Read Lo que sé de los hombrecillos Online
Authors: Juan José Millás
No podía acabar con él, no al menos hasta que fuéramos más independientes el uno del otro. De modo que lo llevé al baño, lo coloqué sobre la toalla del bidé y dejé caer sobre su rostro unas gotas de agua fría. Al poco, empezó a moverse, luego abrió los ojos y preguntó qué había pasado.
—¿Cómo que qué ha pasado? —dije yo—, ¿es que no te has enterado?
Tras observarme con desconfianza, confesó que había disfrutado mucho con la chica rubia del pelo corto, pero que no estaba seguro de que no hubiera sido un sueño.
—De sueño nada —mentí—, yo también me he quedado para el arrastre.
El hombrecillo insistió en preguntar si le había hecho esto o lo otro a la mujer, tal como había visto en sus sueños, y yo le aseguraba que sí, que habíamos llevado a cabo todas las perversiones que atravesaron su cabeza diminuta, incluida la del culo (estaba obsesionado con este orificio orgánico). La cobertura había regresado de manera parcial, pues aunque se había restablecido la comunicación telepática, yo no sentía su aturdimiento. Bastante, por otra parte, tenía con el mío.
Cuando salíamos del hotel (él dentro del bolsillo superior de mi chaqueta), dijo:
—Tienes que beber y fumar.
—Pero si te has puesto a morir —dije yo.
—Eso es lo que tú te crees —respondió—, me he trasladado al paraíso.
Esa noche, a la hora de cenar, abrí una de las botellas de vino que nos regalaba la vecina y tomé media copa.
—¿Y eso? —preguntó mi mujer con gesto de sorpresa.
—No sé, me ha apetecido —dije yo—. Dicen que es bueno para la circulación.
Lo cierto es que aquella media copa me sentó bien; al menos no me sentó mal. Me fui a la cama más entregado al sueño que otras noches y dormí siete horas seguidas.
Al día siguiente, después de que mi mujer se fuera a la universidad, y tras recoger pausadamente la cocina, anduve buscando un nexo insólito entre algunos mercados de futuro y los huevos de gallina sin fecundar, pero no se me ocurrían más que majaderías que ni siquiera resultaban ingeniosas. El hombrecillo, al advertir mi desaliento, sugirió telepáticamente que bajara a la calle y comprara unos cigarrillos para estimular mi creatividad. Le respondí que el tabaco era malo para la salud.
—Será malo para tu salud —dijo él—, porque a mí me sienta estupendamente.
Volví a mis notas, pero ya no me podía quitar de la cabeza la idea del cigarrillo. La memoria olfativa me había devuelto el dulce olor del tabaco rubio, lo que impedía que me concentrara en nada, excepto en la tentación de fumar. Al mismo tiempo, el peligro de volver al tabaco me espantó. Como he señalado en otra parte, llevaba sin probar un cigarrillo diez o quince años, pero habían bastado los dos que había encendido con la prostituta para que mi sangre, adicta a la nicotina, recuperara una necesidad dormida.
Imaginé por un momento que volvía a fumar y me pregunté cómo se lo explicaría a mi mujer, que me había conocido abstemio y que detestaba a los fumadores. Nadie, nunca, que yo recordara, se había llevado a la boca un cigarrillo en nuestra casa. Su rechazo al tabaco era tal que podía localizar a un fumador a veinte o treinta metros. En cuanto a mí, conocía por experiencia el modo en que el olor a humo frío acababa impregnando el contexto del fumador: sus ropas, su aliento, sus manos, incluso las cortinas de la habitación y la tapicería de las butacas. Yo mismo había pasado, tras superar la adicción, por esa etapa de rechazo excesivo que convierte al ex fumador en un arrepentido insoportable. ¿Cómo, con el esfuerzo que me había costado en su día abandonarlo, iba a retomar ahora ese hábito? Comprendí entonces que me costaría más justificarlo ante mí mismo que ante mi mujer.
Aun así, me imaginé fumando de nuevo de forma clandestina (¿cómo, si no?). Tendría que hacerlo con un cuidado enorme. Desde luego, no podría encender ningún cigarrillo en el interior de la casa. Fumaría en la terraza o asomado siempre a una ventana. Y no expondría la ropa al humo, pues los tejidos absorben con facilidad ese tipo de olores, instalándose en su trama de un modo permanente. Debería vigilar también lo relacionado con el aliento, lo que implicaría tener siempre a mano caramelos de eucalipto o chicles para la halitosis. Por supuesto, sería preciso encontrar también un escondite seguro en el que guardar el tabaco y el mechero. Parecía evidente que no valía la pena volver a fumar a ese precio en el que no he incluido los problemas relacionados con la salud, pues abandoné el tabaco en parte porque tenía ya un catarro crónico que devino más de una vez en neumonía. Fue dejarlo y mejorar de manera sensible. Llevaba años sin constiparme.
Mientras hacía estas consideraciones, había ido mecánicamente de un lado a otro de la casa, intentando calmar así el desasosiego de que era víctima. En una de esas idas y venidas había pasado por la cocina para prepararme un café y al primer sorbo eché de menos, como en otra época, el complemento del cigarrillo. Dividido entre la conveniencia de no fumar y el deseo de hacerlo, una tercera instancia de mí comenzó a tachar de exagerado el pánico al tabaco. Podía encender un cigarrillo y dar dos o tres caladas, pongamos que cinco, para comprobar que no era la ausencia de nicotina lo que había provocado en mí aquella intranquilidad. En el peor de los casos, si llegara a recaer, fumaría dos o tres cigarrillos al día, cantidad que el organismo era capaz de metabolizar sin problemas, lo decía todo el mundo. El hombrecillo, que seguía apasionadamente aquella discusión conmigo mismo, se puso al lado de la parte más permisiva, reforzando sus argumentos.
—No puede ser tan grave —decía.
—¿Y tú qué sabes? —le espetaba yo.
—Veo fumar a mucha gente sin organizar el drama que estás armando tú. Los vecinos, sin ir más lejos, se pasan la vida liando cigarrillos.
—Vete tú a saber lo que fuman —respondí.
Más de una vez, encontrándome en la cocina, me habían llegado a través del patio interior los efluvios de la marihuana o del hachís, que conocía bien, pues los había olido a la entrada de la facultad, a veces en sus pasillos.
El caso es que en una de ésas, desposeído completamente de mi voluntad, me quité la bata, me puse sobre el pijama una chaqueta y unos pantalones, me cubrí con la gabardina y me acerqué a un estanco que había en la esquina, y en el que no había entrado jamás, para comprar un mechero y un paquete de Camel, la marca que había fumado en otro tiempo. Volví a casa con una excitación desproporcionada, víctima de un apremio y de una ansiedad tales que tuve que decirle al hombrecillo que se calmara un poco.
—Yo estoy tranquilo —dijo él—, eres tú el que tiene a cien todos los pulsos.
Me senté a la mesa de trabajo, abrí el paquete con lentitud deliberada, como si practicara un rito, y lo acerqué a la nariz para comprobar si el olor real era tan seductor como el del recuerdo. Y lo era. Pero no olía solamente a tabaco. También a sexo, al sexo de otros tiempos. Por mi mente pasaron de súbito texturas de lencería femenina y de salivas ajenas. Tratando de no perder la calma, abrí la ventana, encendí un cigarrillo, aspiré el humo y lo conduje con suavidad hasta los pulmones. El efecto no se hizo esperar en el cerebro, pues sentí un mareo leve, pero amable, como si aquella bocanada me hubiera trasladado a otra dimensión.
—¡Qué bien! —exclamó el hombrecillo telepáticamente, desde dondequiera que se encontrara.
—Sí, ¡qué bien! —ratifiqué yo cerrando los ojos para dejarme llevar por aquella especie de vahído creativo (de súbito, me había parecido encontrar la solución para el artículo sobre los mercados de futuro y los huevos de gallina sin fecundar).
—¿Y qué tal un sorbito de vino para acompañar el humo? —preguntó el hombrecillo.
Sin pensarlo, fui a la cocina, tomé la botella abierta la noche anterior y me serví una copa cuyo primer sorbo di en el pasillo, mientras me dirigía a mi cuarto de trabajo. Cuando llegué, en vez de sentarme a la mesa, me tumbé en el diván en el que leía la prensa y di otro sorbo que mezclé con una calada del cigarrillo. Todo mi cuerpo se relajó de un modo espectacular. Entonces, ocurrió.
Lo que ocurrió fue que al cerrar los ojos para sentirme más dueño de aquellas acometidas de placer, vi al hombrecillo (la cobertura y la unidad entre él y yo eran en aquel instante perfectas) introducirse en una grieta del parqué que al parecer conducía a otro mundo (quizá todos los agujeros, incluidos los corporales, conducen a otros mundos). Al principio se trataba un conducto húmedo y de paredes de aspecto membranoso que desembocaba sin embargo, a través de una rendija, en una especie de plaza pública muy animada y luminosa, llena de hombrecillos. En esta ocasión, y sabiendo que no se trataba de un sueño, me fijé bien en todo y vi que en una de las esquinas de la plaza, conviviendo con edificios semejantes a los de los cascos antiguos de las ciudades europeas, había una suerte de panal en cuyo centro se hallaba de nuevo la mujercilla reina en actitud receptiva para la cópula.
El espectáculo era al mismo tiempo delicado y atroz, sutil y obsceno, verdadero y falso, incluso orgánico y espiritual. La mujercilla permanecía en su celda en una actitud pasiva, aunque sólo en apariencia, pues pronto advertí que se trataba de una pasividad ágil, de una quietud móvil, de un sosiego feroz. Como en la ocasión anterior, sólo llevaba encima aquella ropa interior sutil cuyo tejido, que era somático, se relacionaba con su sexo y con sus pechos de un modo inexplicable, pues aunque formaba parte de ellos, su elasticidad le permitía desplazarse para dejar al descubierto la vulva o los pezones.
La mujercilla se dirigió por medios telepáticos al hombrecillo invitándole a subir a su celda, pues había sido elegido de nuevo para consumar la cópula. La comunión entre el hombrecillo y yo continuaba siendo de tal naturaleza que en realidad fui yo quien, sin dejar de permanecer tumbado en el diván de mi cuarto de trabajo, me vi ascendiendo hacia la mujercilla por una suerte de escaleras que conducían a su aposento. Ella me esperaba anhelante, como jamás nadie me había esperado nunca, como nadie, nunca, volvería a esperarme. Al tomarla entre mis brazos y comprobar que nuestros cuerpos se acoplaban entre sí con una plasticidad asombrosa, intenté tomar conciencia de lo que ocurría segundo a segundo, para no olvidarlo jamás. Por otra parte, como ya tenía algo de experiencia, intenté conducir los acontecimientos en vez de ser conducido por ellos. Dado que mi ropa, en aquella versión de mí, era orgánica, no necesitaba desprenderme de ella para liberar el pene, que hizo su aparición enseguida, completamente erecto, por una entretela de la que no era consciente.
La mujercilla me invitó con su actitud a que yo mismo le retirara las bragas, lo que hice con sumo cuidado (en realidad, con sumo amor) para no provocar ningún esgarro en aquel extraño conjunto de ropa y piel. Como en la ocasión anterior, examiné su sexo con la intensidad dolorosa del que observa una imagen pornográfica intentando encontrar en ella un significado. Sin necesidad de que yo se lo pidiera, la mujercilla separó con sus dedos los labios vaginales exteriores para facilitar mi examen, pero también —me pareció— en busca de mi beneplácito, como si yo fuera una especie de inspector encargado de comprobar que no faltaba ninguno de los accidentes propios de aquella región orgánica cuyos penetrales exudaban un jugo que ella misma me daba a probar con sus dedos, al tiempo que los míos jugaban con los pliegues de aquellas formaciones húmedas, temeroso de que al dejar de verlas o tocarlas olvidara su aspecto o su textura. De vez en cuando levantaba la vista y nuestras miradas se encontraban.
—Dame más —le suplicaba yo entonces. Y ella recogía con los dedos parte de los jugos que se derramaban por la cara interna de sus muslos y los llevaba hasta mi lengua, que jamás había probado nada parecido, pues ni el sabor ni la textura de aquel elixir pertenecían a este mundo.
Sobra decir que copulamos con desesperación y tranquilidad al mismo tiempo, en un acto que tenía todas las características de los sucesos reales y de los acontecimientos imaginarios, pues ambos territorios se habían fundido una vez más de un modo inexplicable. Y mientras copulábamos yo jugaba con su sujetador orgánico y con sus pezones, cuidándolos y maltratándolos al mismo tiempo, vengándome de ellos —como si me debieran algo— y dándoles las gracias por entregarse de aquel modo gratuito. Y pese a la violencia pacífica con la que los trataba no se produjo ningún desgarro en la frontera por la que la piel y la ropa interior se unían.
También exploré sus labios y su boca, en cuyo interior, tras una empalizada de dientes diminutos, había una lengua afilada, como de pájaro, cuya capacidad de penetración resultaba sorprendente. Alcanzamos el éxtasis a la vez, sin frontera alguna entre su orgasmo y el mío, y con los ojos abiertos, mirándonos el uno al otro en actitud implorante, como si nos pidiéramos perdón. El resto de la población de hombrecillos disfrutó tanto como yo de aquella cópula pequeña, una cópula como de casa de muñecas, en la que, en vez de gemir, piábamos como pájaros.
Tras descansar unos instantes, y cuando el pene regresó al interior de los pantalones orgánicos, me aparté del cuerpo de la mujercilla, que me invitó entonces a bajar a la plaza, donde los hombrecillos jadeaban aún por aquel esfuerzo amatorio colectivo. La mujercilla, entre tanto, se ajustó la ropa interior y se recostó, aguardando la bajada del primer huevecillo. Deduje, por el poco tiempo transcurrido entre la cópula y la puesta, que los huevecillos estaban ya en su interior, a la espera únicamente de ser fecundados. Quizá su aparato genital disponía, como el de algunos insectos, de una espermateca que los fertilizaba en el instante mismo de salir.
El proceso siguió la rutina de la ocasión anterior, pues al poco de la puesta (quizá el tiempo en esa dimensión tuviera una naturaleza distinta de la que posee en la de los hombres grandes) las cáscaras se quebraron y empezaron a aparecer hombrecillos completamente terminados que se pusieron en cola para tomar de las mamas de la mujercilla aquel elixir que paladeábamos todos y cada uno de los hombrecillos de la colonia, como si todos y cada uno acabáramos de nacer y necesitáramos de sus nutrientes. Cada vez que un recién nacido se agarraba al pezón de la mujercilla, sentíamos en nuestros labios su calor y percibíamos con ellos su textura. A veces, el desmayo con el que mamábamos era tal que perdíamos por la comisura parte de aquel líquido mágico.