La Plaga (6 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

BOOK: La Plaga
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—Colorado está utilizando una vieja sonda de electrones —dijo Ruth—, y la India ha perdido muchos programas. Los análisis que envían están incompletos.

Ulinov se estremeció, luego se zafó de ella.

—Cada vez que haces un informe progresas.

Ruth no sabía qué hacer con la mano.

—Claro. Todavía estoy aprendiendo.

Hizo un gesto hacia el equipo, luego se acercó al microscopio atómico, que siempre le recordaba a un enano robusto en posición de firmes. Su cuerpo terminaba en lo que serían los hombros, donde unos collares bajos protegían la superficie de trabajo, y el ancho cono de su «sombrero» contenía manipuladores de puntos ópticos y atómicos ampliados por ordenador. Habían tenido que instalar el MMFA de lado, a lo largo del laboratorio, y Ruth se había pasado tantas horas con aquel aparato que, aprovechando la falta de gravedad, se colocó por costumbre longitudinalmente respecto de él, de modo que ella y Ulinov ya no compartían la misma vertical. Era de mala educación. Ruth apenas se dio cuenta, estaba absorta en la cuadrícula de visualización en blanco del MMFA.

Sabía muy bien que no era correcto admirar la genialidad que se escondía tras los nanos. Esa langosta invisible había acabado con casi cinco mil millones de personas y provocado la extinción de miles de especies animales.

El Año de la Plaga. No sólo se había colapsado la historia humana. El medio ambiente tardarían siglos en volver a encontrar el equilibrio. Si es que era posible. En muchos senados, la Tierra se había convertido en un planeta distinto, y sólo estaban empezando a ver lo que les ocurriría a los bosques, el ciclo meteorológico, la atmósfera, la tierra.

—Sí, todavía estás aprendiendo —repuso Ulinov, probando una nueva aproximación.

—La técnica de diseño es extremadamente innovadora. Podría estar trabajando con mis modelos otros cinco años —replicó Ruth.

—Es una broma.

—No. —Intentaba ser delicada con la verdad—. La sonda de electrones de Colorado apenas tiene potencia suficiente para desarmar un nano de dos mil millones de unidades de masa atómica o urna, no hablemos ya para aplicarles la ingeniería inversa, y los problemas técnicos de programación en la India hacen que sus esquemas sean casi inútiles. Puede que esta máquina sea el mejor equipo que quede en el mundo.

—Y aun así has dejado de trabajar.

—Uli, he hecho todo lo que he podido aquí. —Ruth nunca había tenido esa sensación con una persona, ternura mezclada con resentimiento. La sacaba de quicio. No era él quien debía tomar la decisión de quedarse en órbita, pero Ulinov siempre había sido un claro defensor de mantener a la tripulación de la EEI en la estación el mayor tiempo posible, cuando podría haber añadido su voz a la de Ruth.

Ruth entendía su postura. Respetaba el compromiso y el código de honor de Ulinov. Al fin y al cabo, estaba convencida de que aquellas cualidades eran sus propios puntos fuertes. También era la base de su atractivo, y al mismo tiempo tal vez fuera lo que los mantenía separados.

Su pequeña pelea podría haberse alargado de no ser porque ya llevaban semanas discutiéndolo, desde que la nieve empezó a desaparecer en las Montañas Rocosas.

Él se fue. Ella volvió a su ventana. La observación del mosaico de la superficie de la Tierra que rotaba le ocupaba lo suficiente la mente, de modo que pronto volvió a entrar en un conocido estado de meditación que permitía que su subconsciente le diera vueltas al diseño del nano. Se sentía casi como si estuviera fuera, en un paseo espacial, sola en el vacío, esbozando diagramas como constelaciones y recorriendo aquellas formas intrincadas, separando secciones para un examen más exhaustivo.

Ruth Ann Goldman no había entrado en el campo de la nanotecnología porque prometiera revolucionar los procesos de fabricación, curar todas las enfermedades, erradicar la contaminación, incluso limpiar el cielo de los gases de efecto invernadero, aunque siempre había deslumbrado a los entrevistadores con esas posibilidades antes de encontrarse con el encargado de personal del departamento de Defensa y dejara de publicar. La verdad era mucho más sencilla. Ruth tenía un coeficiente intelectual de 190 y se aburría con facilidad, y el hecho de desarrollar máquinas funcionales a escala nanométrica era un reto suficiente para olvidarse a menudo de sí misma.

En el cambio de milenio, los mejores investigadores estaban entusiasmados con empujar, grabar, inducir químicamente o manipular átomos de otro modo, de forma individual o en millones, en tubos, cables, placas y otras formas inanimadas.

Cuando Ruth era todavía estudiante universitaria, se colaba en el laboratorio por la noche para marcar HOLA GUAPO o ELVIS ESTÁ VIVO en las superficies de prueba de sus colegas, esos primeros tubos y cables rudimentarios que se manipulaban para formar procesadores y que lograron crear una nueva generación de ordenadores hiperrápidos.

Cuando obtuvo su doctorado, aquellos nuevos ordenadores y avances en microscopía se habían utilizado para construir verdaderos robots a escala nanométrica, aunque poco inteligentes, ya que sólo eran capaces de consumir energía deambulando sin rumbo en un entorno estéril.

Hacía tiempo que los científicos más arrogantes y los expertos más histéricos comparaban la nanotecnología con jugar a ser dioses, pero a Ruth esa analogía le parecía más bien tontorrona, además de irónica, por el hecho de que alguien confundiera la habilidad de controlar cambios en el nivel molecular con la capacidad de crear universos. La nanotecnolo gía era precisamente lo contrario, un campo de diseño muy exacto y preciso, nada más.

Ruth decidió concentrar sus esfuerzos en algoritmos de reconocimiento, que en esencia eran cerebros. El montaje de robots microscópicos todavía presentaba una serie de obstáculos interesantes, pero los fundamentos estaban bien consolidados, y todo hijo de vecino quería montar una máquina el doble de elaborada que los demás. Ruth no le veía el sentido. Sin una orientación, el robot más sofisticado no dejaba de ser una curiosidad que no servía ni siquiera como pisapapeles.

Utilizó su seguridad y considerable capacidad de sarcasmo para obtener subvenciones y varios ayudantes universitarios, luego se preparó para un trabajo que le llevaría toda la vida.

Le fue de gran ayuda ser un bicho raro, paciente y obsesivo, cuya idea de tiempo libre era meterse bajo el lavamanos de la sala de hombres y esperar para dar un susto de muerte a un rival. Tuvo una aventura con un compañero, una rata de laboratorio, más por conveniencia que por verdadero deseo, y cuando su familia celebraba la Hanukkah también se acostaba con su hermanastro. Entre tanto, sus esfuerzos le valieron dieciséis patentes, y en última instancia le salvaron la vida. Tenía treinta y cinco años cuando el tipo del departamento de Defensa entró en su despacho tras pasar el control de seguridad.

Los trabajos para el gobierno no solían ser tan atractivos como los que se hacían en los laboratorios privados, y Ruth era lo bastante consciente de sí misma para darse cuenta de que había prosperado gracias a la atención que había suscitado al publicar sus logros. Era divertido estar de moda. También le daba reparo trabajar para el ejército, por el tópico ese de destruir en vez de crear. Pero el hombre del departamento de Defensa o era un romántico o un buen actor. Veía a Ruth como una vanguardista audaz y discreta, una suerte de Batman, dotada de un equipo de miles de millones de dólares y más potencia de ordenadores que la mayoría de naciones pequeñas, capaz de responder con su talento a los ataques y descubrimientos casuales de los laboratorios enemigos y los científicos aficionados.

También le ofreció la posibilidad de llevar a cabo experimentos con microgravedad y gravedad cero pagados por los contribuyentes. Hacía tiempo que se especulaba con que, si se liberaban de la fuerza de la Tierra, el diseño de nanos saldría beneficiado, como había ocurrido con tantas ciencias estructurales. Ruth vio una gran oportunidad de ser la pionera. Dijo que sí y disfrutó de cinco meses de recursos increíbles, así como sus primeras clases en la NASA, antes de que la plaga de nanos se desatara en California.

La plaga no era militar, pese a los rumores. Ruth tampoco se creía a los tres o cuatro grupos terroristas que habían reivindicado la autoría, de los cuales uno se apresuró a corregir su declaración cuando las infecciones se propagaron sin control. Aunque un grupo terrorista poseyera los aparatos y la formación necesaria, el diseño era demasiado complejo si el objetivo era la mera devastación.

El nano se parecía a un largo gancho viral recubierto de cilio, en vez de adoptar una forma más básica, esférica o reticular, y casi un tercio de su capacidad seguía sin utilizarse. La máquina, tal y como la conocían, parecía sólo un prototipo, quedaba espacio para introducirle más programas. Aquel maldito bicho era biotécnico, orgánico, construido para engañar al sistema inmunológico humano. También se podría haber creado un arma con un reloj vital para evitar que proliferaran sin fin. Pero el relé que servía de control de los nanos no funcionaba fuera de las condiciones de laboratorio.

La cifra mágica era 70 por ciento de una atmósfera estándar. Bajo esa presión, esos nanos se autodestruían. Por desgracia, el 70 por ciento de la atmósfera se producía a 2.850 metros de altura, y los cambios normales en la densidad del aire provocaba que funcionaran con toda normalidad a tres mil metros. El 19 de agosto, un día despejado y soleado, Colorado registró infecciones hasta a una altura de 3.200 metros.

Ruth consideraba que el 70 por ciento era una cifra curiosa. Su hipótesis era que el equipo que los había diseñado había redondeado al alza para evitar el feo número de 66,6 por ciento, y era imposible saber cuántas vidas habían salvado así. Cada punto de ese porcentaje abarcaba mucho terreno. Dos tercios de atmósfera estándar —el 66,6 por ciento— habrían puesto la barrera por encima de los 3.350 metros.

Era una pequeña pista para seguir el razonamiento de los diseñadores, parte de una tendencia general hacia la eficacia más brutal. Esos nanos eran un trabajo brillante, representaban un gran avance conceptual y de ingeniería que superaba todos los trabajos por los que Ruth había cosechado tantos elogios.

Tendría que enfrentarse a la plaga cara a cara si quería desvelar sus secretos algún día.

5

El sargento Wallace, Bill para los amigos, se soltó las correas de la bicicleta estática en cuanto Ruth entró en el módulo de ciencias médicas y biológicas. El reloj todavía marcaba veintisiete minutos, pero él se levantó del sillín y se quitó de un tirón las muñequeras sin ni siquiera limpiarlas.

Esa breve rasgadura del velero y los dos latidos del monitor del corazón fueron su única conversación.

El interior de la EEI ofrecía menos espacio que un tren de pasajeros de cuatro vagones, aunque estaba dividido en un laberinto de zonas separadas. Los miembros de la tripulación nunca conseguían evitarse del todo. Wallace había jugado de defensa, había estado en la Armada y ahora tenía demasiado tiempo libre. A Ruth nada le despejaba tanto la mente como una buena sesión de sudor, pero el ejercicio en la estación se limitaba a la bicicleta y una máquina de pesas. Tal vez iba allí con frecuencia sólo por los cajones y las unidades de almacenamiento que formaban las paredes, salpicadas de etiquetas rojas y naranjas. Algunos de los maletines europeos con suministros médicos estaban asegurados al techo. Eran de color amarillo. Contenían material peligroso. En aquel pequeño mundo metálico Ruth se moría por ver algo de color.

Bill Wallace no respondía a la imagen que utilizaba el Ejército en sus carteles de reclutamiento. Tenía el pelo rojizo y las mejillas pecosas, con muchas marcas de un acné de la adolescencia, pero había estado a punto de batir el récord estadounidense de horas en el espacio antes de su largo exilio y, como a Ruth, le volvía loco su trabajo. Era el perfecto hombre para todo, sabía de electrónica y mecánica... Eso lo retuvo a bordo de la EEI cuando tres de los siete miembros de la tripulación fueron evacuados por la lanzadera
Discovery
para prolongar el oxígeno, el agua y la comida en beneficio de Ruth.

Se acercó sin decir nada ni molestarse en indicar sus intenciones con un gesto. No importaba. Habían ejecutado aquellos pasos cientos de veces. Ruth se apartó y Wallace, grosero, pasó por su lado de manera forzada. Ella estuvo a punto de gritarle algo al oído, cualquier cosa, para obtener una reacción... pero sabía por experiencia que esas bromas sólo hacían su silencio más profundo.

Ruth fue hacia la bicicleta. Pasó por encima, metió un pie debajo del sillín acolchado, luego desplazó el otro pie hacia abajo. Sin embargo, ese movimiento le hizo girar las caderas y se dio un golpe con el trasero en el respaldo, de modo que lo que podría haber sido una maniobra excelente fue un desastre.

Echaría de menos flotar, dar volteretas. El hecho de distraerse durante aquel apocalipsis era un placer sencillo teñido de muchas sombras de culpa. Y pagaría por ello. Cuando regresara a la Tierra, tal vez estaría en una silla de ruedas durante un tiempo. La degeneración de los músculos y los huesos eran una amenaza muy real en la gravedad cero. Las dietas especiales y el ejercicio continuo sólo podían ralentizar el proceso.

Siguió a Wallace con la mirada antes de atarse con las correas. Su reflejo le resultaba incómodo. Qué estupidez. Él jamás le haría daño, aunque sólo fuera porque le habían ordenado que la considerara su superior. Todos los astronautas estaban tan orgullosos de su disciplina como ella de su trabajo.

En realidad, Wallace había sido uno de los miembros que se había prestado voluntario para desalojar la estación, con la esperanza de reunirse con su familia, pero los de la central lo habían considerado esencial para operaciones a largo plazo. Eso no era un problema. No se podía hacer mayor cumplido a un hombre como Wallace. Habían metido a su esposa y a su hija en un avión de la guardia nacional de Florida junto con otros VIPs y los habían llevado a la cima del Pikes Peak, en Colorado, a 4.250 metros por encima del nivel del mar. Se las había dado por muertas en el desastre que arrasó los depósitos provisionales de combustible la primavera pasada, pero aun así habían tenido más oportunidades que la mayoría.

Wallace se puso en su contra por los zumos de zanahoria.

Todo el asunto era increíblemente absurdo, pero llevaban demasiado tiempo metidos en aquel pequeño infierno. Ruth podía contar más conflictos de personalidad que personas. Al astronauta A no le gustaba la manera en que los astronautas B o C reorganizaban los suministros, mientras que B se había puesto a cantar canciones
country
y discutía con A, D y E cada vez que los molestaba, y C pensaba que D olía especialmente mal y le sentaba mal que A lo llamara «idiota», etc.

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