El primer pensamiento de Cam fue «comida». El segundo fue de alegría, de agradecimiento. La culpa llegó más tarde, y también miró hacia arriba de la ladera. Pensó en Erin, en los posibles testigos, en embutidos o en un rico guiso de ternera en salsa. Cerró los ojos, como un niño la noche de Navidad, ante la promesa del crujido del papel, la apertura...
Sawyer tenía un revólver.
Jim Price estaba armando jaleo, como siempre.
—¡Colorado ha dicho que casi tienen una cura! ¡Para ellos y la estación espacial! ¡Están muy cerca!
Cam examinó la multitud de caras, veintidós en total. Toda la población se había congregado en la extensión polvorienta frente a la cabaña de Price, incluso Hollywood, que estaba apoyado en una pared, envuelto en mantas. Todo el mundo tenía el mismo aspecto. Los largos meses de privaciones habían dibujado una máscara fúnebre en todas las caras.
El lenguaje corporal se había convertido en el mejor indicador de lo que alguien estaba pensando. Los partidarios de Price estaban muy juntos y detrás de él, formando lo que podría haber sido un círculo en forma de lágrima.
Era interesante que se colocaran enfrente de Hollywood.
Price agitaba los brazos.
—¡En cualquier momento puede llegar una cura! Colorado tiene universidades, militares, y los astronautas están...
—No lo deis por hecho —Hollywood habló en un tono bajo, como la brisa. Estaba cansado, tal vez aburrido. Por su extraña falta de entusiasmo Cam vio claro que llevaba toda la tarde repitiendo aquel argumento—. Las predicciones fuera de Colorado dicen lo mismo que oísteis hace cinco meses. Que necesitan un poco más de tiempo y más muestras.
—¡Aun así, estaremos mejor esperando aquí!
—Podría ser para siempre.
Junto con dos parejas y varias personas solas, Cam, Erin y Sawyer formaban la periferia de la reunión, y Manny rondaba cerca. Cam pensó que la mayoría o toda aquella gente se iría. En comparación con la postura rígida y a la defensiva del grupo de Price, sus poses parecían más naturales.
No debería haberlo sorprendido que fueran minoría.
A McCraney se le habían roto las gafas nueve semanas antes y necesitaría que alguien le cogiera de la mano, ya que el mejor recambio que habían encontrado apenas le permitía ver a tres metros. George Waxman había perdido un ojo en el último ataque de los nanos y desde entonces se negaba a traspasar la barrera. Sue Spangler estaba embarazada de seis meses, ya inflada, demasiado para conseguirlo aunque quisiera asumir el riesgo, y su amante, Bill Faulk, tenía buenos motivos para quedarse. Lo mismo ocurría con Amy Wong y Al Pendergraff y su bebé, Summer.
De pie junto a Price, Lorraine dirigía un discurso a su facción, más que al grupo en general.
—Jamás lograremos atravesar el valle. ¡Mira en qué condiciones ha llegado aquí, y no está medio muerto de hambre como nosotros!
—Esta cima ya no nos puede dar nada. A un grupo de estas dimensiones, no, sólo a algunas personas —contestó Cam, despacio.
—Que se queden —murmuró Sawyer.
—Hollywood necesita por lo menos un par de semanas de descanso antes de irnos. Podemos reunir fuerzas, comernos la mayoría de nuestras reservas.
—No —dijo McCraney.
—¡Necesitamos esas raciones! —Price dio un melodramático paso adelante, y Faulk y Doug Silverstein se movieron para hacerle retroceder.
La tensión se reflejó en todos los rostros, impasibles, feos, ansiosos. Waxman y otro tipo retrocedieron enseguida, pero Cam avanzó al centro del grupo, con el ímpetu de la adrenalina.
Nunca era tan consciente de la diferencia entre el color de su piel y la de los demás como en momentos así. En realidad eso parecía pesarle, sobre todo en las anchas mandíbulas, y se preguntó por un instante qué expresaba su cara, si malinterpretarían su miedo.
—Escuchadme —dijo.
«La encontré en aquella cabaña de lujo con la terraza que daba al río —le había dicho Sawyer—. ¿Te acuerdas?» Aquel lugar era un maldito paraíso, seis metros de sofá alrededor de una chimenea de piedra, cristal reforzado, un horno enorme y dos calentadores de agua alimentados por tanques de propano. Encontraron numerosos bártulos de esquí y productos enlatados, los metieron en las mochilas, ya muy cargadas, y mancharon los armarios de roble con jirones de piel y huellas de dedos sanguinolentos. «Las cosas se estaban poniendo tensas —dijo Sawyer—. Ese maldito Loomas había empezado a acaparar comida, Price volvía a hablar de elecciones. Pensé que un revólver del 38 y dos cajas de munición serían de más utilidad que unos paquetes más de galletitas.»
—Aquí no queda nada para nosotros. —Cam mantuvo el tono suave y regular—. A duras penas hemos aguantado este tiempo, ya lo sabéis. Intentar llegar a la otra cima es arriesgado, pero es nuestra única oportunidad.
Price les señaló con el dedo índice.
—¡Podéis iros, no os lo impediremos! ¡Pero no os podéis comer todas las provisiones!
Cam quiso odiarlo, habría sido más fácil. Pero eran buena gente, la mayoría, los elegidos. Luchadores. Había sangrado con ellos, compartido utensilios, se habían arrimado en busca de calor. Habían cometido los mismos pecados. Era justo intentar salvarlos.
Era una manera de salvarse a sí mismo.
Cam necesitaba compensar todo el mal que había hecho. Si podía volver a empezar, vivir mejor, tal vez tendría alguna opción de olvidar todo lo ocurrido allí arriba, en el frío, a cielo abierto.
Sin embargo, Price volvió la cabeza hacia su facción, exactamente como había hecho Lorraine.
—¡Nadie va a comer más que sus raciones habituales! —gritó.
Otro de los que estaban solos, Bacchetti, se colocó al lado de Cam antes incluso que Sawyer o Manny.
—Es nuestra comida —dijo Bacchetti, y sus asquerosos dientes brillaron entre la barba enmarañada. Hacía días que Cam no oía hablar a aquel hombre, lo había dado por perdido tiempo atrás, y en aquel momento le dio un vuelco el corazón al sentir un extraño orgullo.
Fue un fallo, una distracción.
Price seguía bramando.
—¡Esa comida nos pertenece a todos!
—¡Exacto! —exclamó Sawyer en el mismo tono—. Bacchetti, estos chicos y yo nos hemos estado matando recogiendo suministros para subirlos hasta aquí. Merecemos comer bien.
—¡Votemos! ¡Vamos a votar!
—Vamos a comer bien, Price. —Sawyer se echó hacia delante, y Doug Silverstein reaccionó inclinando su alto cuerpo...
Cam se metió entre los dos con los brazos extendidos. Silverstein le dejó pasar, pero Sawyer se mantuvo inflexible y Cam lo empujó, desesperado, rozando con la punta de los dedos el pecho de su amigo. No notó el revólver bajo su ropa.
A Price le olía el aliento a amargos ácidos estomacales, pero Cam se le acercó.
—Venid con nosotros, Jim —le dijo.
—Deja que se queden —volvió a gruñir Sawyer.
—Podemos conseguirlo —insistió Cam—. Hollywood ya conoce el camino más fácil. Tardaremos menos que él. ¿De acuerdo? Aquí siempre hay algunas lluvias breves e intensas en primavera. Esperaremos hasta entonces.
Las bajas presiones habían hecho que los nanos descendieran casi trescientos metros, según la estimación de Sawyer, y siempre habían ido en busca de comida con el peor tiempo. Los peligros de correr por el hielo y las resbaladizas rocas, a oscuras y con frío, la posibilidad de avalanchas, de perderse, todo valía la pena con tal de reducir su exposición al mar de nanotecnología.
—Tenemos que hacerlo —dijo Cam—. ¿No lo veis? Si os quedáis más de cuatro o cinco personas, en diciembre os estaréis comiendo los unos a los otros.
Ruth se pasaba el tiempo en la ventana, día tras día, horas sin parar. El comandante Ulinov le había ordenado que parara, se lo había suplicado e incluso había bromeado con ella. Su actitud cambiaba con la misma discreción que las masas de nubes que envolvían la Tierra azul allí abajo, pero la Estación Espacial Internacional era un mundo limitado y estéril. Ruth necesitaba más espacio para pensar.
Además, volverse locos entre sí era casi la única diversión de que disponían.
El módulo del laboratorio tenía una ventana al exterior sólo porque sus diseñadores pretendían llevar a cabo pruebas de materiales y fluidos allí, y hacía tiempo que Ruth había retirado los dos
waldos
que sujetaban la ventana para mejorar la vista. A nadie le interesaban ya las ciencias puras.
La noche inmemorial cubría un lado del planeta. Ruth observaba con paciencia. Soñaba. El amanecer todavía la embelesaba, aunque desde una órbita terrestre baja apareciera cada diecinueve minutos. Cada nuevo amanecer era para ella una inspiración.
—¡Doctora Goldman!
Se estremeció cuando la voz de Ulinov tronó en el laboratorio. Últimamente lograba sorprenderla, aunque no era difícil, ya que era capaz flotar en silencio por el pasillo que conectaba aquel módulo con la estación principal... la misma técnica que utilizó su padrastro para reeducar a su terrier, cuando
Curls
empezó a comerse el sofá. Tratamiento de shock. Sabía bien que su reacción era irracional, pero Ruth se sorprendió actuando exactamente como aquel perro bobo, convirtiéndolo en una competición, y ya no dudaba de que Ulinov también participaba de aquel juego. Invertía demasiado tiempo en atormentarla. La confrontación se había convertido en un cauteloso coqueteo entre comandante y subordinada, pasaban por alto las rígidas normas de no confraternizar, y la atracción debía de resultarle más difícil a él por su reticencia a minar su autoridad.
Se mostraban duros entre ellos, fuertes, y era maravilloso tener la oportunidad de estar entretenido. Ruth mantuvo el rostro frente a la ventana, para atraerlo.
—¿En qué estás pensando? —inquirió Ulinov—. ¿Qué hay que no hayas visto un millón de veces al otro lado de ese agujero?
El interior del módulo de laboratorio habría sido intransitable con gravedad. Sus aparatos se extendían en voluminosas torres sujetas a tres de las seis superficies de aquel cubo, atornilladas entre el equipo original y los ordenadores. Era una mezcla monocromática, paredes de color hueso, paneles de metal gris. Ulinov fue hacia ella con paso experto y pisó el techo con el pie para corregir el giro.
El comandante Nikola Ulinov era grande para ser cosmonauta, tenía el tórax lo bastante ancho para abrazar a dos como Ruth, y su cara angulosa se había extendido hasta alcanzar unas dimensiones enormes debido a la redistribución de los fluidos corporales que se producía en la gravedad cero. Al parecer pensaba que sus dimensiones le daban una ventaja psicológica y a menudo la intimidaba. Como en aquel momento.
El olor que desprendía a Ruth le recordaba la Tierra, un aroma pleno y con textura. Bueno, auténtico. Tentador. Por fin lo miró, al tiempo que se preguntaba por qué todavía se molestaba en actuar como un brusco oso soviético.
Él se dio cuenta y probó con otro tono. En realidad era más como un lobo, ágil y astuto. Habló con suavidad:
—
Tovarish
, ¿tendré que tapar ese agujero? ¿Tendré que asignarte un vigilante? ¿Por qué no entiendes la importancia que tienes?
La chispa de picardía que se había encendido en el corazón de Ruth se desvaneció. Tal vez fuera mejor así.
—He hecho todo lo que he podido.
—La India envió nuevos esquemas justo ayer...
—He hecho todo lo que he podido aquí.
Ulinov no dijo nada. Nunca lo hacía cuando ella insistía en que la habían vencido. Era un buen truco, dejarla regocijarse en su vergüenza y frustración. Por lo general ella solía hacer promesas de trabajar más. En aquel momento ambos se quedaron en silencio.
Al final, Ruth se arriesgó a lanzar otra mirada. Los grandes ojos de Ulinov no estaban fijos en ella, sino en la ventana, donde una amplia corona de color amarillo blanquecino iluminaba la oscura curva del planeta.
—La nieve ya se ha derretido lo suficiente —dijo ella—. Colorado debería poder despejar un tramo de carretera para nosotros.
Ulinov volvía a mostrarse brusco.
—No volveremos a la órbita.
Ruth asintió. Para entonces lo llamaban «El Año de la Plaga», el que había cambiado el calendario, la historia. Y la decisión parecía correcta en muchos sentidos. Todo estaba muerto y era nuevo a la vez. Once meses atrás la vida era muy distinta, cuando ella formó parte del último lanzamiento regular en el Centro Espacial Kennedy, el definitivo. Los cohetes con suministros que lanzaron los europeos una semana después no contaban.
—Nos quedaremos todo el tiempo que podamos —dijo Ulinov—. El presidente nos lo ordenó por una buena razón.
«Y tú quieres seguir formando parte de tu guerra», pensó ella.
La tierra natal de Ulinov, como la mayoría del planeta, debía de estar para entonces inconcebiblemente vacía. Los restos del pueblo ruso habían huido a las montañas de Afganistán y a la zona del Cáucaso, una masa escarpada de rocas que se elevaba entre el mar Caspio y el mar Negro, donde estaban atrincherados en una confusa lucha feroz contra los nativos chechenos y las hordas de refugiados de Turquía, Siria, Arabia Saudí, Jordania e Irak. Podría haber sido peor si los israelíes no se hubieran trasladado por vía aérea al sur hacia África y las cimas altas de Etiopía.
Por fin reinaba la paz en Oriente Próximo.
La estación espacial todavía recibía comunicados esporádicos de la población rusa, peticiones de vigilancia orbital o apoyo militar de Estados Unidos o, a veces, declaraciones sanguinarias dirigidas contra los musulmanes. Ulinov enviaba fotos de alta resolución todos los días, si lo permitían el tiempo y las órbitas, trasmitía con diligencia todas las peticiones de suministros... y había jurado lealtad a Estados Unidos.
Cuando la luz del día penetró por la ventana, Ruth le tocó el hombro. Fue una tontería. La reacción les hizo moverse un poco. Ella lo agarró con más fuerza para mantenerse juntos. La superficie del mono de Ulinov estaba fría, como su autocontrol, pero desvió la mirada hacia la mano de Ruth y luego le examinó el rostro. Se le suavizó la expresión.
Ruth habló primero.
—Las condiciones de trabajo en la gravedad cero no son una ventaja si no tengo lo que necesito. He sobrepasado el límite de lo que puedo lograr con reconstrucciones..., además mal aplicadas.
Con las prisas por alejar a la doctora de la marea invisible de nanotecnología, los equipos en tierra habían perdido las muestras de los nanos. Lo más probable era que alguien no hubiera entendido por qué cargaban partes de cuerpos humanos. La plaga de máquinas se conservaba con mayor facilidad y garantías en pedazos de tejido congelado.