—¿Cam? —repitió Manny.
El ansia por hacer callar al chico hizo que separara las manos del cuerpo unos centímetros.
Manfred Wright había madurado de una manera que Cam lamentaba y respetaba a la vez por ser inevitable. Pero aún no entendía algunos de los aspectos básicos de las relaciones humanas. A menudo Cam creía que era una especie de autodefensa por parte de Manny, un regreso voluntario a la infancia. Sin embargo, su carácter irreflexivo se había convertido en una amenaza, y Cam se dio cuenta de que Sawyer estuvo muy acertado al no confiarle al chico su plan. Manny se lo habría contado a Hollywood, que se lo habría dicho a Price, todos con las mejores intenciones.
—Es un callejón sin salida —dijo Silverstein.
Price casi estaba afónico.
—¿Qué pretendéis?
Cam era consciente de que debía decir algo. Necesitaba encontrar las palabras justas, pero entonces unos dedos lo tocaron por debajo de la mochila. Nielsen.
—Suéltalo —dijo Bacchetti con un gruñido.
El claxon volvió a sonar.
—¡Dos minutos! —Sawyer salió por la ventana y dio un golpe en la puerta—. ¡Llegaremos en dos minutos y podéis quedaros con la camioneta si queréis!
Nadie más habló durante un minuto, y Cam sintió una mezcla de alivio y gratitud.
—David está infectado —explicó Hollywood.
Sawyer volvió a dar un golpe en la puerta, impaciente ante su falta de reacción.
—¡Un minuto más y podéis quedárosla!
Silverstein fue el primero en lanzar una mirada a Keene. Luego volvió a mirar hacia delante y gritó:
—¡Es una pérdida de tiempo! Es un callejón sin salida.
—¡Estamos ganando tiempo! —exclamó Cam—. Mirad el plano. La carretera va hacia el oeste durante casi ochenta kilómetros antes de desviarse hacia la dirección correcta, y está llena de curvas. Eso significa por lo menos dos horas, tal vez más, y si está bloqueada tendréis que volver aquí pase lo que pase.
—¡Qué! —Price acompañó este comentario con un chasquido.
—Bajaremos caminando.
Las pocas carreteras del gran valle tendían a ir de oeste a este porque los coches tenían un límite de pendiente para ascender y porque no había muchos destinos en la zona. Al este de Bear Summit, la autopista 6 sólo conducía al desierto de Nevada, y al oeste durante setenta y tres kilómetros sólo había cámpings, huertos y tres ciudades pequeñas. De vez en cuando la 6 descendía para encontrarse con la autopista 14, y a veces la 14 se bifurcaba hacia la carretera 47, que iba al norte, hacia la cima de Hollywood, pero Cam y Sawyer habían estimado que tenían que recorrer en total ciento cuarenta y cuatro kilómetros o más.
—Aun suponiendo que la carretera 6 esté despejada durante todo el descenso, que no lo estará, tardaréis dos horas sólo en llegar a la 14 —dijo Cam—. Sin embargo, desde aquí sólo cinco kilómetros y medio separan las carreteras. Podemos ir campo a través. Serían cuarenta minutos.
—¡Tardaremos más! ¡Es una locura! —McCraney miró a Price—. ¡Por algo no hay carretera ahí abajo!
—Nosotros podemos ir por sitios por donde los coches no pueden pasar —replicó Cam.
—¿Y luego qué? —preguntó Silverstein—. A pie.
—Encontraremos otro coche, o caminaremos recto hacia arriba. Quedarse en la carretera sólo porque está ahí os va a matar.
—¡Todo el mundo votó! ¡Todo el mundo dio su opinión! —dijo.
En efecto, habían llevado a cabo el ritual dos veces, como si el hecho de levantar la mano fuera a cambiar de algún modo la distribución del valle. Cam había presentado las mismas objeciones y sólo consiguió que le hicieran callar a gritos. Sawyer ni siquiera había intentado hacer cambiar de opinión a nadie. Observó, escuchó e hizo un gesto a Cam con la cabeza en silencio cuando Price montó el numerito de contar los votos por primera vez.
Cam miró a Hollywood en ese momento. El chico también se había opuesto a utilizar la camioneta al principio, y Cam esperaba que lo apoyara, pero no dijo nada. Tal vez intentaba imaginarse el plano.
—¡Todos hemos pasado por allí cientos de veces! —Price señaló a Nielsen, Atkins y McCrane como si los contara—. ¡Todos lo hemos calculado! ¡Una hora! ¡Sólo es una hora de bajada!
—Las carreteras estarán bloqueadas, Jim. —El límite de las nieves perpetuas estaba en mil ochocientos metros, de modo que las carreteras podrían haberse mantenido limpias hasta esa cota..., salvo por los turismos, los vehículos de los lugareños con aperos, las motos de nieve y los tanques de la Guardia Nacional. Sólo se necesitaba un choque múltiple para detenerlos.
Price estiró el brazo como si fuera a lanzar algo. Fue su única reacción ante las palabras de Cam.
—¡Es una tontería caminar ahora si no es necesario! ¡Hay que ahorrar fuerzas!
—Moriréis ahí fuera —añadió McCrane, como si la camioneta fuera una fortaleza o un submarino, como si David Keene no hubiera respirado el mismo aire que los demás.
La arbitrariedad de los ataques siempre había sido casi tan aterradora como la velocidad y la fuerza con la que los nanos consumían un cuerpo anfitrión, y Cam sabía que sólo era cuestión de tiempo que la plaga se despertara en el interior de todos ellos. Muy poco tiempo.
Aparecieron trozos de madera junto a la carretera que mostraban figuras que utilizaban las papeleras y las áreas de descanso. Entonces entraron en una zona de asfalto donde sólo había una camioneta Subaru. Más allá había una sorprendente extensión de agua oscura y muy calma, donde unas siluetas rocosas sobresalían hacia el cielo.
Sawyer dejó el motor encendido y abrió la puerta de un empujón, llevando su paquete verde de plástico negro en la mano. Cam saltó por el asiento del copiloto al otro lado.
Silverstein fue el único que bajó con ellos. Enseguida se colocó entre Sawyer y la puerta abierta del conductor. Se produjo un alboroto por parte de las mujeres que estaban en el interior de la cabina. Bacchetti intentó abrirse paso en la caja de la camioneta.
Cam levantó la mirada hacia ellos. Se había convencido de que, una vez hecho, todos verían que no era realista seguir bajando.
La mayoría ni siquiera se había inmutado.
—Sawyer no se equivocaba contigo —dijo, con la esperanza de provocar alguna reacción, rabia, cualquier cosa, y Keene hizo un amago de levantarse cuando Bacchetti bajó junto a Cam. Manny también se había apoyado en una rodilla, pero se había quedado quieto, mirando a Cam y Hollywood.
—Tengo que volver —dijo Keen. Se agarró la muñeca izquierda con la otra mano—. Llevadme de vuelta.
El alboroto del interior de la cabina se calmó cuando Erin salió por el lado del conductor y empujó a Silverstein por detrás. Las otras mujeres debían de haberse resistido a salir con tal fuerza que ni siquiera había podido abrir la puerta del copiloto.
Fue a trompicones a abrazarse a Sawyer, y Cam vio que él la apartaba del grupo y le recolocaba la bufanda y las gafas con unos mínimos gestos eficaces.
—¡Tengo que volver! —Keene levantó los brazos, desesperado, sin soltarse la muñeca.
—¡Si estos cabrones no nos hubieran hecho perder el tiempo...! —gritó Price.
—Hollywood —dijo Cam—. De todos nosotros, tú sabes mejor que nadie que tenemos razón. Llegaremos al camino que tú seguiste en cuarenta minutos.
—No puedes —dijo Hollywood. Lo mismo podría estar contestando a Cam. Pero luego dio una palmadita en el hombro a Keene y dijo—: Sabes que no podemos volver arriba.
—La mano —susurró Keene.
—Puede que en aquella Subaru estén las llaves —dijo Silverstein, al tiempo que señalaba el otro lado del aparcamiento, y Price por fin saltó al suelo y se metió en la cabina de la camioneta.
—Hollywood —repitió Cam—. Por favor...
Price cerró la puerta de un golpe y le dio gas al motor.
Cam retrocedió un paso. Cada centímetro que los separaba le parecía un abismo inmenso que se ensanchaba con rapidez a medida que la camioneta se alejaba. Sí, Hollywood tenía todo el derecho a estar molesto con él. El desvío de la carretera había sido jugar sucio, pero ese engaño era culpa de la tozudez de Price...
Tal vez al chico sólo le dolía la pierna. A lo mejor Hollywood se había dado cuenta durante su breve caminata que no tendría fuerzas para volver a recorrer todo el camino.
Price frenó junto al otro coche, pero Keene no se movió.
—Compruébalo, será mejor que te asegures ahora —dijo Silverstein.
Hollywood bajó de un salto y llegó a la puerta de la Subaru en dos zancadas. Probó a abrir la puerta, luego se agachó y, cubriéndose los lados de la cara con las manos acercó su cara al cristal. Se apartó, meneó la cabeza y, cuando Cam se acercó a él, Hollywood retrocedió hacia la camioneta y la rozó como si fuera un jugador de béisbol que tocara la base.
—¡Vamos con ellos! ¡Yo quiero ir con ellos! —Manny fue tambaleándose hacia Hollywood, hacia donde estaban, aunque el otro lado de la camioneta estaba más cerca—. ¡Sawyer siempre sabe lo que dice!
—No seas tonto. —Silverstein agarró a Manny del brazo.
La sorpresa de Cam ante aquella reacción se desvaneció al ver que McCraney también agarraba a Manny y Nielsen se movía para cerrarle el paso. Aquellos hombres se sentían tan amenazados por cualquier alternativa a su manera de pensar que lucharían para evitar que los demás escogieran otra opción. Tal vez la sensación de seguridad dependía del número de gente que le apoyaba.
—¡El pie! —gritó Price por la ventana del conductor—. ¡No puedes caminar con el pie así, Manny!
—Está en mejores condiciones que la mayoría de vosotros —replicó Cam. Craso error. Manny había logrado zafarse de ellos, pero ahora Silverstein lo agarraba por la cintura y McCraney utilizaba las dos manos para bloquear el brazo izquierdo del chico. Las intimidaciones y amenazas sólo habían reforzado su decisión.
Manny se zafó de Silverstein de un empujón y Cam dio un golpazo en la camioneta.
—¡Soltadlo!
—¡Vamos, muévela, vamos...! —gritó Price a Hollywood.
El disparo sonó tan fuerte que Cam se retiró de un traspié de la pelea, conmocionado por aquel estruendo.
Sawyer caminó hacia ellos con el revólver deslustrado en una mano. No tuvo que apuntar a nadie. McCraney soltó a Manny de un empujón, y Silverstein sólo mantuvo un brazo alrededor del chico como un acto reflejo para evitar que se cayera.
Tampoco hacían falta palabras. Sawyer parecía disfrutar del momento. Levantó el arma por encima de la cabeza como si comprobara su peso y su poder.
—Quitadle las putas manos de encima.
El viento entre los árboles sonaba como las olas del océano. A Cam lo tranquilizaba, aunque le recordara a su padre y sus hermanos. Su bramido penetrante era lo bastante fuerte para ahogar sus preocupaciones, y aquella pequeña renuncia era más fácil a cada paso.
Estaba cansado.
Sawyer marcaba un paso despiadado. Se alimentaba de la rabia y de la visión de futuro. Pero Cam estaba cansado. Le dolía la rodilla. Tenía los pantalones de esquiar húmedos y calientes. Le pesaban.
La luz del sol se filtró entre las copas de los pinos, dividida en distintos rayos repletos de insectos y moscas. Las botas hacían ruiditos por debajo del bramido del viento, el sonido de los guijarros que chocaban, el chasquido de las ramitas. La suciedad reblandecida por la lluvia absorbía todos los demás sonidos.
Sus cuatro compañeros le habrían parecido un obstáculo mayor si descendieran en grupo en vez de en fila, pero seguir a Sawyer entre los árboles era más fácil que hacerlo de forma individual. Cam oía la respiración de Erin cuando se acercaba, cuando las rocas o una grieta les hacía aminorar la marcha o, con menos frecuencia, cuando evitaba un paso estrecho y se paraba para encontrar otro camino. Por lo general Cam sólo oía el latido de su corazón y el viento monótono... y los insectos.
Las moscas negras zumbaban alrededor de Cam con insistencia, atraídas por su calidez, su olor o sus colores. Por mucho que lo intentara no podía ahuyentar aquellos puntos gruesos. Chocaban contra sus gafas y la bufanda como gotas de lluvia.
Las moscas hacían ruido, pero durante los últimos diez
minutos Bacchetti había resultado más molesto imitando el zumbido de un motor.
—¡Brrrrr! ¡Brrrr!
Al final, Sawyer se paró y miró alrededor mientras se reunían. Bacchetti pesaba unos quince kilos más, aunque estuviera en los huesos, pero Sawyer se limitó a decir:
—Cállate.
Entre los árboles había menos saltamontes que más arriba, antes de la tormenta, pero Cam había advertido varios puntos negros. Una masa oscura bullía alrededor de un ciempiés que se agitaba. Un enjambre explotó en una pantorrilla de Sawyer cuando puso el pie en el lugar equivocado. Cam empujó a Erin para ayudar a su amigo a limpiarse la pierna antes de que las inquietas motitas se le colaran en la ropa.
Sawyer se había desviado seis veces a la derecha o la izquierda. Cam sólo se imaginaba el motivo, excepto para el cuarto rodeo, pues había oído la seca sacudida de advertencia de un reptil. Ya había visto dos nidos de serpientes, con las crías enrolladas para mantener el calor. Para aquellas criaturas no era lo normal estar tan expuestas. Tal vez todas las buenas grietas y salientes estaban ocupados.
Quizás, cuando llegara una tarde calurosa, aquella tierra empezaría a bullir.
La población de lagartijas era increíble. Heladas por las lluvias pasajeras, sus cuerpecitos grises se perfilaban en cada fragmento de luz. Estaba claro que preferían la roca, pero a veces también cubrían troncos caídos o simple suciedad. Huían de Sawyer a una velocidad asombrosa, como una onda baja en movimiento, aunque enseguida se agotaban y se fundían de nuevo con la tierra inmóvil.
Cam observaba la tierra para distraerse. No podía negar la sensación que percibía en la mano izquierda. No le servía de nada sacudir el brazo para detener el creciente picor. No podía evitar que los nanos se extendieran, pero la única alternativa era no hacer nada. Así que sacudía la muñeca sin parar. Eso le hacía perder el equilibrio, y casi se cayó al tropezar con una piña.
El miedo era real pero no paralizador. Al menos hasta que vio que la silueta verde de Sawyer colina arriba...
Erin se había sentado. Cam estuvo a punto de gritar, pero Sawyer se detuvo enfrente de un claro entre los pinos. Llevaba el plano abierto, colgado a un lado, con los pliegues desgastados.
Manny siguió subiendo a duras penas sin detenerse. Avanzaba para llegar hasta Sawyer. Estaba claro que la cojera del chico era más acusada.