a sudor y mugre antiguos. Hernández levantó su minicámara y apretó el botón de grabar, que emitió un pequeño sonido, al parecer como prueba. La bajó cinco segundos después. D. J. miraba a su alrededor con una ceja levantada, y Todd se balanceaba sobre los talones.

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