Read Lo que sé de los hombrecillos Online
Authors: Juan José Millás
Si tuviera que simplificar mucho, diría que la vigilia había perdido una materialidad que se había desplazado al sueño. Pero resultaría una afirmación equívoca, pues la frontera entre lo real y lo irreal no era tan clara como la que separa el día de la noche. Había aspectos diurnos en la noche y características nocturnas en el día.
Desde luego, y gracias a que la disciplina había sido siempre el norte de mi existencia, no abandoné ninguna de mis obligaciones. Continuaba escribiendo mis artículos, dando mis clases de doctorado, ocupándome de la casa, leyendo los periódicos, relacionándome con mis contemporáneos, pero como si todo aquello fuera un sueño del que sólo despertaría —pavor me daba pensarlo— al matar en mi dimensión a un hombre al modo en que habíamos matado en la otra a un hombrecillo.
Por otra parte, no todo en lo real era irreal. Mi mujer, por ejemplo, tenía la consistencia de los acontecimientos verdaderos. Y soñaba con ella porque yo no había aspirado a otra cosa en mi vida (lo comprendí entonces) que a ser real. La contradicción era que no estaba autorizado a acariciarla. No me era dado tocar las cosas reales. Compensaba esta carencia haciéndola protagonista de las fantasías sexuales con las que me masturbaba y jugando con la ropa de su armario cuando salía de casa. Esos juegos reales me llevaban al delirio, que constituía, paradójicamente, la materia prima de la realidad. De este modo, los materiales de ambos mundos se combinaban, se amasaban, se amalgamaban, formando aleaciones de las que era imposible rescatar sus componentes originales.
En cuanto al tabaco y al vino, que eran también reales, se habían incorporado ya a mi vida al modo en que se instalan en el cuerpo las enfermedades crónicas. Eran una cruz moral, pero también un espacio físico en el que me reconocía, un refugio, un alivio. Fumaba con tales precauciones, y cuidaba mi aliento de tal modo, que mi mujer no notó nada ni en la casa ni en mis ropas ni en mi boca. La paulatina desaparición de las botellas de vino no supuso ningún problema dado que se encontraban, como el resto de las cuestiones domésticas, bajo mi control.
Un día había salido a pasear lejos de casa, para fumarme un cigarrillo sin necesidad de ocultarme, cuando al dar la vuelta a una esquina tropecé con un alumno de la facultad al que en cierta ocasión había afeado que encendiera a escondidas un cigarrillo en clase. Me permití, además, enumerarle, como si fuera su adre, los peligros que se derivaban de aquel hábito. El chico se detuvo sorprendido, lo mismo que yo, y señalando el cigarrillo dijo:
—Profesor, no sabía que fumaba.
—En realidad, no fumo —dije yo absurdamente.
Como el chico insistiera en mirar hacia mi mano izquierda, en cuyo cuenco había intentado ingenuamente esconder la brasa, añadí mostrando el cigarrillo:
—Si se refiere a esto, es circunstancial.
Al despedirnos, imaginé al chico contándole la historia al resto de los alumnos y el sentimiento de ridículo fue tal que deseé que se muriera. Más aún, entré en una cafetería, me acodé en la barra, pedí una copa de vino, apagué el cigarrillo, encendí otro, e imaginé que lo mataba yo con mis propias manos. ¿Cómo? Del mismo modo que había asesinado a un hombrecillo en aquel mundo remoto de casas de piedra y ventanas geminadas. Y aunque era ya una persona mayor, dio la coincidencia de que el chico tenía una constitución muy endeble y carecía de la necesidad de matar, del hambre asesina, podríamos decir, de la que yo estaba poseído. Una vez que mis brazos se convirtieron en apéndices y mi boca en una herramienta dispensadora de veneno, no me costó acabar en mi fantasía con él. Cuando el muchacho caía imaginariamente sobre la acera, escuché dentro de mi cabeza un jadeo de placer que no era mío.
—¿Estás ahí? —pregunté.
—Circunstancialmente —dijo el hombrecillo, y se volvió a cortar la comunicación.
Llegué a casa antes que mi mujer y estuve corriendo muebles y abriendo cajas en busca de hombrecillos. Se me había metido en la cabeza que en aquel mundo, como en todos los que yo conocía y respetaba, tenía que haber una jerarquía, un orden que me había ganado el derecho a conocer. Les exigí telepáticamente que se manifestaran, para pedirles explicaciones, pero sólo me llegaba su silencio cósmico, que parecía una variedad de la risa.
Una mañana, después de que mi mujer se hubiera ido a la universidad, estaba preparando un artículo acerca de los vaivenes bursátiles del último mes, cuando escuché unos ruidos en el cajón de la derecha de la mesa. Lo abrí y apareció el hombrecillo, cuya presencia venía anunciándose desde primeras horas con una especie de aura semejante a las que preceden a las jaquecas. Allí estaba, con su sombrero de ala, su traje gris, su corbata oscura y su camisa blanca. Sus rasgos seguían siendo condenadamente idénticos a los míos. Era yo.
Le pregunté dónde había estado durante aquellos días y respondió alegremente que por ahí, disfrutando de la vida. Luego quise saber cuándo se encontraría la mujercilla receptiva para la cópula, así como las posibilidades que tendríamos de ser los elegidos, y me dijo que quizá en unos días, y que las posibilidades dependían.
No pregunté de qué dependían porque entendí que aquella falta de precisión era un modo de recordarme la deuda que tenía con él. Comprendí también que si no matábamos pronto a alguien en mi dimensión, tampoco volvería a saborear los labios de la mujercilla, ni a tragarme su saliva, ni a probar los jugos de su vulva, ni a morder sus pezones, ni a cabalgar sobre sus nalgas, ni a explorar con mis dedos los bordes del agujero de su culo, que era lo más parecido a explorar los bordes del universo. Me pareció una renuncia excesiva, y más aún que excesiva: imposible. Necesitaba otra dosis de mujercilla, me dije, aunque fuera la última de mi vida. Después podría morir, incluso matarme.
Fue tal el desgarro que sentí ante la idea de no volver a poseerla (aunque fuera una vez, sólo una vez más, me repetía), que en ese mismo instante abandoné la mesa de trabajo, y fui a la cocina, donde elegí un cuchillo de punta no excesivamente largo, pero muy afilado, cuya hoja penetraba en los filetes de carne con la facilidad de un punzón en la mantequilla. Tras hacerle una especie de funda con un trozo de papel de periódico para no dañar el forro de la chaqueta, lo escondí en el bolsillo y salí a la calle en busca —lo sabía— de mi perdición (y de la perdición de mi víctima), aunque empujado a aquel desastre moral por una necesidad que estaba más allá —también lo sabía— de mi capacidad de decisión.
El hombrecillo, que había seguido todos mis movimientos muy excitado, con expresión de placer, se instaló en el bolsillo superior de la chaqueta, dejándose caer hasta el fondo. No necesitaba asomarse porque veía la calle a través de mis ojos del mismo modo que yo percibía la oscuridad en la que se hallaba él a través de los suyos. Nuestros cerebros, como en la primera época, organizaban ambas informaciones de manera que resultaban compatibles.
El día, claro y tibio, como los que preceden a la explosión de la primavera, contrastaba con la lobreguez de mi espíritu.
—¿Qué nos pasa en la garganta? —preguntó el hombrecillo telepáticamente, desde las profundidades en las que se hallaba.
—Que la tenemos seca —dije yo—, por el miedo.
—¿Y en el estómago?
—Que lo tenemos encogido, por el miedo también. —Está bien el miedo —añadió el hombrecillo jovialmente.
Lo cierto es que a medida que bajábamos por la acera en dirección a ningún sitio, mi estado de ánimo se fue contagiando paulatinamente de la luminosidad exterior, de su tibieza, y del optimismo del hombrecillo, todo ello, curiosamente, sin que desapareciera el miedo, que comenzó a comportarse como un estímulo excitante.
Tras caminar un poco, tomamos un autobús al azar con la idea de alejarnos del barrio. El vehículo iba medio vacío, con la gente sentada de manera dispersa, por lo que pude hacer valoraciones acerca de sus ocupantes. Había un hombre mayor que yo, sin afeitar y de constitución más endeble que la mía. Imaginé que me acercaba a él por la espalda y que le clavaba el cuchillo un par de veces, zas, zas. Llevaba una chaqueta de mezclilla muy desgastada que la punta del arma rasgaría sin problemas y era muy delgado, por lo que la capa de carne tampoco ofrecería resistencia alguna. Pensé en la eventualidad de que el cuchillo tropezara con una costilla, pero imaginé que resbalaría sobre su superficie curva. Se trataba, en fin, de una víctima perfecta, incluso aunque la atacara de frente, tras haberme acercado con la excusa de pedirle la hora o fuego para un cigarrillo.
Había también una chica muy joven, que a esa hora debería estar en el colegio. Era menuda hasta la exageración y frágil, de apariencia al menos, como una de esas plantas que aparecen espontáneamente en la mitad de un muro o entre dos adoquines de la calle. Por su tamaño, pero también en parte por sus facciones, me recordó inevitablemente a la mujercilla. Tuve, al imaginarme acuchillándola, una erección que me obligo a cambiar de postura.
—Esto va bien —dijo el hombrecillo telepáticamente al percibir mi bulto entre sus ingles.
No le respondí porque yo no estaba seguro de que fuera tan bien. Me desagradaba la idea de que un crimen mío tuviera connotaciones de carácter sexual. Me incomodaba asimismo que se le atribuyeran motivaciones racistas, por lo que pasé de largo por delante de una inmigrante de color que tampoco me habría ofrecido mucha resistencia.
Al final, las posibilidades criminales, dadas las limitaciones impuestas por mi edad y mi constitución, tampoco eran tantas. Pero lo bueno de aquellas prácticas imaginarias, pensé, era que constituían también, en cierto modo, un ejercicio de dedos. Sin correr ningún riesgo, había visualizado las diferentes alternativas y evaluado sus peligros. Lo que tenía que hacer era bajarme lo más lejos posible de mi barrio, caminar al azar por calles desiertas y esperar la oportunidad adecuada. Como decía el poeta, lo importante no era el destino, sino el recorrido hasta el destino, el viaje. Y ya habíamos comenzado a viajar (el hombrecillo me preguntó por el poeta, pero no sabía su nombre).
A fin de extremar las precauciones, nos apeamos del autobús en un punto indeterminado y tomamos aún otros dos hasta llegar a un lugar periférico que me resultaba tan extraño como Marte. La circulación de vehículos era deficiente, lo mismo que el tráfico de personas. Sólo por afán de ensayar, seguí durante diez minutos a una mujer desvencijada que empujaba una silla de ruedas desarticulada y llena de cartones. Durante ese tiempo, podría haberla atacado sin ser observado por nadie y huir por cualquiera de los callejones que me salían al paso.
No era necesario que dijera nada al hombrecillo, ya que al ver él a través de mis ojos cuanto sucedía fuera del bolsillo, comprendía también mis elucubraciones mentales. El silencio telepático entre nosotros constituía un añadido de tensión, una pieza más en aquel puzzle cuyos materiales, todos, estaban recorridos por una emoción agotadora.
En algún momento, mientras mi mano derecha, dentro del bolsillo, acariciaba el arma, me pregunté si no habría sido mejor salir de caza en plena noche, como habíamos hecho en la dimensión de los hombrecillos. Pero aquella batalla conmigo mismo y con el mundo exterior a plena luz del día poseía un carácter épico del que había carecido la primera.
Entonces salió de un portal agrietado un anciano cojo al que me bastó seguir durante unos metros para decidir que sería mi víctima. Y en el momento mismo de decidirlo sentí que yo allí era real, al contrario de cuando escribía mis artículos de economía. Lo malo fue que al mismo tiempo pensé que la economía sí servía para explicar la realidad, pues aquel viejo iba a morir por pobre. Por cojo también, pero sobre todo por pobre. Me pregunté entonces por qué mis pasos no me habían dirigido a un barrio rico (qué importaba saldar aquella deuda criminal con un rico o con un pobre) y no tuve más remedio que darme una respuesta de carácter económico. En estos pensamientos estaba, sin dejar de seguir al cojo pobre, cuando el hombrecillo, que sin duda había percibido algún titubeo, me preguntó telepáticamente qué ocurría.
—Ha sucedido algo —dije— que no estaba en el programa.
—¿Qué es lo que no estaba en el programa? —Que tú y yo fuéramos dos.
—¿Y quién dice que seamos dos? Otra cosa es que no te reconozcas.
El cojo pobre, y yo detrás de él, llegamos al borde de aquel conjunto de casas maltrechas, que limitaba con un descampado sobre el que caía a plomo el sol del ediodía. El hombre se detuvo apoyándose en el bastón y miró hacia el descampado, como si calculara las posibilidades de sobrevivir al atravesarlo. Pasara lo que pasara por su cabeza, lo cierto es que tras unos instantes de duda se dirigió hacia él y comenzó a caminar entre escombros y malas hierbas en dirección a ningún sitio.
No habíamos recorrido más de cien metros cuando se detuvo junto a las ruinas de una caseta de cuyo aspecto cabía deducir que había albergado en su día un transformador de la luz. Allí tomó asiento en una piedra grande, adosada a una de las paredes de la construcción, y encendió un cigarrillo. El hombrecillo y yo continuamos caminando con aire de despiste por el descampado, como si investigáramos algo por cuenta del ayuntamiento. El lugar era perfecto para acabar con él, pues además de no haber nadie por los alrededores, la posibilidad de que apareciera una persona parecía muy remota. Dado, por otra parte, que entre aquel hombre y yo (incluso entre aquel barrio y yo) no existía ningún vínculo, las posibilidades de ser descubierto parecían también nulas.
Entonces supe que lo iba a matar, que iba a matar, lo que produjo en todo mi cuerpo (y en el del hombrecillo) unas alteraciones sorprendentes. Me dolía la garganta, mi estómago había devenido en un puño apretado, mi corazón se golpeaba contra las costillas como la cabeza de un loco contra las paredes de su celda. La ansiedad, por otra parte, me hacía consumir cantidades industriales de oxígeno que tomaba a pequeños pero continuados sorbos por la boca, convertida, debido a la rigidez adquirida por los labios, en una auténtica ranura. Como las piernas no me obedecieran del todo, decidí caminar un poco en dirección al fondo del descampado, rebasando la caseta en ruinas, a una distancia tal que no infundiera sospechas al cojo pobre, que había empezado a observarme con curiosidad. El descampado terminaba en un terraplén a cuyos pies pasaba una autopista por la que los automóviles circulaban a gran velocidad. Mientras contemplaba el tráfico, introduje la mano en el bolsillo y liberé la hoja del cuchillo del papel de periódico con que la había protegido. Luego volví sobre mis pasos encaminándome directamente al lugar donde el hombre fumaba con parsimonia. Una vez frente a él, saqué un cigarrillo y le pedí fuego.