«Impacto», había anunciado Mills por radio. Una palabra. Ruth suponía que no había tenido tiempo de más.
No era más que una suposición, ya que se había sujetado a su silla para el arranque inicial, noventa y tantos minutos antes. Había que ser sobrehumano para no asustarse. Mills les había ido comentando el proceso por su bien, pero Ruth, Cus y la doctora Deb habían sido relegados a la cabina de tripulación, ciegos, en una caja, como si estuvieran en un ascensor en medio de un terremoto.
Estaba claro que Ruth no era sobrehumana. En otra época, en el punto álgido de su éxito, habría apostado a que lo hacía sola, sin radio, o incluso sujeta al ala, en el exterior, maldita sea, pero aquella chica decidida y con desparpajo la había abandonado para dar paso a la claustrofobia y el miedo.
Deborah dijo en un jadeo en la radio:
—Dereck, oh...
—Baja ahora mismo de esa escalera. —Ulinov lo dijo como si estuviera pidiendo un té, con la voz tan serena como la de Mills.
Impacto.
Hubo un tiempo en que las operaciones posteriores al aterrizaje implicaban a más de veinte vehículos especialmente diseñados y un centenar de expertos cuya primera acción era comprobar el exterior de la lanzadera por si había gases residuales tóxicos y/o explosivos, como hidrógeno y tetróxido de nitrógeno. Los astronautas se quedaban dentro mientras una unidad de bombeo de helio eliminaba los peligros potenciales inminentes, y poco después otros vehículos cisterna cargados de refrigerantes iniciaban una labor más exhaustiva. Sobre todo la zona de carga útil, donde estaban almacenados los registros y aparatos de nanotecnología de Ruth, tendía a estar llena de gases.
Leadville sólo disponía de una turbina de viento improvisada para refrigerar la nave mediante aire y camiones de bomberos civiles. El equipo de la NASA anhelaba que el aterrizaje fuera un éxito.
Ruth se encontraba en el interior de una bomba.
Una chispa de un cable cortado, o el terrible calor de los motores... era urgente escapar de la lanzadera. No había posibilidad de que la
Endeavour
prendiera en una enorme bola de fuego, ya que la mayor parte del exceso de combustible se había quemado durante la reentrada como medida de seguridad, pero aun así un fuego repentino los abrasaría.
Gus abrió la escotilla y Ruth lo empujó mientras la puerta redonda se caía hacia fuera, en el lateral de la lanzadera. Debían de estar tres metros por encima del suelo, pero parecía que la
Endeavour
se había subido a una colina, de manera que, aunque la nave estaba inclinada, la tierra removida y caída compensaba la inclinación. Debajo había arbustos machacados, el neumático desprendido de un coche y dos hombres con chaquetas negras de bombero que gritaban y agitaban los brazos...
Ruth volvió a empujar, pero Gus se había quedado en la apertura para desplegar la manta térmica, que los protegería de las altísimas temperaturas que sufría la nave durante la reentrada a la Tierra. Y durante aquellos insoportables segundos adicionales, la conversación que había oído en el casco por fin penetró en sus desquiciados miedos.
—Evacuad a la doctora Goldman ya —decía Ulinov.
—La pierna. —Deb de nuevo—. ¿Bill?
—Estoy ocupado.
—Baja ahora mismo de esa escalera.
—Necesito ayuda aquí arriba —dijo Deb.
—No. Evacuad ahora.
—De acuerdo, vamos, vamos, vamos —dijo Gus, y pasó. A los dos bomberos se les había unido un soldado y un médico de emergencias, de blanco. Todos gritaban y hacían señas.
La valentía de aquellos hombres era impresionante. Habían corrido hacia una bomba. Sin estar equipados, sin ningún plan perfecto, se habían acercado al peligro por ella.
La voz de Deb sonaba tranquila:
—Tengo tres heridos en la cabina de mando, uno grave.
Ruth podría haberse salvado. Debería haberlo hecho. Era exactamente lo que les enseñaban en el entrenamiento para aquellos momentos... y aun así dudaba al borde de la salvación.
Como los primeros que habían acudido a su rescate en tierra, la tripulación de la EEI se lo había jugado todo por ella. Habían sacrificado a sus familias y sus casas. Gus y Ulinov habían abandonado sus países sólo para ayudarla. Si los abandonaba en aquel momento, tal vez nunca lo superaría. El impulso de sabotear la estación espacial y forzar su aterrizaje, aunque no lo hubiera hecho, la había afectado de una forma que jamás podría olvidar.
Por un instante Ruth lo sopesó en su interior, pero en realidad nunca hubo elección.
Volvió adentro. Los hombres de abajo no podrían ayudar de inmediato. Ignoraba dónde se había detenido la lanzadera, pero estaba claro que fuera reinaba el caos. Tal vez necesitarían varios minutos sólo para llegar a la escotilla.
Ruth se deslizó y pegó la cara a la escalera de la escotilla. Su cuerpo no le respondía bien. Era increíble que alguna vez hubiera pesado tanto. La escalera se inclinaba por encima, como una ola, y tuvo que asegurar las dos manos y un pie en los travesaños antes de levantar la otra pierna y seguir subiendo.
—¡Ruth! ¡Ruth, salta! —Era Gus, al parecer ya en el suelo, que la buscaba en la escotilla lateral.
Ella se quedó helada con la cabeza erguida en la cabina de mando. Vio cristales y manchas de suciedad estampados por toda la cabina. Era una mugre húmeda y marrón que se desmenuzaba. Se levantó gracias a una nueva dosis de adrenalina.
El copiloto, Bill Wallace, se inclinó sobre lo que parecían dos cuerpos para llegar al panel del piloto. Derek Mills estaba sentado en el asiento, la espalda recta a pesar de la inclinación. Lo sostenía una plancha de hierro retorcida que había entrado por el parabrisas. Era el techo abollado de la ambulancia que la
Endeavour
se había llevado por delante.
Wallace tenía el brazo cubierto de sangre, parte debía de ser suya. La metralla del impacto le había abierto el codo y el hombro de la manga del traje de presión de color naranja. Le había herido el brazo que había extendido para completar su trabajo. La desconexión de emergencia. El corte total de todo el sistema de a bordo era su mejor opción para evitar un incendio, y el hombre responsable de ello nunca había recibido entrenamiento como piloto.
—¡Deprisa! —Ruth le gritaba a él, a sí misma, a todos.
—Vuelve abajo. Evacúa. —Ulinov todavía estaba en su asiento, justo al lado de Ruth, en la pared trasera de la cabina de mando. También había recibido el impacto de la metralla. Tenía el rostro parcialmente cubierto de trocitos opacos, y Deb le sacudió la rodilla ensangrentada con una mano, al tiempo que con la otra se agarraba a su asiento. El parche adhesivo que le había puesto en la pierna sobresalía como si hubiera otros doblados debajo, prietos contra la piel rasgada, era un vendaje de presión rudimentario pero eficaz a pesar del volumen del traje.
—Sácalo —le dijo Deb a Ruth con un gesto—. Intenta sujetarlo de manera que no se caiga por la escalera.
Ulinov les indicó con un gesto que se fueran.
—Las órdenes son que...
—Hazlo —dijo Deb, más autoritaria que nunca, antes de dejar a Ulinov para atender a Wallace. Aún no había tenido tiempo de ocuparse de Mills, y Ruth se percató de que debía de estar muerto. El bulto de metal que tenía incrustado en el tronco y el cuello lo había golpeado con la fuerza suficiente para doblar su asiento.
—Tengo que hacerlo —le prometió Ruth a Ulinov, y lo agarró del brazo con una mano temblorosa.
Moverse en la cubierta abarrotada era como un rompecabezas. Sacó las piernas de la escotilla de acceso, luego hizo todo lo posible por calmar a Ulinov cuando éste abandonó su silla y pasó muy cerca de ella.
—Tú eres el siguiente —le dijo Deb a Wallace, mientras le examinaba las heridas del hombro, pero Bill Wallace se quedó en su asiento. Dio un golpe a un ordenador, porque no respondía o para apartar los restos, pero ni siquiera volvió la cabeza.
Ruth se hizo daño en la espalda cuando Ulinov perdió pie en la parte superior de la escalera. Ruth apoyó con fuerza los pies contra la pared, con el torso de Ulinov entre las piernas, y se sujetó con el brazo con una fuerza que parecía sólo mental. La sangre de Ulinov le caía por las mangas.
Ulinov se desplomó arriba, en el suelo de la cabina de la tripulación. Ruth se tropezó con él y también se cayó.
Salieron juntos a aquel horrible sol blanco, y Ulinov dio un salto desde la placa redonda de la escotilla. Ruth profirió un grito, pero contuvo la respiración. No se había caído, había saltado y se había girado para protegerse la pierna. Abajo ahora había cuarenta o más personas, uniformadas de negro, caqui, azul o blanco. El enorme cuerpo naranja de Ulinov cayó sobre un muro humano formado por ellos.
Los hombres también tendían los brazos hacia arriba, hacia ella. Casi todas las caras llevaban barba, resultaba extraño, duro, animal. Ruth se arrodilló para reducir al mínimo la distancia, pero resbaló antes de poder impulsarse. Tres hombres se lanzaron para evitar su caída.
Nadie se molestó en ponerla en pie. Media docena de brazos le rodearon las botas, axilas y codos, la alzaron en volandas, y una confusión de siluetas con gorra y casco de bombero se agitaron por encima de su rostro mientras la llevaban.
—Wallace —dijo ella—. ¡Wallace! —Pero la conversación por radio que sonaba en sus oídos volvía a ser sólo una confusión.
Alguien en su hombro izquierdo tropezó y la dejaron caer, dos siluetas chocaron contra su cuerpo. Podría haberse caído. Perdió del todo el débil aliento.
Luego estaba erguida, apoyada en el parachoques de un todoterreno del ejército. Un tipo con barba blanca y larguirucho, vestido con la típica bata blanco sucio de los profesionales de la medicina, la miraba con los ojos entornados y con arrugas oscurecidas por el sol. Tenía las cejas pobladas. Hurgaba en los cierres herméticos del casco. Ruth miró por detrás de él, pero la vista de cielo y las montañas era demasiado amplia para ella, así que bajó la mirada, todo le daba vueltas, aunque la curiosidad la obligaba a volver a alzar la vista de vez en cuando.
Estaban a unos cien metros de la
Endeavour
, y se quedó helada al darse cuenta de que la ladera de la montaña parecía viva por la cantidad de gente que había. Por Dios. Debía de haber miles de personas allí arriba observando...
La lanzadera se había salido de la autopista, estaba entre ella y aquella multitud imposible, su trayecto estaba marcado por los restos de dos o más coches de bomberos. Otros vehículos de emergencia habían acudido a aquel punto, con las lu ces giratorias, las sirenas bramando, avanzando con lentitud entre el enjambre de bomberos, soldados y especialistas de la NASA.
Luego le quitaron el casco y la charla de la radio, que resonaba en sus oídos, fue sustituida por un alboroto de gritos como lejano, y más caótico. Ruth entornó los ojos ante el sol, y la dulce fragancia del aire le hizo cerrarlos.
Saboreándolo, se acordó de Derek Mills. Impacto. Su última palabra, para avisarlos. Alzó la vista.
—¿Está mareada? —le preguntó el médico, que le puso la palma de la mano en la mejilla y le pasó el pulgar por el párpado inferior—. ¿No está sangrando, verdad?
—La sangre es de él —contestó ella.
Habían sentado a Ulinov a su lado mientras recobraba el aliento. Dos médicos, uno también con bata y otro de uniforme de combate, habían abierto con un cuchillo la pernera del traje de Ulinov para vendarle el muslo. Se había formado otro ajetreado corro de personal médico detrás de una ambulancia, enfrente de ellos, y Ruth atisbo un traje naranja. Gus.
—¿Están fuera? —preguntó ella—. ¿Los astronautas?
—Creo... —soltó el médico, y levantó la cabeza.
Entonces les llegó el disparo de rifle. Ruth no habría notado la detonación distante entre tantos motores y cientos de voces de no haber sido porque el movimiento del médico la puso en alerta y el barullo general enmudeció al instante.
Confusamente, se preguntó cómo había podido oír el médico un sonido antes de que se produjera. Luego él apartó la mano de su mejilla y se hizo a un lado. La sangre se filtraba a través de la mugrienta bata blanca del médico. Su barba se separó para hacer una pregunta.
Se fue apartando de ella mientras las voces rugían. Por todas partes la gente se tiraba al suelo o corría en busca de refugio tras la multitud de vehículos, para esconderse de la gran ladera del este, que pareció ondularse cuando trescientos mil refugiados huyeron formando una masa caótica y desesperada.
—¡Un francotirador! —gritó el soldado arrodillado ante Ulinov, al tiempo que le agarraba del brazo para hacerlo bajar.
Ruth no le encontraba sentido, no se daba cuenta de que su brillante traje naranja era el objetivo, aun después de que una bala diera en el techo del todoterreno, a menos de cinco centímetros. Observó boquiabierta el caos a su alrededor hasta que Nikola Ulinov le dio un golpe en el costado.
La mole de su cuerpo la hizo caer sobre el asfalto y le aplastó dos huesos del antebrazo.
Leadville se había convertido en una fortaleza. La barricada enfrente de la frontera del norte bloqueaba la autopista y provocaba lo que debía de ser el único atasco del mundo.
Metieron a Ruth y Ulinov en la ambulancia después de Gus, y la sirena abrió un camino entre los vehículos de emergencia y militares durante dos kilómetros y medio, no muy lejos de donde las ruedas de la
Endeavour
habían entrado en contacto por primera vez con el suelo. Sin embargo, a la altura del montículo que James había apodado «la primera fila» aparecieron otras sirenas y les bloquearon el paso. Eran tres coches patrulla y dos todoterrenos de la policía militar. Apareció otra ambulancia por detrás mientras esperaban, y Ruth supuso que en ella iban la doctora Deb y Wallace.
—¿Saben a quién tenemos aquí dentro? —balbuceó Gus—. Diles a quién tenemos, vamos, vamos.
Nadie más dijo nada, excepto los médicos de urgencias, que estaban colocando un protector alrededor de la manga de Ruth.
—Túmbese, está muy pálida —dijo la mujer, pero Ruth no podía apartar la vista del parabrisas. El conductor de la ambulancia había apagado la sirena y no hacía ademán de abrirse camino entre el torrente de camiones de color verde y Suburban negros amontonados en la carretera. Los dos todoterrenos de la policía militar tenían ametralladoras montadas en la parte trasera, con soldados preparados, y todos los policías llevaban armas en la mano.