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Authors: Lauren Weisberger

Tags: #Chic-lit

La última noche en Los Ángeles (27 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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—De acuerdo, salgamos. Pero antes tengo que secarme el pelo, para que no se me encrespe.

Con expresión de alegría, Julian la besó.

—Excelente.
Walter
y yo saldremos a dar una vuelta, para encontrar el sitio perfecto. —Se volvió hacia
Walter
y le dio también un beso—.
Walty
, muchacho, ¿adónde me aconsejas que lleve a mi mujer?

Rápidamente, Brooke se pasó el secador por el pelo húmedo y sacó su mejor par de bailarinas. Se aplicó un poco de brillo en los labios, se puso al cuello una cadena de oro de doble vuelta y, después de un largo debate interno, se decidió por un cardigan largo y suave, en lugar de un blazer de líneas más cuadradas. No iba a ganar ningún concurso de moda, pero fue lo mejor que pudo hacer, sin tener que desvestirse completamente y empezar de cero.

Julian estaba hablando por teléfono cuando ella volvió al cuarto de estar, pero colgó de inmediato y salió a su encuentro.

—Ven aquí, preciosa —murmuró, mientras la besaba—. Mmm, sabes bien. Y estás guapísima. ¿Qué te parece si vamos a cenar, bebemos un poco de vino y volvemos aquí directamente, para empezar por donde lo dejamos?

—Yo voto que sí —respondió Brooke, devolviéndole el beso.

La sensación de incomodidad que había tenido desde que había entrado Julian (la sensación de que estaban pasando demasiadas cosas con excesiva rapidez y de que aún no habían resuelto nada) la seguía atormentando, pero hizo lo posible para no prestarle atención.

Julian había elegido un pequeño restaurante español muy agradable en la Novena Avenida, y todavía hacía buen tiempo para sentarse en la terraza. Cuando terminaron la primera media botella de vino, los dos se relajaron y la conversación volvió a ser fluida y más cómoda para los dos. Michelle salía de cuentas la semana siguiente; los padres de Julian pensaban viajar para fin de año y les habían ofrecido su casa en los Hamptons; y la madre de Brooke acababa de ver una obra fantástica en el off-Broadway e insistía en que ellos también la vieran.

Sólo cuando volvieron a casa y se desvistieron volvieron a sentirse incómodos. Brooke esperaba que Julian cumpliera su promesa de sexo inmediato nada más entrar en el apartamento (después de todo, ¡habían pasado tres semanas!), pero primero se distrajo con el teléfono y después con el ordenador portátil. Cuando finalmente se reunió con ella en el cuarto de baño para lavarse los dientes, ya eran más de las doce.

—¿A qué hora te levantas mañana? —le preguntó Julian, mientras se quitaba las lentillas y les echaba solución limpiadora.

—Tengo que estar en el hospital a las siete y media para una reunión del equipo. ¿Y tú?

—Tengo que encontrarme con Samara en un hotel del Soho, para una sesión de fotos.

—Ya veo. ¿Me pongo ahora la crema hidratante o la dejo para más tarde? —preguntó, mientras Julian se aplicaba la seda dental.

Como Julian detestaba el olor de su crema nocturna de cuidado intensivo y se negaba a acercársele cuando la llevaba puesta, era lo mismo que preguntarle si iba a haber sexo aquella noche.

—Estoy agotado, nena. Tenemos un calendario muy apretado, ahora que se acerca el lanzamiento del nuevo single.

Dejó sobre el lavabo la cajita de plástico de la seda dental y le dio a Brooke un beso en la mejilla.

Ella no pudo evitar sentirse ofendida. Sí, comprendía perfectamente que él estuviera extenuado después del tiempo que había pasado fuera. Ella también estaba bastante cansada, después de levantarse todos los días a las seis para sacar a pasear a
Walter
, ¡pero él era un hombre y habían pasado tres semanas!

—Te entiendo —dijo, y de inmediato se untó la cara con una gruesa capa de crema amarilla, la misma que según todas las opiniones expresadas en Beauty.com era completamente inodora, pero que según su marido se podía oler desde la otra punta del cuarto de estar.

También tenía que admitir que sintió cierto alivio, lo que no significaba que no le encantara el sexo con su marido, porque le parecía fabuloso. Desde la primera vez, había sido una de las mejores cosas de su relación y, sin ninguna duda, una de las más constantes. Practicar el sexo a diario (o incluso dos veces al día) no es raro a los veinticuatro años, cuando todavía parece vagamente escandaloso quedarse a dormir en un apartamento prestado; pero el ritmo no decayó después de cierto tiempo de salir juntos, ni tampoco cuando se casaron. Durante años, Brooke había oído a sus amigas bromear sobre sus diferentes métodos para eludir los avances de sus maridos o novios cada noche, y Brooke se había reído con ellas, pero no acababa de entenderlas. ¿Por qué querían eludirlos? Meterse en la cama y hacer el amor con su marido antes de dormir había sido su parte favorita del día. ¡Pero si era la parte buena de ser una persona adulta con una relación seria!

Ahora las entendía. Entre ellos no había cambiado nada. El sexo seguía siendo tan fantástico como siempre, pero los dos estaban completamente agotados todo el tiempo. (La noche antes de irse, él se le había quedado dormido encima, a mitad de la fiesta, y ella sólo había conseguido sentirse ofendida durante unos noventa segundos, antes de caer rendida.) Los dos estaban siempre ocupados, a menudo separados, y abrumados por el trabajo. Brooke esperaba que todo fuera pasajero, y que cuando Julian pudiera pasar más tiempo en casa y ella tuviera más facilidad para elegir sus horarios, pudieran redescubrirse mutuamente.

Apagó la luz del baño y lo siguió a la cama, donde Julian se había instalado con un ejemplar de
Guitar Player
en la mano y con
Walter
acurrucado bajo un brazo.

—Mira, aquí mencionan mi nueva canción —dijo, mientras le enseñaba la revista.

Ella asintió, pero ya estaba pensando en irse a dormir. Su rutina era de una eficiencia militar, destinada a promover el sueño en el plazo más breve posible. Encendió el aire acondicionado, a pesar de que en la calle hacía una temperatura agradablemente fresca en torno a los dieciséis grados; se desnudó y se metió bajo el enorme y mullido edredón. Después de tragar la píldora anticonceptiva con un sorbo de agua, colocó junto al despertador un par de tapones de oídos de espuma y su máscara preferida para dormir, de satén, y satisfecha, empezó a leer.

Cuando empezó a tiritar, Julian se le acercó y le apoyó la cabeza sobre el hombro.

—La loca de mi nena —murmuró con fingida exasperación— no se da cuenta de que no es necesario pasar frío. Sólo tendría que encender un poco la calefacción o (¡Dios no lo quiera!) apagar el aire acondicionado, o tal vez ponerse una camiseta antes de meterse en la cama.

—Ni hablar.

Todo el mundo sabía que un ambiente fresco, oscuro y silencioso era bueno para el sueño; por lo tanto, era razonable deducir que el mejor ambiente posible sería frío como los carámbanos, negro como la pez y silencioso como una tumba. Brooke se había acostumbrado a dormir desnuda desde que tuvo edad para quitarse el pijama, y nunca había podido dormir realmente a gusto cuando las circunstancias (campamentos veraniegos, dormitorios compartidos en la universidad o noches pasadas en casa de amigos con los que aún no se había acostado) imponían el uso de alguna prenda.

Intentó leer un rato, pero no dejaban de llegarle a la cabeza pensamientos que le producían ansiedad. Sabía que lo mejor habría sido apretarse contra Julian y pedirle que le masajeara la espalda o le rascara la cabeza; pero antes de que pudiera darse cuenta, estaba diciendo algo completamente distinto:

—¿Te parece que tenemos suficiente sexo? —preguntó, mientras ajustaba el elástico de la máscara para dormir.

—¿Suficiente? —preguntó Julian—. ¿Según qué criterios?

—Julian, lo digo en serio.

—Yo también. ¿Con quién nos estamos comparando?

—Con nadie en particular —replicó ella, con un matiz de exasperación cada vez más evidente—. Sólo con… no sé… lo normal.

—¿Lo normal? No sé, Brooke, yo creo que somos bastante normales. ¿Y tú?

—Hum.

—¿Lo dices por lo de esta noche? ¿Porque los dos estamos horriblemente cansados? No seas tan dura con nosotros.

—¡Hace tres semanas desde la última vez, Julian! Lo más que habíamos llegado a estar sin hacerlo fueron quizá cinco días, ¡y eso fue cuando yo tuve la neumonía!

Julian suspiró y siguió leyendo.

—Rook, ¿podrías dejar de preocuparte por nosotros? Estamos bien, de verdad.

Brooke guardó silencio unos minutos, mientras pensaba en ello. En realidad, ella no quería
más sexo
(era
cierto que estaba
agotada), pero le habría gustado que él sí quisiera.

—¿Has cerrado con llave la puerta de entrada cuando has llegado? —preguntó.

—Creo que sí —murmuró él, sin levantar la cabeza.

Estaba leyendo un artículo sobre los mejores técnicos de guitarra de Estados Unidos y ella sabía que no recordaría si la había cerrado o no.

—Pero ¿la has cerrado o no?

—Sí, seguro que la he cerrado.

—Porque si no estás seguro, me levanto y voy a ver. Prefiero treinta segundos de incomodidad a que me maten —dijo ella, con un suspiro profundo y dramático.

—¿De verdad? —dijo él, tapándose todavía más con las mantas—. Yo pienso justo lo contrario.

—En serio, Julian. La semana pasada murió aquel tipo en esta misma planta. ¿No crees que deberíamos tener un poco más de cuidado?

—Brooke, cariño, aquel hombre era un borracho que se mató de tanto beber. No estoy seguro de que cerrar la puerta con llave hubiese cambiado mucho las cosas.

Ella ya lo sabía, por supuesto (sabía absolutamente todo lo que pasaba en la finca, porque el portero era un chismoso y no paraba de hablar), pero ¿iba a morirse Julian por prestarle un poco de atención?

—Es posible que esté embarazada —anunció.

—No estás embarazada —replicó él automáticamente, sin dejar de leer.

—No, pero ¿y si lo estuviera?

—Pero no lo estás.

—¿Cómo lo sabes? Siempre puede haber fallos. Podría estar embarazada. ¿Qué haríamos entonces? —preguntó ella, con la voz quebrada por un falso sollozo.

Julian sonrió y finalmente (¡por fin!) dejó la revista.

—Cariño, ven aquí. Lo siento, debí darme cuenta antes. Quieres mimos.

Ella asintió. Su comportamiento había sido tremendamente inmaduro, pero estaba desesperada.

Él se deslizó hasta su lado de la cama y la envolvió en un abrazo.

—¿Y no se te ha ocurrido decir: «Julian, marido adorado, hazme mimos, préstame atención», en lugar de ponerte a discutir conmigo?

Ella negó con la cabeza.

—Claro que no se te ha ocurrido —dijo él con un suspiro—. ¿De verdad te preocupa nuestra vida sexual o lo decías también para tratar de hacerme reaccionar?

—Sólo para que reaccionaras —mintió ella.

—¿Y no estás embarazada?

—¡No! —respondió ella, con un poco más de énfasis de lo que pretendía—. Ni por asomo.

Se resistió a preguntarle si sería lo peor del mundo que realmente estuviera embarazada. Después de todo, llevaban cinco años casados…

Se dieron un beso de buenas noches (él aguantó la crema hidratante, pero arrugando la nariz y exagerando unas arcadas), y ella esperó los diez minutos de rigor hasta que la respiración de Julian se volvió más pausada, para ponerse la bata y dirigirse de puntillas a la cocina. Después de comprobar que la puerta de entrada estuviera cerrada con llave (lo estaba), se sentó delante del ordenador para echar un rápido vistazo a Internet.

En los primeros tiempos de Facebook, había dedicado casi todo su tiempo de conexión al absorbente mundo del Espionaje al Ex Novio. Primero había localizado a los tres o cuatro noviecillos del instituto y la universidad, y después, a aquel venezolano con el que había salido un par de meses cuando estaba cursando el posgrado (y que habría podido ser algo más que una aventura si su inglés hubiera sido sólo un poquito mejor), y se había puesto al corriente de sus vidas. Había comprobado con agrado que todos estaban más feos que cuando ella los había conocido y se había preguntado en repetidas ocasiones lo mismo que se preguntaban otras muchas mujeres de veintitantos años: ¿por qué casi todas las chicas que conocía se habían vuelto mucho más guapas que en la universidad, pero todos los chicos estaban más gordos, más calvos y parecían muchísimo mayores?

Había pasado así un par de meses, hasta que empezó a interesarse por algo más que las fotos de los gemelos del chico con el que había asistido a la fiesta de graduación, y en poco tiempo empezó a acumular amigos de todas las épocas de su vida: del jardín de infancia en Boston (de cuando sus padres todavía estaban estudiando); del campamento de verano en Poconos; del instituto de secundaria en los alrededores de Filadelfia; docenas y docenas de amigos y conocidos de la Universidad de Cornell y de su programa de posgrado en el hospital, y últimamente, colegas de los dos empleos, el hospital y el colegio Huntley. Y aunque ni siquiera recordaba la existencia de muchos de los amigos cuyos nombres reaparecían en la carpeta de notificaciones, siempre se alegraba de recuperar el contacto y averiguar qué había sido de ellos en los últimos diez o incluso veinte años.

Aquella noche, hizo lo de siempre: aceptó la solicitud de amistad de una vecina de la infancia cuya familia se había mudado cuando aún estaban en el colegio; después, curioseó en su perfil, prestando atención a todos los detalles («soltera; estudió en la Universidad de Colorado en Boulder; residente en Denver; le gustan la bicicleta de montaña y los tíos con el pelo largo»), y finalmente le envió un mensaje breve y amable, pero poco entusiasta, sabiendo que probablemente ahí empezaría y acabaría todo su «reencuentro».

Pulsó el botón de inicio y fue transportada otra vez a la adictiva lista de noticias, donde hizo un repaso rápido de las actualizaciones de estado de sus amigos sobre el partido de los Cowboys, las monerías que hacían sus hijos, sus ideas de disfraces para Halloween, su alegría de que ya fuera viernes y las fotos que habían publicado de los variados sitios del mundo donde habían pasado las vacaciones. Sólo cuando llegó al final de la segunda página, vio la actualización de Leo, escrita toda en mayúsculas, por supuesto, como si le estuviera gritando directamente a ella.

LEO WALSH

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