Read Lo que sé de los hombrecillos Online
Authors: Juan José Millás
Entré en la pescadería y adquirí un bogavante de algo más de un kilo que agitó la cola con desesperación (quizá con cálculo, no sé) al ser extraído del tanque. Estaba provisto de dos pinzas enormes cuyas piezas permanecían inmovilizadas por sendas gomas elásticas muy anchas, de color verde.
—¿Qué vamos a hacer con ese animal? —preguntó telepáticamente el hombrecillo.
—Lo vamos a matar del modo más cruel que puedas imaginar y luego nos lo vamos a comer —dije yo.
Al hombrecillo le pareció bien, lo que me proporcionó un respiro, aunque también pensé que cuanto más retrasara el crimen más sacrificios tendría que ofrecerle.
De regreso a casa, dejé al animal sobre el fregadero de la cocina y fui a ponerme cómodo. A mi mujer y a mí nos gustaba el marisco, que tomábamos con alguna frecuencia, de manera que sabía manejarme con el bogavante. Dudé si hervirlo, pues cuando el agua comienza a calentarse emite una especie de gemido que parece que proviene de una boca como la nuestra atrapada en el interior de la coraza. Pero me pareció que el hombrecillo disfrutaría más si lo hiciéramos a la plancha, lo que implicaba abrirlo longitudinalmente en vivo para obtener dos mitades iguales que era preciso asar en el momento, al objeto de que no se perdieran sus jugos.
Con el hombrecillo encaramado al borde de la campana extractara de humos, desde donde disfrutaba de una perspectiva excelente, encendí la plancha y eché un poco de aceite que distribuí por toda su superficie con una servilleta de papel. A continuación dispuse una gran tabla de madera sobre la encimera y cuando calculé que la plancha estaba caliente, tomé al animal, lo coloqué boca arriba y, sujetándolo por la cabeza, lo dejé colear hasta que se fatigó o se resignó. Luego tomé un cuchillo de hoja curva y ancha, tan largo como el bogavante, cuyo filo coloqué longitudinalmente sobre su cuerpo. Enseguida, protegiéndome la mano con una manopla, hice presión sobre la hoja hasta vencer la resistencia de la coraza, penetrando en el abdomen y en la cabeza cuanto me fue posible. A continuación balanceé el cuchillo para que su hoja llegara a todas partes.
El animal se resistía de tal modo que, de no haber tenido práctica, habría saltado de la tabla y, casi partido en dos, habría continuado agitándose en el suelo. Una vez que el cuchillo hubo penetrado hasta el fondo, golpeé con una maza de madera la parte opuesta al filo hasta obtener dos partes simétricas.
Mientras actuaba, explicaba telepáticamente al hombrecillo cada uno de los pasos que daba y las dificultades que me salían al paso. Lo impresionante, como había comprobado ya en otras ocasiones, fue que aquellas dos partes separadas continuaban vivas, aunque ignoro cómo se relacionaban entre sí. Antes de echarlas a la plancha, liberé sus pinzas, para que el hombrecillo viera cómo buscaban desesperadamente algo a lo que aferrarse. Recordé haber leído no sabía dónde que en las decapitaciones la cabeza cortada conservaba durante unos segundos todas sus funciones. ¿Cómo sería la sensación de no pertenecer ya a un cuerpo? ¿Qué sentiría esa cabeza al contemplar el mundo desde la perspectiva de una fruta grande y pesada, caída al suelo de cualquier modo? En el caso del bogavante, las funciones vitales se mantuvieron en las dos mitades de su organismo incluso un rato después de que las arrojara sobre la plancha, donde se agitaron al asarse sobre los jugos liberados por las entrañas del crustáceo.
Sudando por el esfuerzo y por la excitación, fui a sentarme en una banqueta mientras las piezas del bogavante se asaban. Aun medio hecho, continuaba moviendo las patas y abriendo y cerrando lentamente sus pinzas. El hombrecillo y yo asistíamos al espectáculo con la fascinación y la extrañeza de quienes habían sido en otro tiempo un solo individuo constituido por dos territorios orgánicos alejados entre sí. Todavía, en algunos aspectos, continuábamos siendo uno, de modo que cuando me senté a comer el bogavante, acompañado de una de las botellas de vino blanco que nos había regalado la vecina, el estómago del hombrecillo disfrutó tanto como el mío. Le gustaron especialmente las partes blandas del interior de la cabeza cuyos recovecos me instó a chupar una y otra vez hasta dejarla seca. Fue una cena cruel, una de las mejores de mi vida, que clausuré con varios cigarrillos y dos o tres cafés antes de arrastrarme a la cama, donde aún encontramos fuerzas para masturbarnos.
Al día siguiente, si aquello era el día siguiente, me desperté con fiebre e intuí que algo iba a suceder. Tras arrastrarme hasta el cuarto de baño, donde mis intestinos se vaciaron con violencia, regresé a la cama, di un par de vueltas entre las sábanas sucias y me dormí. Pasado un tiempo indeterminado, desperté de nuevo, aunque, víctima de uno de esos estados de catatonía atenuada que sufro de vez en cuando, no fui capaz de mover un solo músculo. Entonces, sentí que alguien caminaba por encima de mi pecho y supe que los hombrecillos habían regresado.
—¿Qué hacéis? —pregunté telepáticamente.
No recibí una respuesta inmediata, porque parecían, por su modo de actuar, muy atareados. Al poco, sin embargo, uno de ellos trepó hasta mi rostro, me levantó uno de los párpados y me informó de que habían despiezado a mi doble, restituyendo cada una de sus partes al órgano de mi cuerpo del que en su día la habían extraído.
—Ahora —añadió— conviene que duermas un par de horas. Cuando despiertes, te sentirás bien y con ánimos para seguir con tu vida.
—¿Por qué hacéis estas cosas? —pregunté. —No vamos a estar ociosos todo el día —dijo él.
Me dormí y cuando desperté era mediodía. Enseguida noté un optimismo corporal que no sentía desde la juventud. Me habría ido de excursión a la montaña en ese instante. Al mirarme en el espejo, noté los ojos un poco irritados, pero me pareció también que poseían una visión más aguda. Y no tenía ninguna dificultad para la pronunciación de la erre. En cuanto al rectángulo rosado que me había quedado en el muslo de la anterior operación, estaba cubierto ahora por una piel curtida y se advertían alrededor las señales de la costura.
Intenté comunicarme telepáticamente con el hombrecillo, para cerciorarme de su desaparición, y no recibí, en efecto, señal alguna. Ahora formaba parte de mí. Éramos un estado con un solo territorio. Todavía perplejo, fui a la cocina y tomé un zumo de naranja. Luego abrí las ventanas para que se ventilara la casa, que limpié minuciosamente de arriba abajo. Me desprendí por supuesto de los paquetes de tabaco sin fumar y guardé las botellas de vino sin abrir en un lugar de difícil acceso, de donde decidí que sólo rescataría alguna en celebraciones especiales.
A los dos días, cuando mi mujer volvió del Congreso Internacional de Rectores, dijo que me encontraba muy cambiado.
—En el buen sentido —añadió—, como si te hubieras quitado unos años de encima.
Le dije que durante aquellos días había pensado reunir en un volumen los artículos que venía publicando en la prensa y le pareció bien. Ella, por su parte, venía eufórica del encuentro con sus colegas. Tenía la cabeza llena de proyectos académicos y más que académicos. Confidencialmente, me confesó que se avecinaba una crisis de gobierno y que su nombre sonaba para una Secretaría de Estado del ministerio de Educación.
—¿Y por qué no para ministra? —pregunté yo.
Ella se ruborizó de placer al tiempo que hacía un gesto de modestia con la mano.
Por la noche, mientras yo me desvestía, dijo desde el baño que había pensado en poner otra vez una cama de matrimonio.
—De las grandes —añadió—, para que podamos ir y venir.
—Te echaba de menos —dije yo.
Esa madrugada me desperté, fui a la cocina, me preparé un té y busqué a los hombrecillos, pero no había rastro de ellos. Al meterme las manos en los bolsillos de la bata, tropecé con unos mendrugos de pan que arrojé a la basura y regresé al dormitorio, donde me dormí enseguida.
A los dos años de la desaparición de los hombrecillos, falleció mi mujer, frustrada en la mayor parte de sus aspiraciones políticas. Su ausencia me hizo tanto daño que también yo estuve a punto de morir. Creo que las rutinas con las que siempre había llenado la existencia diaria, y que no abandoné (o no me abandonaron), fueron decisivas para salir adelante.
Al poco de su desaparición, mis vecinos, que durante aquellos días de duelo se preocuparon mucho por mi bienestar, tuvieron una hija, lo que sirvió para estrechar nuestras relaciones, pues enseguida advirtieron que yo era un canguro perfecto para la niña, que ahora cuenta seis años y pasa muchas horas en mi casa. Sus padres pagan mis servicios con vino y discos que ni bebo ni escucho, y que se van acumulando en la habitación más oscura de la casa. A la niña le cuento historias de los hombrecillos, unas inventadas, otras reales, que escucha con una atención asombrosa, como si le fuera la vida en ello.
Resulta que curioseando aquí y allá, descubrí hace poco la existencia de una tradición literaria de la que no tenía noticia (soy mal lector de ficción), basada en estos seres pequeños. Existe incluso un documento según el cual se pueden fabricar hombrecillos efectuando un pequeño agujero en la cáscara de un huevo de gallina e introduciendo en él una pequeña cantidad de esperma humano. Si el huevo se sella y se le proporcionan las condiciones ambientales precisas, a los treinta días surge de él un hombrecillo perfectamente conformado que se alimenta de semillas y lombrices. Me llamó la atención, al leer este documento, la coincidencia con el origen de mis hombrecillos, que eran en parte ovíparos.
Abandoné por fin las clases de la facultad, pero escribo aún artículos de economía para un periódico y realizo de vez en cuando, siempre por encargo, informes sobre el comportamiento de la Bolsa, que continúa siendo mi especialidad, o eso creen quienes me los encargan.
Una o dos veces al mes me encuentro con la hija de mi mujer, a la que ayudo materialmente y con consejos. Su marido, del que se divorció, tiene problemas con la justicia a cuenta de un desfalco cometido en el banco en el que trabajaba. La niña, Alba, que es ya una adolescente, me observa siempre con prevención y le da un acceso de tos si le devuelvo la mirada, como si yo supiera que ella sabe y ella supiera que yo sé.
En cuanto a los hombrecillos, no han vuelto a manifestarse. Y aunque los recuerdo con nostalgia, quizá no tendría fuerzas, a mis años, para sobrellevar otra de sus visitas.