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Authors: Juan José Millás

Lo que sé de los hombrecillos (5 page)

BOOK: Lo que sé de los hombrecillos
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Durante los siguientes días busqué el modo de acercarme a mi mujer, que, lejos de recoger mis insinuaciones sexuales, sugirió que deberíamos dormir, por comodidad e higiene, en camas separadas.

Un día, leyendo el periódico, tropecé sin querer con las páginas de contactos, en las que nunca hasta entonces me había detenido. «Domicilio y hotel», concluían muchos de los anuncios. No me pareció bien hacerlo en casa, de modo que reservé habitación en un hotel céntrico y caro al que acudí después de comer y desde el que telefoneé, para solicitar un servicio, al número que había seleccionado previamente. Me atendió una mujer que, pretendiendo hacer las cosas fáciles, las hizo en realidad más complicadas, pues me contrariaron las confianzas que se tomó, entre las que se incluía un tuteo para el que no solicitó mi permiso. Tampoco me gustó que preguntara qué tipo de chica prefería, como si habláramos de un producto mercantil y no de un ser humano. Pero el hombrecillo, que se encontraba junto a mí, me empujó, muy excitado, a pedir una chica joven y rubia, con el pelo corto, no sé por qué. Cuando colgué el teléfono, estaba sudando de un modo exagerado, por lo que corrí al baño y me refresqué por miedo a oler mal cuando llegara la prostituta. El contraste entre mi agobio y el placer del hombrecillo era otro indicador, uno más, de la herida sin sutura abierta entre nosotros.

Mientras esperábamos a la chica, paseé nerviosamente de un lado a otro de la habitación, deteniéndome en dos o tres ocasiones frente a la ventana. El día estaba gris y grises eran también las personas que allá abajo, en la calle, se desplazaban de un lado a otro, movidas quizá por impulsos o intereses que no controlaban, como me ocurría a mí en aquellos instantes. Tal vez muchas de ellas, más de las que yo era capaz de imaginar, tenían en su existencia un hombrecillo para que el que llevaban a cabo actos cuya conveniencia reprobaban.

En medio de aquel ir y venir, reparé en el mueble bar, que abrí para tomar una botella de agua, pues se me había secado (de miedo, sin duda) la garganta, pero el hombrecillo me animó a que descorchara una botella de champán.

—Nunca bebo —le dije telepáticamente.

—No es para ti, es para mí —respondió él.

Tras dudar unos instantes, abrí la botella, de la que me serví dos dedos en una copa alta. Mi garganta agradeció la entrada del espumoso, cuyos efectos noté enseguida también en la cabeza. No es que me pusiera eufórico, pero el sentimiento de culpa se redujo. El hombrecillo, por su parte, se mostraba radiante, feliz, poseído como estaba por una excitación envidiable. Tomé otro trago y recordé la experiencia con la reina de los hombrecillos.

—¿Cuándo volveremos a ver a la reina? —pregunté.

—Ahora estamos en esto —dijo él—, ponte un poco más de champán.

Intenté concentrarme en lo que el hombrecillo sentía, y noté cómo las burbujas atravesaban su garganta y explotaban a lo largo de su tubo digestivo para llegar al estómago convertidas en fragmentos de felicidad líquida. Al mismo tiempo, su imaginación anticipaba las cosas que haríamos con la chica (no todas correctas desde mi punto de vista), provocando tanto en él como en mí una erección que intenté combatir desviando mi atención hacia otros asuntos. Entonces ocurrió algo realmente sucio y es que el hombrecillo, que se encontraba dentro de un cenicero colocado sobre la mesa de la habitación, comenzó a masturbarse (a masturbarme por tanto) y en cuestión de minutos (pocos) eyaculamos con furia sin que me hubiera dado tiempo siquiera a bajarme los pantalones. 

Apurado, corrí al baño para limpiarme y no sabiendo muy bien qué hacer, pues había empapado los calzoncillos y humedecido los pantalones, decidí desnudarme del todo y ponerme una bata de baño que encontré allí, sobre un taburete, a disposición de los clientes. Para dar la impresión de que acababa de salir de la ducha, me mojé el pelo y salpiqué la superficie de la bañera. El hombrecillo, que continuaba en el cenicero, jadeaba entre tanto de placer. Él no necesitaba cambiarse ni limpiarse, pues su ropa, como ya ha quedado anotado, era orgánica, formaba parte de su cuerpo, de modo que absorbió misteriosamente los jugos de la eyaculación.

Le previne que cuando llegara la chica no tendríamos ganas de nada, pues yo ya me sentía colmado, exhausto, y lo único que me apetecía era volver a casa cuanto antes.

—Ya verás cómo sí, ya verás cómo sí —dijo él al tiempo que me pedía que bebiera un poco más de champán.

Enano de mierda, volví a pensar para mis adentros, sin saber si me escuchaba o no, pues a veces desconectábamos, acentuándose la impresión de que éramos dos. En esto, sonaron unos golpes en la puerta.

11

Fui a abrir y apareció al otro lado una chica que podría haber sido mi hija. Lo cierto es que, más que de un burdel, parecía que venía de la universidad. Vestía un abrigo azul, de grandes botones, que evocaba el de las colegialas de otras épocas. Era rubia, como habíamos pedido, con el pelo muy corto, y llevaba un bolso que hacía juego con el color de su cabello. El conjunto resultaba elegante, pero no excéntrico, lo que me hizo pensar que todo estaba preparado para no llamar la atención de los empleados del hotel. Con aquel atuendo podría haber pasado también por una secretaria. Contra lo que me había temido, apenas llevaba maquillaje ni carmín, ni los necesitaba. Su aspecto me conmovió, sinceramente, pero reaccioné enseguida porque el hombrecillo me gritó por telepatía que la invitara a pasar. Ella entró dejando sobre la moqueta las marcas de unos zapatos de tacón de aguja en los que no había reparado y que observé en éxtasis, sintiendo de nuevo un trastorno entre las ingles.

Al alcanzar el centro de la habitación se quitó el abrigo, debajo del cual apareció un cuerpo algo grosero, embutido en un traje rojo, de escote exagerado. Advertí enseguida con disgusto que no llevaba sujetador, quizá tampoco llevara bragas. Me dieron ganas de pedirle que volviera a ponerse el abrigo, pero no dije nada por temor a parecer un perverso. Al ver mi copa de champán, la chica preguntó si pensaba invitarla en un tono que intentaba resultar seductor, pero que acabó con la breve excitación que me habían procurado sus tacones. El hombrecillo, por el contrario, oculto tras el televisor, permanecía boquiabierto, como si se estuvieran colmando todas sus expectativas. Para estropearlo del todo, la chica dijo que se llamaba Vanesa.

—¿Con una o dos eses? —pregunté sin venir a cuento.

—Con dos, por eso soy tan cara —dijo soltando una carcajada desagradable.

Yo le dije que me llamaba Rafael, que era en realidad el nombre de un hermano mío fallecido hacía años.

—¿Lo hacemos sin prisa? —preguntó.

—Sí —respondí yo acercándole la copa, con la que fue a sentarse en una de las dos butacas de la habitación, donde se desprendió de los zapatos y se subió la falda, con aire casual, hasta donde le fue posible.

No llevaba medias, pero sí una liga roja en medio del muslo. Me pareció todo por un lado excesivamente hueco y por otro exageradamente biológico. Comprendí entonces que había estado cayendo sin darme cuenta de que caía y que ahora me encontraba ya en el suelo. Yo no soy así, me dije, sintiendo vergüenza y miedo y ganas de huir. Tras tomar un sorbo de la copa, la chica preguntó cómo pensaba pagarle y respondí que en metálico.

—Pues pon el dinero ahí —dijo señalando la mesita que había entre las dos butacas.

Coloqué el dinero donde había pedido y noté la erección en el cuerpo del hombrecillo, pero no en el mío. La chica sacó un cigarrillo rubio, invitándome a tomar otro. Cuando iba a rechazarlo, el hombrecillo me instó telepáticamente a que lo aceptara y le hice caso en el convencimiento de que la nicotina le haría más daño a él que a mí. A la primera calada, cuyo humo me tragué intencionadamente, el hombrecillo, mareado por aquella mezcla de tabaco y alcohol, se desmayó en efecto detrás del televisor. La chica, suponiendo que yo venía de fuera, preguntó si me encontraba en la ciudad por razones de trabajo. Le dije que sí, pero me faltaron reflejos para improvisar una profesión distinta de la mía, de modo que confesé que era profesor de universidad.

—Estoy aquí circunstancialmente porque formo parte de un tribunal de oposiciones —dije.

—Yo —dijo ella— voy a estudiar enfermería, pero no ahora.

—¿Por qué no ahora? —pregunté.

—Tengo a mi padre enfermo y todo son gastos. Pero cuando las cosas se arreglen continuaré los estudios.

Intenté imaginar al padre de la chica, y a la madre. Sentí ganas de continuar preguntando, pero ella ya se había levantado, viniendo a donde estaba yo para sentarse en mis rodillas.

—¿Qué es lo que le gusta hacer a papá? —dijo mientras introducía la mano por la abertura de mi bata.

Me pregunté por qué me llamaba papá y me contesté enseguida, pero la respuesta no me gustó.

—No me llames papá —dije.

—¿Prefieres ser mi nene? —añadió entonces acariciándome el pecho.

—Mira —respondí obligándola a levantarse—, prefiero que charlemos nada más.

—Como quieras, nene —dijo ella regresando a su butaca—, pero te va a costar lo mismo.

Mientras hablábamos de esto y de lo otro, bebimos un par de copas más y encendimos otro cigarrillo. El hombrecillo seguía durmiendo la mona detrás del televisor. Menos mal, me dije, pues habría sido una tortura meterme en la cama con aquella mujer. Parecía mentira que debajo de un abrigo tan sutil se ocultara una forma tan grosera. Pero también cuando se rompe la cáscara del huevo, pensé, sale de su interior un ser algo grotesco, el pollo. Haré un poco de tiempo, me dije, para que la chica no se ofenda, y la despediré. Y cuando el hombrecillo despierte le diré que nos hemos acostado.

—Fundamentalmente —dijo entonces la mujer—, yo me dedico a hacer trabajos de compañía, sin sexo.

Subrayó el «fundamentalmente», como si le pareciera un término culto que le interesara destacar de cara a futuros encuentros.

—Entonces he acertado —dije yo.

—Si te apetece que comamos o cenemos juntos estos días, llámame, conozco los mejores restaurantes. También puedo llevarte a visitar la ciudad, soy ideal para eso.

Le di las gracias y charlamos aún durante unos minutos al cabo de los cuales fue ella la que miró el reloj y dijo que tenía que irse, despidiéndome con un beso fugaz en los labios. La experiencia, pese a su falta de sustancia, me había dejado agotado y fúnebre, además de inquieto. Sin haber ganado nada con ella, tenía la impresión de haber perdido algo que atañía a mi dignidad.

12

Tras comprobar que el hombrecillo continuaba fuera de combate, abrí la cama y revolví las sábanas con la idea de aparentar que la habíamos ocupado. El problema fue que una vez abierta no resistí la tentación de dejarme caer. Estaba aturdido por la bebida, que no formaba parte de mis hábitos, y por el tabaco, cuyo consumo había abandonado diez o quince años antes. Aquella súbita combinación de alcohol, sexo, nicotina y remordimientos me había dejado mal cuerpo y mala conciencia.

Agotado, cerré los ojos, me dormí y soñé que llegaba a un hotel donde la recepcionista, que era la prostituta a la que acababa de despedir, me asignaba la habitación 607, que era aquella en la que me encontraba en la vida real, en la vida en la que soñaba este sueño. Con la llave en la mano entraba en el ascensor, subía al sexto piso y me internaba por sus pasillos en busca de la 607. Pero no conseguía dar con ella. Con incredulidad creciente, cada vez que llegaba al punto de partida, volvía a efectuar el recorrido con idénticos resultados. En esto, tropezaba con una camarera que me decía que la 607 estaba allí mismo, donde el pasillo giraba a la derecha. Pero tampoco estaba allí y, cuando iba a quejarme, la camarera había desaparecido. Entre tanto, en estas idas y venidas me había cruzado ya con varios clientes del hotel que me observaban con desconfianza, por lo que pensé que mi actitud podía estar empezando a resultar sospechosa. Decidía entonces bajar a recepción, donde la chica que me había atendido, tras escuchar mis explicaciones, decía:

—Eso no puede ser, nene, todas las habitaciones existen.

Aunque me molestó que me llamara nene, hice como que no lo había oído e insistí en mis protestas. Entonces la chica tomó el teléfono, habló con alguien y tras colgar me pidió que volviera al sexto piso, donde me esperaba un empleado del hotel que me acompañaría hasta la puerta de la habitación. Regresé al ascensor y subí al sexto piso, donde no me esperaba nadie. Por miedo a hacer el ridículo, volví a buscar la habitación por mi cuenta con resultados idénticos a los anteriores. Desalentado, me senté en una butaca que encontré en una especie de hall y pensé que aquello sólo podía ser un sueño o una broma de cámara oculta. La segunda posibilidad, dado que había acudido a aquel hotel con la intención de citarme con una prostituta, me pareció terrorífica, por lo que bajé de nuevo a recepción y abandoné el hotel discretamente.

Al tiempo de abandonar el hotel en el sueño, me desperté en la vida real, es decir, en la habitación 607 de un hotel donde había tenido tratos con una prostituta. Me incorporé con desasosiego y náuseas, viendo aún cómo mi encarnación onírica se eparaba de la real quizá para no encontrarse nunca con ella. ¿No habría sido más reparador que el yo soñado hubiera encontrado la habitación 607 y hubiera entrado en ella para luego introducirse en mi cuerpo y así despertar juntos?

Fui al cuarto de baño y combatí las náuseas bebiendo agua del grifo. Luego, para despejarme, me lavé la cara y finalmente apliqué el secador a la humedad provocada en los calzoncillos por la eyaculación que habíamos tenido el hombrecillo y yo antes de la llegada de Vanessa (con dos eses, qué ridículo). Todos los movimientos a los que aquella aventura me obligaba resultaban así de sórdidos. Pensé que el sexo, aun practicado en las mejores condiciones, conduce al desconsuelo, al desamparo. El sexo era un asunto triste.

Una vez vestido, y como el hombrecillo continuara desmayado o dormido detrás del televisor, lo tomé entre mis manos y pensé que en ese momento podría acabar con él. ¿Cómo? Aplastándolo, pisándolo como a una cucaracha, arrojándolo al retrete... Pero no sabía en qué medida, al morir él, moriría yo también. Ya he dicho que a veces éramos uno y a veces dos. A veces estábamos conectados y a veces desconectados, como cuando tienes, a través del móvil, una de esas conversaciones discontinuas provocadas por una cobertura deficiente. Ahora parecíamos desconectados, pues yo no compartía su sueño ni sus sensaciones corporales. Pero ¿y si en el momento de arrojarlo al retrete y tirar de la cadena volviera la cobertura y me ahogara yo también?

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