Lo que sé de los hombrecillos (3 page)

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Authors: Juan José Millás

BOOK: Lo que sé de los hombrecillos
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No sabiendo muy bien qué utilidad dar a aquella curiosa extensión de mí, preparé un habitáculo en el cajón de la mesilla de noche. Y para que el hombrecillo pudiera entrar y salir a voluntad, sin necesidad de recurrir a la parte gigante de él, que era yo, practiqué un agujero en la base del cajón cosiendo a sus bordes, con una grapadora, una corbata vieja por la que se podía deslizar hasta el suelo de la mesilla, en cuya pared del fondo hice otro agujero a manera de entrada. Lo probamos y funcionaba bien, pues el hombrecillo poseía la habilidad de un reptil. Utilizaba las irregularidades de las paredes, por insignificantes que fueran, para reptar como una lagartija, prácticamente ajeno a las servidumbres de la fuerza de la gravedad. Puedo decir que vi el mundo (mi mundo) desde perspectivas asombrosas. Es más, me vi a mí mismo desde la lámpara del techo, sentado en el sofá del salón, leyendo el periódico. Me vi también en el cuarto de baño, afeitándome, desde la alcachofa de la ducha. Me contemplé acostado, con las sábanas subidas hasta las orejas, desde el adorno más alto del armario de tres cuerpos del dormitorio... Digo que me vi por una insuficiencia del lenguaje para describir la situación, pues la verdad es que yo era simultáneamente quien leía el periódico y quien recorría la lámpara, quien se afeitaba y exploraba los bordes de la alcachofa, quien intentaba conciliar el sueño y examinaba los altos del armario. La realidad, sin perder las dimensiones anteriores, había adquirido otras nuevas, enormemente estimulantes.

El tamaño del hombrecillo tenía muchas ventajas, pero lo hacía también muy vulnerable. Una vivienda está llena de peligros para un ser de ese tamaño. Podía deslizarse sin querer por la superficie del lavabo y caer en su sumidero, podía ser atrapado por un ratón (en casa no los había), o por un gato (tampoco), o por un insecto grande (estábamos en invierno)... Afortunadamente, éramos conscientes de ello. Quiero decir que no tenía que vigilarlo todo el rato para evitar que se electrocutara o pereciera aplastado por las páginas de un libro al ser cerrado de repente, porque la víctima, en los dos casos, habría sido yo. De hecho, cada uno llevaba su vida (es un decir, vivíamos la misma vida simultáneamente aunque desde lugares distintos).

En cuanto a las funciones fisiológicas, si yo comía, él se alimentaba, y si comía él, me alimentaba yo. Si yo bebía, calmaba su sed, y si bebía él, calmaba (poco) la mía. También podíamos comer y beber al mismo tiempo, por supuesto. Aun detestando entrar en asuntos escatológicos, he de decir que al orinar yo, él también lo hacía sin necesidad de recurrir a recipiente alguno, pues su naturaleza absorbía misteriosamente la orina en el momento mismo de producirse. Lo mismo cabe decir del resto de las producciones corporales, cuestión en la que no abundaré porque me desagrada.

Mi mujer telefoneó un par de veces para ver cómo andaba todo por casa. En la segunda, como me notara raro, le comenté que había tenido un acceso viral (había muchos ese invierno) que me había dejado un poco aturdido.

—Cuídate —dijo.

—Me cuido, no te apures —dije yo.

También llamaron de la facultad, pues se me había pasado por completo acudir a una de mis clases. Utilicé de nuevo como excusa a los virus, disculpándome por no haber avisado.

6

A los cuatro o cinco días del desdoblamiento, cuando ya estaba acostumbrado a comportarme como uno siendo dos (la mayoría de la gente se comporta como dos siendo una), mi mujer volvió de su viaje de trabajo. Para entonces el derrame de mis ojos había desaparecido casi por completo y mi tendencia a inclinarme hacia la derecha al andar se había atenuado gracias a las prácticas realizadas yendo de un lado a otro del pasillo. Mientras cenábamos, y para justificar las dificultades de pronunciación de la erre, aduje que me había quemado la punta de la lengua con una infusión demasiado caliente, a lo que mi mujer sugirió de manera mecánica que consultara al médico. Estaba absorta en sus preocupaciones académicas.

Mientras hablábamos, el hombrecillo había llegado a través de las cuerdas de la ropa al piso de enfrente, donde vivía (y vive aún) un matrimonio joven, de trato agradable. Él era representante de intérpretes de música moderna (incluyo en el término «moderna» estilos y registros diferentes, ninguno de los cuales me resulta familiar), y ella trabajaba en una empresa distribuidora de vinos. A veces nos regalaban botellas de vino y discos que almacenábamos sin objeto alguno, pues ni apreciábamos esa música ni probábamos el alcohol salvo en contadas celebraciones.

La pareja estaba copulando en la cocina, sobre la mesa, a la vista del hombrecillo (y a la mía por tanto). La vecina llevaba un conjunto de ropa interior color calabaza que formaba una membrana de aspecto orgánico sobre su cuerpo. Casi una segunda piel. Lo hicieron todo sin que ella se desprendiera de las bragas ni del sujetador ni él de los calzoncillos, que eran de la variedad llamada bóxer (lo sabía porque había estado a punto de comprarme unos idénticos el mes anterior, aunque al final me pareció un rasgo de coquetería impropio de mi edad).

En un momento de paroxismo la mujer echó el brazo hacia atrás, de modo que su mano fue a dar con una cesta de la que tomó a ciegas un huevo de gallina que reventó entre sus dedos. Mientras se entregaba al orgasmo, untó con el contenido del huevo los genitales propios y los de su compañero, que repetía la expresión ¡ay sí, ay sí, ay sí! como una letanía. Aunque habría preferido no asistir a esta escena, la fragilidad del huevo y del proyecto de ave que representaba me recordó la inconsistencia de algunos productos financieros de la época, que se malograban casi antes de nacer.

Mi mujer, como decía, aspiraba a hacer carrera académica. En realidad ya la había hecho, pues detentaba desde joven una cátedra. Pero quería más. Ahora tenía la ambición de acceder a los puestos de poder político y al control de la gestión económica, por lo que se pasaba el día urdiendo complots o asegurando que los padecía. Podía entenderla porque también yo había sido víctima en su día de esa ambición que disfracé, como todo el mundo, de una coartada noble: la de cambiar las cosas para mejorarlas. Y aunque no la animaba, tampoco intentaba disuadirla. Me mantenía neutral, lo que no siempre era de su agrado, pues poseía un temperamento más apasionado que el mío desde el que malinterpretaba a veces mi imparcialidad. Su hija constituía el otro polo de sus preocupaciones (los nietos, sin embargo, no la habían convertido en abuela, no al menos en una abuela clásica). Yo ocupaba en ese esquema de intensidades emocionales un lugar periférico, circunstancial. Era una sombra a la que a veces se dirigía para descargar sus iras o sus alegrías, pocas para compartir la dicha.

Yo había pasado por dos matrimonios (aquél era el tercero) y en todos acababa por ocupar un puesto semejante. Cabía suponer, pues, que se trataba de una elección personal, aunque de carácter indeliberado. Tal vez sin darme cuenta me iba colocando en ese lugar indefinido, suburbial, hasta que desaparecía del mapa. Conscientemente al menos, habría preferido tener otro papel. No un papel muy activo, pues siempre he tendido a la pereza, a la ensoñación, más que al dinamismo, pero sí con la relevancia suficiente como para que algunos de los aspectos de mi vida (no todos, valoro mucho la privacidad) formaran parte también de la comunicación cotidiana. Con ninguna de mis esposas había hablado de los hombrecillos, por ejemplo.

Tampoco tuve hijos en ninguno de mis matrimonios, lo que, observado con perspectiva, había resultado ventajoso. Intentaba imaginarme formando parte de una red familiar (y emocional por tanto) como la de mi mujer, con yerno y nietos, y no acababa de verme. Y aunque al principio, en un momento de debilidad, pensé en el hombrecillo, quizá por su tamaño y porque estaba hecho a mi imagen y semejanza, como en un hijo, luego preferí que fuera una extensión de mí.

En medio de la conversación con mi mujer, sonó el timbre de la puerta y fui a abrir. Era la vecina, la de los vinos, la esposa del representante de cantantes de música moderna. Sabía que era ella antes de abrir, pues había visto, desde mi versión de hombrecillo, cómo, tras la cópula, se vestía y se organizaba la melena mientras bromeaba con su marido (en el caso de que estuvieran casados) acerca de las virtudes del huevo de gallina en la producción del orgasmo (por cierto, que ninguno de los dos se había lavado). Él le había pedido que le hiciera unas setas, traídas ese mismo día de algún sitio, y ella se había puesto a trastear por la cocina todavía con el semen de él y el contenido del huevo de gallina entre sus ingles. En esto, advirtió que no tenía ajos, a lo que el representante le dijo:

—Pídeselos a los catedráticos.

Los catedráticos éramos nosotros, mi esposa y yo, así nos llamaban según averigüé entonces. De modo que la mujer se ajustó un poco el vestido, se atusó brevemente el pelo y salió de su casa en dirección a la nuestra. Y ahí la tenía ahora, frente a mí, preguntándome si podía prestarle unos dientes de ajo que había echado en falta al ir a cocinar unas setas.

—Este año hay muchas setas —dije yo absurdamente.

—Las lluvias —dijo ella.

Sólo permanecimos el uno frente al otro unos segundos, pero me dio la sensación de que se ruborizaba, como si un sexto sentido la hubiera advertido de que yo conocía el estado de sus bragas. Le di una cabeza de ajo entera.

7

Pasado un tiempo comenzó a quebrarse de manera sutil la unidad que habíamos mantenido el hombrecillo y yo. A veces parecíamos dos. Una noche, por ejemplo, me dormí en mi extensión de hombre, pero continué despierto en mi ramificación de hombrecillo, lo que no había sucedido nunca antes. Con la parte dormida soñé que mi versión de hombrecillo se colaba por una grieta de la pared y que llegaba, tras atravesar un túnel largo y sinuoso, débilmente iluminado, al reino de los hombrecillos, compuesto por callejuelas estrechas y empedradas, dispuestas en forma de red. Olía a gallinero.

El hombrecillo callejeó al azar por aquel retículo viario hasta desembocar en una plaza amplia y luminosa (era de día), limitada por edificios nobles, de piedra y ladrillo, en los que llamaba la atención la abundancia de ventanas geminadas de estilo medieval. La plaza se encontraba abarrotada de hombrecillos, pues parecía a punto de producirse un acontecimiento social de enorme importancia. Mi doble diminuto, idéntico en todo al resto de la población, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar a los aledaños de una tarima sobre la que se erigía, verticalmente, un gran panal compuesto por celdas hexagonales idénticas a las de los panales de las abejas. Todas las celdas permanecían vacías excepto la del centro, donde había una mujercilla —la única de aquel extraño reino— de una belleza atroz, de una hermosura violenta, de una perfección cruel y desconocida por completo en el mundo de los hombres «normales» (yo estaba dominado por tics antiguos que me hacían pensar que el tamaño normal de hombre era el grande).

La mujercilla, reina evidentemente de aquel enjambre de hombrecillos que la contemplaban con un desasosiego feliz desde el suelo de la plaza, permanecía dentro de su habitáculo en ropa interior. Advertí enseguida que del mismo modo que el atuendo de los hombrecillos era de carne, aquellas prendas íntimas de la reina formaban también parte de su cuerpo. Se trataba de una lencería orgánica enormemente delicada y tenue, como formada por hilos de humo. Me recordó a la de mi vecina, pues tenía un tono anaranjado que en ocasiones, en función de los cambios de luz, evolucionaba hacia el calabaza.

En un momento dado, cuando en la plaza no habría cabido ya ni un alfiler, la reina, por medios telepáticos, ordenó subir hasta su celda a mi doble pequeño, que trepó ágilmente por aquella estructura hasta alcanzar su habitáculo, donde se estremeció (me estremecí) ante la mirada anhelante, al tiempo que tiránica, de la mujercilla y sus formas delicadas, a la vez que rotundas. Dado que su lencería, como ha quedado dicho, formaba parte de su piel, el hombrecillo no podía arrancársela del todo sin dañarla. Sí le estaba permitido, en cambio, retirar a un lado la parte de las bragas de humo bajo la que se ocultaba el sexo de la reina para extasiarse ante la naturaleza de aquel conjunto de pliegues de carne íntima hinchados por la excitación e inundados por un jugo incoloro, producto también del ardor venéreo, cuyos efluvios arrebatadores llegaban al cerebro del hombrecillo (y al mío por lo tanto) con la violencia de un tren sin frenos en una estación. La manipulación amorosa debía llevarse a cabo con un cuidado enorme, con unas maneras exquisitas, para no provocar heridas, derrames o desgarros ni en las propias prendas (recorridas por nervaduras finísimas semejantes a las que en las hojas de los árboles o en las alas de las mariposas cumplen las funciones de vasos sanguíneos) ni en las paredes del vestíbulo vaginal, constituidas por un tejido esponjoso muy sensible. Los colores de esta antecámara, siendo en general rosados, se oscurecían en las zonas más recónditas, como aquella donde se abría el misterioso túnel cuyos bordes acariciaron primero los dedos y después la lengua del hombrecillo (y mis dedos y mi lengua en consecuencia).

Poseído por una curiosidad emocional que me impelía a investigar con detalle cada una de las partes de aquel conjunto de órganos, intenté memorizar su disposición, su temperatura, su humedad, su consistencia, lo que no resultaba fácil, pues aquella carne poseía la inestabilidad del magma (también su fiebre). El modo en que el hombrecillo y yo hurgábamos en aquellas profundidades sugería que había en ellas algo esencial para nuestra existencia.

Jamás me había enfrentado a una aventura sexual ni amorosa como aquélla. Nunca en mi vida la excitación venérea y la sentimental habían alcanzado aquel grado de acuerdo. El hombrecillo y yo amábamos y deseábamos a la mujercilla en idénticas proporciones, también con el mismo dolor, pues las cantidades de sentimiento y de placer eran tales que nos hacían daño. Porque la amábamos la deseábamos y porque la deseábamos la amábamos. Ambas cosas nos hacían sufrir.

Aunque el hombrecillo era el único de toda la colonia que podía acariciar aquella piel, besar aquella boca o enredar sus dedos en la lencería viva y palpitante de la mujercilla, el enjambre de hombrecillos que asistía al espectáculo desde la plaza sentía lo mismo que él, pues el sistema nervioso de todos estaba misteriosamente interconectado por una red neuronal invisible. El hombrecillo jugó hasta el delirio mientras la mujercilla se dejaba hacer y hacía al mismo tiempo, como si poseyera el secreto de la pasividad activa, o de la actividad pasiva. Y cuando ni el hombrecillo ni yo ni la muchedumbre a la que permanecíamos sutilmente conectados podíamos resistir más, porque nuestra fiebre había alcanzado ya un grado insoportable, la penetramos con violencia y amor a través de los encajes de la lencería con un pene erecto que había ido surgiendo poco a poco de las entretelas del hombrecillo y que también era mío, era mi pene.

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