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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (8 page)

BOOK: La Plaga
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Vaya estupidez. Era como si el doctor Frankestein dijera: «¡Igor, ve a buscar un cerebro!» Sin embargo, tal vez Ruth había llevado demasiado lejos sus bromas, porque dos meses antes LaSalle había dejado de hablarle por radio.

Tenía razón en que los nanos funcionaban de forma rápida porque les faltaban instrucciones complejas, pero aquel hombre era un completo idiota si pensaba que podrían limpiar el planeta con un NAN sin discriminación. La tarea era demasiado vasta, el campo de batalla demasiado heterogéneo. Y, lo que era más importante, en el mundo, por debajo de los tres mil metros, los nanos ya no tenían anfitriones y estarían en hibernación. Eran objetivos inertes e inactivos, e incluso un NAN que se reprodujera despacio al final destruiría a casi todos los nanos.

La idea era sencilla: soltar su mejor trabajo, luego esperar y observar. Pero ¿quién sería el salvador?

El NAN de LaSalle, más una reacción química que una máquina, estaba compuesto por moléculas de carbono rico en oxígeno con la intención de unir los nanos en cúmulos supramoleculares y no funcionales. Rápido y sucio. James había ayudado en los inicios de ese programa, llamado «Copo de Nieve», antes de declararlo inestable. Pero, aun así el NAN de LaSalle seguía siendo el más pequeño y rápido de reproducir, un hecho en el que siempre insistía cuando aún intentaba contar con la ayuda de Ruth.

Otra facción, tal vez la más ambiciosa, imaginaba un NAN parásito que proporcionara una nueva programación a los nanos, que aprovechara su capacidad extra e hiciera que aquellos malditos aparatos se atacaran unos a otros. No obstante, este grupo todavía estaba trabajando con análisis y simulaciones por ordenador, y nadie más creía que llegaran más allá de la fase de planificación.

Ruth pertenecía al tercer equipo, formado en su mayor parte por técnicos con formación militar y gubernamental. Habían construido un cazador cuyo ciclo de vida se basaba en destruir nanos. Una auténtica arma. Quemaría una parte de los nanos para obtener combustible, y utilizaría el resto para construir más cazadores como él. Este diseño había sido el favorito hasta que el consejo presidencial se fue desesperando, como era comprensible.

Había un gran problema con los tres conceptos.

Al crear más criaturas como ellos, los nanos extraían carbono y algo de acero del tejido de sus anfitriones, y, como sustancia, cada máquina apenas era discernible de cualquier otra forma de vida.

Lo que suponía un problema muy grave. Un NAN diseñado para acabar con los nanos en masa también atacaría las células humanas y animales.

—Vuelve a enseñarles tus números —dijo Ruth—. Si el bicho de LaSalle utiliza hasta la última pizca de carbono del mundo, todo lo ocurrido hasta ahora va a parecer una tontería en comparación.

—¿Una tontería?

—Todos estaremos muertos, en todas partes.

Sus auriculares volvieron a hacer un ruido, y se preguntó si James sonreía, caminaba o meneaba la cabeza. Le hubiera gustado verle la cara. Su voz, como siempre, sólo trasmitía fuerza y calma.

—El consejo ha ideado una manera de protegernos de cualquier NAN —dijo—, en caso de que algo salga mal. Ahora es obligatorio incorporar el fusible hipobárico en todos los diseños, aunque eso haga que todo el mundo se retrase.

—Un fusible no evitará que el bicho de LaSalle afecte a plantas, insectos o lo que quede por debajo de los tres mil metros. ¡Acabará con el poco equilibrio medioambiental que pueda quedar todavía en el planeta! Necesitamos un NAN capaz de discriminar.

—En realidad las otras buenas noticias tienen cierta relación con ese tema.

—¿Qué? ¿Entonces para qué dejas que me indigne? —La sonrisa de Ruth era real, pero se forzó a reír por el bien de James—. ¡Retiro lo dicho, es perfecto!

Tenían el principio de un cerebro. Otro miembro de su grupo había propuesto atacar el fusible hipobárico en sí en vez de el nano en general, y utilizar esa estructura única como indicador. Por desgracia, de momento, el programa mejor desarrollado era eficaz en menos de un treinta por ciento en una cápsula presurizada donde había el doble de atacantes que nanos en hibernación.

—Es mejor que eso —dijo James—. El FBI ha llevado un equipo a Denver. Piensan que tienen una nueva pista.

Ruth dobló brazos y piernas, y se encogió en un arrebato involuntario de emoción. Golpeó la pared con una rodilla, empezó a rotar y se llevó la mano al auricular para evitar que se le cayera.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—Sólo han despejado un tramo suficiente de una carretera para empezar a volver a volar...

Ella casi lo interrumpió. ¿Cuánta carretera habrían despejado? La lanzadera necesitaba más del doble de pista de aterrizaje que la mayoría de los aviones.

—... llevaron un grupo a la ciudad y han cogido más ordenadores de la biblioteca pública de allí. Creen que ahora tienen registros completos de las ventas de los fabricantes.

Antes de la plaga había cuarenta y seis laboratorios universitarios de nanotecnología en todo el país. Siete grupos privados y cinco que trabajaban para el gobierno. Esas cifras no incluían a Ruth, ni por lo menos dos operaciones federales más, secretas, de las que ella tenía noticia. Ni tal vez una docena de laboratorios con fondos independientes que se mantenían en la sombra y que se aprovechaban de los datos públicos pero sin compartir sus progresos.

Sin embargo, sólo trece empresas habían producido equipos de microscopía y nanofabricación, y esos costosos aparatos rara vez se vendían tan fácilmente como las acciones de esas empresas.

Incluso antes de desatarse la plaga más allá de las barreras de cuarentena por el norte de California, los analistas de datos del FBI habían descubierto dos grupos privados en la región. Los agentes arrasaron esos laboratorios y los otros seis que operaban públicamente en la zona. Lo confiscaron todo, incluso la poca tecnología de laboratorio que aún quedaba.

Lástima que sólo algunas de aquellas personas llegaran a una altura segura.

Las pruebas se habían extraviado o destruido. Nadie estaba siquiera seguro de que la plaga hubiera sido construida en la zona de la Bahía. Podría haberse desencadenado en un viaje o durante una compra. Nadie pudo explicarlo jamás. No era de extrañar. Cualquiera que se hubiera hecho responsable habría sido linchado. Pero no se había disparado una sola alarma ni siquiera durante las primeras cuarenta y ocho horas, cuando se podría haber contenido el problema.

La creencia general era que el equipo de diseño de la plaga había muerto en cuanto se desató... y a juzgar por la mayoría de los supervivientes, probablemente su muerte no había sido lo bastante lenta.

No había castigo suficiente para aquel crimen. Ningún idioma humano tenía una palabra para describir lo que había ocurrido.

No obstante, el objetivo de los diseñadores de la plaga, por lo menos según la opinión de Ruth, nunca había sido la venganza. Querían comprender, respuestas, una clave para detenerla.

—Dime que habéis encontrado el laboratorio —dijo ella, a sabiendas de que, si fuera así, incluso James estaría gritando.

—Sólo es una pista —dijo él—. Aparatos.

—¿Han enviado a alguien a buscarlos? ¿Dónde?

—Todavía están calculando el coste del combustible y las botellas de aire.

—¡Pero eso podría ser lo que necesitamos! ¡Diseños originales, aparatos personalizados, incluso pistas sobre lo que le ocurrió al equipo de diseño!

James no contestó durante varios segundos. Tal vez esperaba que se calmara. A lo mejor deseaba, como ella, que fuera cierto.

—Nadie está convencido aún de que sea información fiable.

—Cuéntame.

—Hace tres años, Select Atomics entregó un láser de fabricación en una localidad de Stockton que no se puede decir.

Ruth nunca había estado en la Costa Oeste, pero se había familiarizado con la zona, al principio por las noticias, luego por las entrevistas con el FBI y la ASN. Todo superviviente ligado aunque fuera mínimamente con la nanotecnología, incluso guardias de seguridad y conserjes, había tenido que dar informes extensos, y los agentes de inteligencia rastreaban todas las posibles pistas, nombres, rumores...

Según el patrón de las infecciones, la mejor hipótesis era que los diseñadores de la plaga habían trabajado en Oakland o Berkeley, en el congestionado núcleo urbano de la zona.

—Stockton —dijo Ruth—. Está al este de la zona de la Bahía, cerca de Sacramento, ¿verdad? ¿Cerca de las estribaciones de las sierras?

—Sé lo que estás pensando, pero has de tener en cuenta...

—¡Llevad un avión allí! Lo antes posible.

—Ruth, debes tener en cuenta que podrían haberse llevado el láser a cualquier sitio. Aunque estuvieran en Stockton, la situación se convirtió en una locura enseguida. Las autopistas se colapsaron. Media ciudad estaba quemada. Y caían unos cinco centímetros de nieve por hora por encima de los 1.800 metros, en todas partes.

Ella sacudió la cabeza, el auricular le hacía daño en la oreja.

—Puede que el equipo original haya conseguido sobrevivir.

—Ruth...

—Puede que algunos lo hayan logrado.

6

Sawyer iba de aquí para allá por la zanja de drenaje poco profunda que llevaba a su peñasco, se movía de lado, como si los pequeños indicadores de rocas que habían puesto a 3.000 metros fueran una cerca infranqueable. No le interesaban las despedidas.

Cam se reunió con los demás en la cresta donde habían encendido la fogata para Hollywood. Faulk, que se quedaba, había accedido a quemar dos brazadas durante el día. Más tarde. Mucho más tarde. El amanecer se alzaba como una gran promesa amarilla más allá de las praderas del este, y en aquel crepúsculo helado incluso los susurros sonaban agudos y fuertes. Era el 14 de abril del año uno. El Año de la Plaga. Las predicciones de Colorado habían servido de calendario fiable para el grupo de Hollywood. En la radio habían empezado a hablar así, y la idea se impuso de inmediato, por razones obvias, pensó Cam. Un nuevo comienzo.

—Lanza el armazón de una cama al montón —dijo Doug Silverstein—. Eso protegerá el fuego y a la vez hará que arda de verdad.

Faulk asintió.

—Sabrán que os dirigís hacia allí.

Al oeste, unas nubes grises surgieron de la noche y absorbieron las conocidas siluetas de las montañas más próximas. La tierra y el cielo quedaron unidos por las capas grises que anunciaban lluvia. El viento húmedo y errático olía a oxígeno.

La voz de Sawyer tronó hacia ellos:

—¡Vamos!

La mayoría de las cabezas se volvieron. Sawyer movía el puño arriba y abajo. Cam recordó que él hacía el mismo gesto a los camioneros desde el asiento trasero del coche de su padre, cuando era pequeño y oían partidos de béisbol en la radio, alborotando con sus hermanos en aquel reducido espacio abarrotado. Sonrió. Chillaban como hienas tontas cuando un camionero hacía sonar el claxon por ellos.

Erin también sonreía. Era el único rostro que no estaba tenso ni amargado. Cam se estremeció. Él sabía que su extraña sonrisita felina sólo significaba que estaba pensando. Pero Cam no quería que nadie les viera a los dos ahí, de pie, sonriendo. Joder. Contestó a Sawyer con un gesto lento para que tuviera paciencia.

«Espera. Esto es importante.»

El centro de su reunión era una maraña de apretones de manos y abrazos, palabras de ánimo. Era la mayor demostración de emociones que había visto Cam en aquel islote alto y yermo, y deseaba ser más partícipe de ella. Deseaba tantas cosas...

No importaba que ya hubieran practicado aquel ritual dos días antes, cuando los cielos se nublaron y llovió durante media hora, ni que todo estuviera decidido con más de dos semanas de antelación. Todos querían tocar a los pocos que se quedaban: Faulk, Sue, Al y Amy Wong. El hijo de tres meses de Amy, Summer, pasó por una docena de personas que lo arrullaron, le murmuraron frases y le rascaron en el anorak acolchado que le servía de pañales.

Cam no tuvo ocasión de tenerlo en brazos. Tampoco lo había intentado. Summer le ponía los pelos de punta. Los bebés deberían llorar. Él sólo miraba, ajeno incluso a la conmoción de aquella mañana. Cam sospechaba que sufría daños cerebrales. En su dieta había una peligrosa falta de proteínas, y Amy había traspasado la barrera dos veces antes de saber que estaba embarazada. Los nanos podrían haber afectado esa parte de su cuerpo o atacado al bebé directamente. Tal vez ambas cosas.

Abajo, Sawyer pasó la línea de los indicadores hechos con piedras, y los pensamientos de Cam se desvanecieron de repente. Aquella silueta oscura contra la áspera ladera de grises y marrones no debía inspirar miedo; pero habían sobrevivido lo suficiente para desarrollar nuevos instintos. Allí abajo no había nada. Nada humano.

Mientras lo observaba, Cam dudó, luego se dio la vuelta y se abrió paso con el hombro hacia el centro del grupo. Necesitaba decir algo. Cualquier cosa. Le gustó que Erin le cogiera de la mano y fuera con él.

Parecía que la temperatura era diez grados más alta dentro del grupo. Allí se estaba a resguardo del viento. La tela de los anoraks de Gore-Tex flameaba y chasqueaba por efecto del viento, un sonido que Cam asociaba a los ajetreados fines de semana en la estación de esquí. Nunca había sentido su pasado más cerca.

Amy y Lorraine estaban lloriqueando, con las cabezas juntas, y sujetaban a Summer entre ellas. Sue, en cambio, estudiaba a Cam con la mirada fija e inexpresiva, con ambas manos sobre su barriga de embarazada. Cam no podía ver su expresión. Nadie más había advertido su presencia todavía. Price estaba dando palmaditas en la espalda a la gente como si fuera un entrenador de fútbol, por una vez se había quedado sin habla, y tanto Hollywood como Doug Silverstein jugueteaban con unos cordeles amarillos que habían cortado en trozos de aproximadamente cinco centímetros.

—De verdad os lo agradecemos —dijo Faulk, por enésima vez, y Hollywood asintió y se encogió de hombros.

Su plan era atar marcadores en los árboles cercanos a donde hubiera bayas, madrigueras de serpientes y todo lo que fuera útil por debajo de los 2,000 metros o más, para reducir el tiempo que Faulk y Al Pendergraff pasaran por debajo de la barrera, en las futuras expediciones en busca de comida.

—De verdad —repitió Faulk.

Cam carraspeó. Todos se dieron la vuelta. Hollywood parecía aliviado, pero los demás se limitaron a mirarlo con la misma intensidad cautelosa que Sue.

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