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Authors: Juan José Millás

Lo que sé de los hombrecillos (12 page)

BOOK: Lo que sé de los hombrecillos
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—Buenas noches y no te apures, que te guardaré el secreto —concluyó lanzando una mirada de inteligencia hacia la mano donde ocultaba mi cigarrillo.

Me retiré algo turbado hacia el interior. Gracias a las excursiones del hombrecillo, había visto desnuda en más de una ocasión a esa joven, que gozaba por cierto de una excelente figura. Apagué el cigarrillo en el fregadero y lo arrojé a la basura envuelto en una servilleta de papel. Luego esperé a que mi vecina se hubiera retirado también de la ventana y me dirigí telepáticamente al hombrecillo, sugiriéndole que se colara en la casa de al lado, para espiar a la vecina.

—Tú pides mucho —dijo él aludiendo, pensé, a mi deuda.

Pero, dicho esto, saltó desde el bolsillo de mi chaqueta hasta la encimera y alcanzó velozmente el marco de la ventana, desde donde brincó a su vez a una de las cuerdas de tender la ropa por la que se deslizó a cuatro patas con la habilidad de una lagartija. A medida que avanzaba por el tendal, yo veía aproximarse la ventana de la casa de enfrente a través de sus ojos con un efecto semejante al de la cámara subjetiva en el cine. Pero cuando estaba a punto de entrar en la vivienda se interrumpió la comunicación entre nosotros.

Aquella madrugada me desperté con un sabor de boca muy desagradable que no supe a qué atribuir.

27

Al mal sabor de boca, que se repitió a lo largo de los días siguientes, se añadía la sensación de tener en la lengua y en la garganta un material arenoso, polvoriento, cuyos orígenes me eran desconocidos. Pensé, naturalmente, que quizá habría que buscar su causa en la boca del hombrecillo, pues aunque continuaba fuera de cobertura, algunas de sus actividades orgánicas se reflejaban todavía en mi cuerpo. Fracasados todos mis intentos por establecer comunicación telepática con él, procuré no prestar atención a aquellas sensaciones, aunque cuando aparecían me provocaban el vómito, no tardaría en descubrir por qué.

Entre tanto, la idea del crimen comenzó a repugnarme, en parte por el miedo al castigo, pero en parte también por una suerte de inclinación moral de la que eran víctimas mis emociones, no mi razón. La idea de copular de nuevo con la mujercilla seguía actuando en mi voluntad, desde luego, pero no tanto como el miedo.

Comprobé que a medida que la desaparición del hombrecillo se prolongaba, más extrañeza sentía de la especie de crápula en que me había convertido, de modo que al recordar algunos de los episodios en los que me había visto envuelto desde su aparición sentía una vergüenza enorme (pese a que la vecina había prometido guardarme el secreto, me obsesionaba también la idea de que coincidiera en el ascensor con mi mujer y le comentara que me había visto fumar). Sufría verdaderos ataques de pánico frente a la idea de verme obligado a justificarme.

Ese pánico me volvió provisionalmente virtuoso. Gracias a él y a sus efectos, las sospechas y la desconfianza de mi mujer se diluyeron, no de inmediato, pero sí a lo largo de los días siguientes, durante los que llevé una existencia ejemplar. Fumaba de manera esporádica y con tal sentimiento de culpa que pronto destruí el paquete de tabaco oculto y me deshice del mechero. Dejé de beber también, y de masturbarme. En poco tiempo, logré recomponer mi imagen de profesor de universidad y experto en asuntos económicos. Orienté al yerno de mi esposa acerca del comportamiento crepuscular de la Bolsa, llevé a Alba, su hija, al cine y acepté el ofrecimiento de participar en una tertulia radiofónica sobre temas de actualidad que había rechazado, para disgusto de mi mujer, en otras ocasiones.

El hombrecillo, desde dondequiera que se encontrara, me dejaba hacer. Quizá, como tenía aquella capacidad de disfrutar con todo lo que le ofrecía la vida, obtenía algún partido también de mi existencia virtuosa. Yo permanecía atento a cualquier síntoma que anunciara su regreso, pero no percibía nada, aparte de determinadas sensaciones orgánicas atribuibles a alguna actividad suya. Entre estas sensaciones, demás del tacto arenoso localizado en la garganta y en la lengua, cabría destacar la de unos pequeños calambres de placer, semejantes a orgasmos diminutos, que me acometían en los momentos más inadecuados y que no siempre lograba disimular. Deduje que el hombrecillo se masturbaba todo el rato y que aquellos calambres procedían de sus orgasmos.

—¿Qué te pasa? —preguntaba mi mujer.

—Nada, un calambre —decía yo llevándome una porción de verduras a la boca.

Un día, cuando ya había recuperado mis rutinas anteriores y atravesaba uno de esos periodos de paz (aunque también de tedio) marcados por la ausencia de los hombrecillos, se restableció de súbito la cobertura. Fue tras el desayuno, y después de que mi mujer se hubiera ido a la universidad. Estaba yo recogiendo las tazas cuando mis ojos, sin dejar de ver lo que tenían delante, vieron también lo que tenían delante los del hombrecillo.

Lo diré rápido: mi antiguo doble se había instalado en el piso de los vecinos, que no eran muy limpios, y se pasaba el día buscando debajo de los muebles cadáveres de moscas y de otros insectos que se llevaba a la boca entre susurros de placer. Disfrutaba de las patas de las arañas como si fueran patas de centollo y no era raro que de postre se metiera en la boca una pelota de esqueletos de ácaros amasados con polvo (de ahí la sensación arenosa señalada más arriba).

—¿Qué haces? —pregunté asqueado, pues también la comunicación telepática se había restablecido.

—Me entretengo mientras decides a quién matar —dijo.

Volví a entrar en el túnel, en fin, como había salido de él. Observada mi vida con la perspectiva de los años, advertí que en ella se habían alternado desde siempre los estados de paz con los de agitación. Desde la agitación, añoraba la paz y, desde la paz, la agitación. Ahora, de haber podido elegir, y dado que me había acercado tanto al precipicio, habría elegido la paz, pero tampoco estoy muy seguro. Regresé al Camel, en fin, a las prácticas onanistas, al alcohol, a las prostitutas, al desorden. Todo ello, en un intento de obtener una tregua del hombrecillo. Pensaba que cuanto más retrasara el momento de cometer el crimen que se me solicitaba, más probabilidades habría de que algo, incluida mi propia muerte, lo impidiera.

En este regreso al infierno, descubrí que el vodka hacía daño al estómago del hombrecillo (aunque también al mío) y que lo dejaba fuera de circulación durante algunas horas, por lo que comencé a abusar de él. Lo bebía en un bar algo alejado de mi calle y chupaba unas pastillas especiales para la halitosis antes de volver a casa. Mientras duraban los efectos de esta bebida, el hombrecillo no comía moscas ni ácaros ni polvo. Tengo un recuerdo impreciso de lo que duró esta época. En todo caso, creo que fui capaz de establecer una separación eficaz entre mis dos vidas, de modo que no levanté sospecha alguna en mi mujer.

28

Entonces, mi mujer tuvo que viajar al extranjero para acudir a un encuentro internacional de rectores. Por primera vez desde que estábamos juntos, me pareció liberadora la idea de quedarme solo, pues habían llegado a fatigarme hasta el agotamiento las cautelas a que me obligaba su presencia. La acompañé al aeropuerto y, cuando me cercioré de que su avión había despegado con ella dentro, compré allí mismo tabaco para varios días, volví a casa, me encerré en mi cuarto de trabajo y encendí un cigarrillo sin tomar ninguna precaución, utilizando como cenicero una taza de café. Ya recogeré, me decía pensando que tenía una semana (¡una eternidad!) por delante, ya ventilaré, ya limpiaré, ya ordenaré...

¡Qué laborioso resulta construir un orden y qué sencillo acabar con él! Al tercer día había colillas y vasos de vino a medio consumir por todas partes. La cama, por supuesto, permanecía sin hacer y los cacharros sucios desbordaban la pila de la cocina. Ni siquiera me preocupé de llamar a la facultad para anunciar que faltaría a las clases de esa semana o a los periódicos para avisarles de que no esperaran mis colaboraciones. Ya lo arreglaría todo a la semana siguiente.

El teléfono sonaba tres o cuatro veces a lo largo del día, pero yo sólo atendía las llamadas que se producían a partir de determinada hora de la noche, pues mi mujer solía telefonear después de cenar para preguntar cómo iba todo. Como era habitual entre nosotros, manteníamos conversaciones breves y muy centradas en asuntos domésticos. Tras colgar, me paseaba desnudo y descalzo por el pasillo con una soltura inédita en mí, pues incluso en los momentos más confusos de mi existencia había procurado mantener el orden exterior al objeto de evitar que se viniera abajo todo el edificio.

El edificio se vino abajo durante aquellos días. Comía en la cama (en la de mi mujer, por cierto, para que el desorden fuera mayor), bebía en la cama, me masturbaba en la cama, todo ello mientras mantenía con el hombrecillo conversaciones telepáticas que no iban a ningún sitio. Advertí que sabía de sí mismo menos de lo que yo sabía de mí y que tampoco conocía a fondo el mundo de los hombrecillos, al que teóricamente pertenecía. Pero no le importaba porque era superficial. Le gustaban los nuevos olores de mi cuerpo, igual que a mí, que me llevaba con frecuencia la mano a los sobacos o a la entrepierna y después a la nariz o a la lengua, para gozar con todos los sentidos posibles de la sima de suciedad en la que me había precipitado.

Cada minuto de mi existencia anterior había estado marcado por el miedo a un desplome como aquel en el que sin embargo ahora me deleitaba. Curiosamente, me había arrojado a los brazos del desorden con la misma violencia con la que durante toda mi vida me había defendido de él. Pero no es tan grave, me decía observándome con procacidad en los espejos, no estoy dimitiendo de nada, sino descansando de todo.

A veces, imaginaba que la sima me atrapaba de tal forma que no era capaz de abandonarla y que mi mujer, al volver a casa y abrir la puerta, recibía en plena cara aquella bofetada de olores inconvenientes: el del alcohol, el de mis vómitos, el del tabaco, el de mi suciedad corporal, el de las sábanas sudadas, el de las sartenes sin fregar... La imaginaba cerciorándose primero de que había entrado realmente en su casa y luego la distinguía avanzando con gesto de aprensión por el pasillo, en dirección al dormitorio. Veía su expresión de horror al descubrirme sobre su cama, desnudo (a excepción de un collar suyo, de perlas, que había logrado fijarme en el sexo de modo que sus cuentas me acariciaran el escroto), sin afeitar, sin duchar, greñudo, obsceno, rodeado de platos llenos de colillas y de botellas de vino vacías, pero también de sus bragas y sus sujetadores, que aparecían aquí y allí como los restos de un naufragio.

En una de esas escenas imaginadas ella huía corriendo y al poco aparecían unos camilleros que me inyectaban algo y me sacaban de la casa. En otras, ella perdía el conocimiento y era yo quien tenía que prestarle ayuda. Pero había una en la que se acercaba adonde yo yacía y me preguntaba con dulzura qué ocurría y yo le contaba que aquello llevaba ocurriendo en realidad toda la vida, toda mi vida, desde que tenía memoria, aunque me había resistido a ello como el que se resiste a caer al fondo de un despeñadero, asido desesperadamente a una raíz que se había roto durante aquellos días en los que ella me había dejado solo. Y al contárselo lloraba y aquellas lágrimas excitaban a mi mujer, que se arrancaba el vestido y la ropa interior y me ofrecía en medio de aquella confusión cada una de las partes de su cuerpo con la desenvoltura con la que la mujercilla me había ofrecido cada una de las partes del suyo.

Ahí estaban sus párpados, con aquella extraña calidad de papel, ahí su boca de labios delgados y anhelantes, quizá un poco crueles, y su lengua aguda y ágil como la punta de un látigo. Ahí estaba su cuello, como un pasadizo misterioso por el que se deslizaban al tronco los productos de la boca, ahí sus pezones belicosos y oscuros, como dos nudos de una madera negra, compensando con su enormidad el tamaño de unos pechos casi inexistentes y cuya capacidad de seducción residía precisamente en su fracaso. Ahí estaba el ojo ciego de su ombligo y la región fabulosa denominada vientre, ahí estaban sus labios vaginales, tan elegantes, desde luego, como los de la boca, pero más torturados que ellos, más complejos, y enormemente vulnerables, pues llevaba rasurado el sexo y su periferia. Ahí estaban también sus nalgas, casi indiferenciadas de los muslos, protegiendo la entrada a un culo desconfiado, quizá algo miedoso... Y ahí estaba yo, dibujando sobre las sábanas, con su cuerpo y con el mío, caligrafías en las que no era posible reconocer ninguna escritura, al menos ninguna escritura de este mundo, porque nos encontrábamos en otro. Y ese otro mundo poseía una calidad de real semejante al de los hombrecillos, de modo que a veces, pese a las diferencias entre el cuerpo de la mujercilla y el de mi esposa (uno era redondeado y el otro afilado), ambos se confundían en mi imaginación de tal manera que las poseía simultáneamente a las dos.

29

Al cuarto o al quinto día, no sé, me vestí de cualquier modo, cogí las llaves de casa y la cartera, y salí a la calle a por provisiones. Aunque había perdido la noción del tiempo, advertí por la posición del sol y por la actividad ciudadana que era mediodía. Resultó estimulante comprobar que el mundo continuaba funcionando con regularidad, con ritmo. Dado que las calles de ese mundo no habían perdido eficacia alguna, me deslicé por ellas como un ratón por un laberinto observándolo todo con extrañeza, con cierta admiración también, y compré cigarrillos en un estanco algo alejado de casa. Al abandonar el establecimiento, el hombrecillo, que se había instalado según su costumbre en el bolsillo superior de la chaqueta, me preguntó telepáticamente si habíamos salido por fin para matar.

—¿Acaso no ves cómo me estoy matando yo? —respondí. —Yo hablo de matar a otro —dijo él.

La idea del crimen continuaba repugnándome por las fatigas morales que implicaba, pero también por sus peligros físicos evidentes. Aunque ya habíamos matado sin pagar por ello en el mundo de los hombrecillos, la suerte no podría acompañarnos siempre.

—En este mundo —dije—, matar es más peligroso que en el de los hombrecillos.

—Sabrás tú lo peligroso que es el mundo de los hombrecillos —replicó él con tono de burla.

Nos encontrábamos en ese momento delante de una pescadería excelentemente surtida en cuyo escaparate había un tanque de agua con marisco vivo en su interior. Entonces se me ocurrió una idea.

—Voy a proporcionarte una experiencia de la muerte —dije— que recordarás siempre porque no se parece a ninguna otra.

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