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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (12 page)

BOOK: La Plaga
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Su padre valoraba el orgullo y la apariencia por encima de todo.

Para él, lo más destacado del día era tomarse una cerveza en el salón de su casa de tres dormitorios, que siempre describía a sus hermanos como «situada justo en el océano». En inglés. Siempre en inglés. Tal vez a Cam nunca le molestaron las medias verdades de Bear Summit porque su padre se permitía la misma costumbre de exagerar. La ciudad de Vallejo, donde vivían, en realidad estaba en el interior de la zona de la bahía de San Francisco, y, en cualquier caso, había tres edificios entre ellos y la plana oscuridad verde y lánguida del mar.

Su padre amaba el océano tanto como a ellos, casi con solemnidad. Pero a distancia. No pescaba ni nadaba. Se habría ahogado, nunca se quitaba los zapatos, y muchos menos se desabrochaba la camisa. Sólo le gustaba mirar, escuchar y tal vez caminar por la arena. Sólo eso ya era un triunfo para él, que había crecido encerrado en una ciudad de vacas cerca de Bakersfield.

No se daba cuenta de que estaba restringiendo las perspectivas de su hijo por su forma de ampliarlas con tanto ahínco. Pasaban las vacaciones a cientos de kilómetros hacia el norte o el sur, pero siempre por la costa que él encontraba tan exótica, el paseo marítimo de Santa Cruz, Disneyland, el embarcadero de la playa de Pismo... Crió a una generación de habitantes de tierras bajas que mantendrían la mirada y sus sueños fijos en el oeste, hacia el Pacífico.

Cam fue el único que se liberó.

Hollywood dejó de moverse en cuanto salieron del campo de rocas. Esperaron a Price y los demás, con un brazo levantado, y gritaron:

—¡Por aquí! ¡Ya lo tenéis!

Erin dudaba, pero volvió a tomar el camino antes de que Cam la agarrara. Buena chica.

No quedaba casi nada de la caseta de seguridad que había al lado del Remonte 12: una plataforma de cemento y puntales de acero que no habían podido arrancar. Todos los otros materiales habían sido arrastrados hacia la cumbre para construir sus cabañas, y al ver sólo los cimientos Cam sintió una extraña satisfacción melancólica.

Había hecho todo lo posible.

Su padre sólo les llevaba a la montaña para alardear con un compañero de trabajo. Un compañero blanco. Los chicos se volvían locos, iban en trineo y se lanzaban bolas de nieve durante diez horas al día mientras él les hacía fotos de lo bien que se lo pasaban. Luego, durante la semana, insistía en que había derrochado dinero en alquileres de esquí y billetes de telesilla.

Cam pronto empezó a perderse en la confusión de la colina, aunque, visto con perspectiva, aquella separación era deliberada, por lo menos en un cincuenta por ciento. Para alguien con tres hermanos, incluso ir en bicicleta a la tienda a comprar leche era una competición, y Cam siempre era el raro que se quedaba atrás. Sus dos hermanos mayores tendían a tomarla con él, y el pequeño Greg tenía tres años y medio menos, no era de mucha ayuda y a menudo suponía un estorbo.

Los otros chicos se pasaban la mañana peleando, presumiendo, y haciendo carreras, lo que no era muy inteligente porque no podían volver. Ni parar. Al bajar la ladera como una bala en línea recta, a veces chocaban contra un niño rubio de pocos años y pasaban la tarde en el banco de las dependencias de la patrulla de seguridad.

Cam volvía tarde al coche, estremecido por la emoción y el frío, ya que todos llevaban pantalones vaqueros, y, contento. Enfurecía a sus hermanos con sus relatos triunfales. Al día siguiente le hacían el vacío. Eso sólo le daba más margen de tiempo antes de que volvieran a meterse con él.

No volvió a esquiar hasta que tuvo quince años, cuando un amigo suyo se sacó el permiso de conducir, después del ingreso de su padre en el hospital. Se esperaba que los chicos Najarro encontraran un trabajo de media jornada al llegar al instituto, y Cam se gastó sus ahorros antes de febrero comprando un equipamiento mejor del que necesitaba y pagando algunas clases menos de las que necesitaba. Más que el nuevo entorno alpino, que la alegría inconsciente de arrojarse al impulso de la gravedad, le encantaba la individualidad de aquel deporte, sin contrincantes, ni público, ni puntuaciones. Sólo estaba él.

El primer año fuera del instituto, cuando ya era un buen esquiador medio, aunque no especialmente ágil, Cam trabajó durante siete meses de aturdimiento en una centralita telefónica, iba a conseguir un pequeño aumento cuando lo dejó en diciembre. Aquella temporada esquió sesenta y un días en nueve estaciones distintas. Cada noche tenía que ponerse hielo en las espinillas. Tenía tantos morados por sus botas baratas que caminaba como un cowboy. En marzo se le cayó la uña del pulgar izquierdo. Pero era demasiado tarde. Había conocido a fanáticos de la nieve que pensaban que alardear de aquellos daños físicos era la mejor actitud.

Cam encontró trabajo de operario de telesilla, y más tarde se hizo un hueco en el equipo de mantenimiento sólo por presentarse todos los días, que era esperar demasiado de la mayoría de empleados de Bear Summit. Los chicos organizaban buenas fiestas y no ayudaba que los jefes hubieran reducido los sueldos y pluses al mínimo.

El año siguiente Bear Summit también echó a parte de la patrulla de seguridad, y había muchas vacantes. Aprovechó la oportunidad.

Llegaron al Remonte 12 cuando las nubes avanzaban y el aire dejó de soplar. El chirrido resonante de las sillas enmudeció, era casi como si el telesilla los hubiera estado esperando.

Mal presagio. ¿Qué significaba aquel silencio?

Cam experimentó el fenómeno contrario, como si todo el ruido se le metiera directamente en la cabeza. Al pasar por la cabina del empleado y el montón de tierra que servía de rampa de descarga, él y Erin levantaron la mirada hacia la cadena de sillas. Ojalá... Siguieron caminando.

El gasóleo para los motores de reserva no había durado ni un mes.

La mayoría de la gente se dirigió al este, hacia Nevada, para huir de la plaga, incluido su amigo Hutch. Por supuesto, se demostró que fue la peor decisión posible. No podían quedar más de trescientas personas en Bear Summit cuando los informativos dijeron que se podría estar a salvo en cotas altas, pero para entonces la zona de la sierra ya sufría el tercer día de tormenta de nieve.

Cam se quedó en su dúplex, a 2.280 metros, con su televisión y su teléfono, hasta que, pasada la medianoche del cuarto día, se despertó con pinchazos en la palma de la mano izquierda.

Llamó a casa una vez más. Todas las líneas estaban ocupadas.

La tormenta había cesado, pero la carretera estaba cubierta por veinte centímetros de nieve, y había más a los lados del único carril que algún héroe había abierto el día antes. Recorrer aquel camino estrecho podría haber sido demasiado para Cam si no hubiera memorizado a medias las constantes curvas de la carretera, algunos descensos y las curvas sin visibilidad. Recorría el mismo tramo para ir a trabajar seis días a la semana y, como se decía en broma, lo que distinguía a un verdadero lugareño era la capacidad de llegar a la estación en cualquier situación, a ciegas si era necesario, golpeando el guardabarros contra los postes reflectantes de hierro, colocados cada cuarenta metros.

La carretera blanca, los terraplenes blancos... Para mantener la visibilidad, volvió a poner las largas, una especie de radar rudimentario.

Unas siluetas extrañas se cruzaron en su camino, tres figuras de animales con demasiadas patas. Cam frenó. Su camioneta derrapó y se precipitó hacia los monstruos. Ciervos, sólo eran ciervos. Pasaban volando por delante, movían los enormes ojos ante sus faros y huían corriendo. Montaña abajo.

Vio dos tiendas abandonadas, casi se quedó encallado al pasar por la primera.

Las farolas del pueblo emitían un brillo rosa irreal entre las nubes bajas, visibles mucho antes de llegar al valle. Entonces vio luces también en la cresta, en las cabañas de lujo. ¿La gente seguía alojada allí? Sólo estaba a unos centenares de metros...

Siguió conduciendo. No le sorprendió encontrar sólo algunos vehículos delante de los principales edificios de la estación, transformados en dunas blancas por la nieve, pero se sintió confuso al ver sólo cincuenta coches aparcados más arriba, junto al pabellón de media montaña.

Allí reinaba la oscuridad, se impuso el negro absoluto cuando apagó los faros. En algún lugar entre los apartamentos y la estación se había caído una línea de alta tensión. No pensaba preocuparse por eso. El pabellón de media montaña estaba a 2.400 metros y el espantoso picor de la mano no cesaba, ahora sentía un cosquilleo en la muñeca.

Entró a trompicones y encontró a setenta y una personas. De ellos sólo reconoció a Pete Czujko y dos chicos que trabajaban en la cafetería. El resto eran turistas, gente de vacaciones. Forasteros. Todos estaban infectados, presas del pánico, enloquecidos por aquel extraño dolor y desesperados por encontrar una manera de subir más arriba.

La pequeña flota de motos de nieve y vehículos oruga había desaparecido. Los generadores de gasóleo, los aparatos de rescate, la radio de banda civil y los transmisores de la patrulla, todo. Incluso habían vaciado la tienda de regalos. Los telesillas podían funcionar a dos tercios de la velocidad con los motores de gasóleo auxiliares, aunque quien se hubiera ido con los vehículos oruga también había provocado un desastre al extraer el combustible de los remontes 11 y 12 haciendo agujeros en la base de los tanques, con lo que se desperdició lo que no pudieron llevarse. Mientras Cam se escondía en su cabaña con su miedo y su pena, otros habían trabajado para asegurarse su supervivencia.

Esos otros habían sido los lugareños. Debían de haber previsto que la mayor parte de los turistas y otros refugiados acabarían allí, y pensaron que sería mejor irse a las cabañas que había en la cresta, por encima de los apartamentos. Algunas de aquellas casas estarían vacías, con sus propietarios y sus gatos gordos atrapados debajo del límite de las nieves perpetuas. Con depósitos de propano y armarios bien surtidos, aquellas cabañas eran ideales para sobrevivir a largo plazo, pero la cresta sólo llegaba a los 2.470 metros. Si la plaga llegaba más alto, a los lugareños no les quedaba ningún sitio adonde ir.

Cam podría haber estado allí si hubiera caído más simpático, pero no tenía más remedio que echarse a andar.

La nieve reciente llegaba a la altura de la cadera y la temperatura, con el frío del viento, rondaba los siete grados bajo cero, aunque estaba subiendo porque se acercaba un frente de alta presión. En lo alto de la montaña sólo había oscuridad. Tres personas se negaron a abandonar el pabellón. Muchas chicas, Erin y sus amigas, sólo llevaban pantalones de deporte y sombreritos de cowboy. Había nueve niños, una pareja de setenta y tantos años, una mujer enorme llamada Barbara Price que no iba a abandonar a su perro con pedigrí y tres turistas coreanos que sólo se podían comunicar con mímica.

No obstante, la única opción era echarse a andar.

Hollywood aún tenía el plano en la mano, aunque no dijo nada más, y Cam se lo agradeció. De alguna manera había conseguido que Price y el resto se dieran prisa. Nadie iba demasiado retrasado cuando Cam y Erin dejaron de seguir la cresta hacia el oeste.

Erosionada por el viento, la cresta de la pista de esquí era una zona estéril de suciedad y gravilla. Caminaron por los senderos paralelos de huellas profundas y resbaladizas que habían dejado Sawyer, Manny y Bacchetti.

Hollywood había seguido una ruta distinta, directa hacia su cima, y probablemente lo habría hecho aunque conociera la zona. Era su forma de ser. Sin embargo, habían aprendido que era igual de rápido, y seguro, salir de la estación y utilizar los caminos abiertos y los rastros de los todoterrenos que en invierno servían como pistas para los vehículos oruga. Cuando había nieve suficiente bajaban esquiando, claro, con equipamiento de esquí de fondo porque las botas eran lo bastante suaves para caminar, y los esquíes, lo bastante ligeros para cargarlos al regresar.

Unas flores delicadas se aferraban a la ladera, zacates de un rojo intenso y polemonias blancas. Cam se apartó de su camino para no pisarlas y sintió nuevos ánimos.

Veía el pabellón de media montaña, mucho más abajo, una caja de zapatos de madera de pino. Mucho más cerca, Bacchetti había alcanzado a Sawyer y Manny cuando trazaban una diagonal en la ladera. Entonces se puso a llover, y las tres figuras de delante quedaron reducidas a fantasmas de color verde y azul. ¿Los esperaban? No, vio que Manny saltaba un agujero que pronto se llenaría de agua. A través de la capucha, el tamborileo de las gotas a Cam le sonaba como si fueran palabras.

No debería haberle sorprendido tropezar con Tabitha Doyle. Un bulto en la colina tendía a llevar a los caminantes hacia la ruta más fácil, y él había pasado justo por aquel lugar veinte veces o más.

Sawyer debía de haber dado una patada a Tabs porque se había movido. Su familiar posición fetal había cambiado hasta quedarse con los brazos y piernas extendidos y la mandíbula relajada y abierta dentro de la capucha naranja manchada del anorak de la patrulla de seguridad. Cam clavó los ojos en sus manos agarrotadas, como siempre. Descompuestos de una manera que sólo las bacterias y los elementos jamás podrían haber provocado, los huesos de los dedos parecían haberse derretido en varios puntos.

De las sesenta y ocho personas que subieron desde el pabellón, sesenta y cinco lograron escapar de la plaga de máquinas, pese a que avanzaba con ellos a medida que amainaba la tormenta. Sentían que les quemaban la piel de nuevo debido a las fluctuaciones de la presión del aire.

Un hombre se sentó sin más. Otro cometió el error de irse a pesar de los gritos de los demás, que vieron el haz de luz oscilante de su linterna más abajo durante una eternidad. Barbara Price perdió mucha sangre cuando su perro, jadeando entrecortadamente, le mordió las manos y la cara.

A medio camino, un fragmento de luna se abrió paso entre las nubes. Para entonces cargaban con los niños. Barbara Price se había desplomado cuatro veces y los coreanos salmodiaban una maldición una y otra vez. Cam empezaba a creer que ya la entendía.

Acurrucado para resguardarse del viento con dos sombras anónimas en la base del noveno poste del Remonte 11, desplomado contra el metal congelado, no advirtió enseguida el rabioso zumbido que retumbaba arriba, en la montaña. Motos de nieve. Aparecieron linternas al este, casi a su altura, un enjambre de falsas estrellas ocultas por los árboles y las ráfagas de nieve. Los lugareños huidos. Habían abandonado las cabañas de lujo para abrirse camino por las crestas del valle, entre resbalones y caídas, vencidos por la pendiente de la montaña, hasta llegar a los senderos planos y abiertos de las pistas de los vehículos oruga.

BOOK: La Plaga
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