Lo que sé de los hombrecillos (9 page)

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Authors: Juan José Millás

BOOK: Lo que sé de los hombrecillos
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Cerré la ventana y volví a mis ocupaciones sin que la ingestión del aire fresco hubiera obrado en mi cabeza los efectos esperados. Al hacer el zumo de naranja, me temblaba la mano sobre el exprimidor, lo que no era raro si pensamos que continuaba activada la conexión con el hombrecillo, que seguía (seguíamos, por tanto) en el sótano de un edificio, escondido como una alimaña en una irregularidad de la pared. Desde mi punto de vista, hacía varias horas que podía haber abandonado el escondite, pues no se percibía actividad exterior alguna (la habitación disponía de un respiradero desde el que se veía la calle), pero el hombrecillo prefirió curarse en salud.

Estaba, por cierto, debatiendo con él —por medios telepáticos, como siempre— sobre la conveniencia de abandonar el escondite ahora o esperar hasta la noche, cuando mi mujer entró en la cocina. Al acercarme a darle un beso rutinario, se echó hacia atrás con expresión de espanto y preguntó qué me pasaba.

—Nada —le dije—, qué me va a pasar.

—Pero ¿tú te has visto la cara? —insistió.

De modo que abandoné la cocina para mirarme en el espejo del pasillo y también me espanté. Como si mi calavera hubiera crecido por la noche o mi piel hubiera menguado, todo el hueso se apreciaba detrás de mi carne, recreando la expresión de pánico del que se dirige a la horca. Estaba consumido por el cansancio físico, por los remordimientos, por el miedo, por la duda.

Volví a la cocina y admití que tenía mala cara.

—Quizá has cogido la gripe —dijo mi mujer.

Lo que he cogido es la peste, me dieron ganas de contestar. Desayunamos en silencio, ella restando ahora importancia a mi estado por miedo, supuse mezquinamente, a tener que quedarse en casa para cuidarme; yo, asegurando que escansaría y que, si me subía la fiebre, la llamaría al rectorado. Cuando se fue, me puse el termómetro y tenía 38 grados. A mí la fiebre me parecía molesta, pero al hombrecillo le resultaba estimulante.

—¿Qué es esto? —preguntó al sentir los primeros efectos de la subida de temperatura.

—Es la fiebre —dije yo como el que dice es el monzón o es el nordeste o es la tramontana.

—Me gusta la fiebre —replicó el hombrecillo con euforia—, les da a las cosas un tono algo irreal. A lo mejor esto no está pasando, a lo mejor no estoy escondido en este sótano, a lo mejor no he matado a nadie, a lo mejor...

—No hay delirio que valga —añadí yo telepáticamente—. Estás metido en un buen lío, de modo que sal con cuidado de ese sótano y vuelve a casa por el camino más corto.

Exagerando las precauciones para burlarse de mi miedo, el hombrecillo abandonó su escondite, salió a la calle y caminó normalmente sin que nadie le molestara. El mundo de los hombrecillos, a la luz del día y en las arterias principales, parecía superpoblado. Estaban las calzadas y las aceras llenas, respectivamente, de vehículos y de personas. El hombrecillo caminaba despacio, extrañado de aquella abundancia biológica en la que se sentía un intruso como yo mismo, por otra parte, me he sentido casi siempre entre los seres humanos. El hombrecillo se preguntó cuántos hombrecillos fabricados (cuántos replicantes, como él mismo) habría en aquella colonia, pues a primera vista no se percibía signo alguno que diferenciara a los artificiales de los nacidos de la mujercilla. Mientras nos dirigíamos a su casa de muñecas, decidí, en mi versión grande, tomarme una aspirina efervescente.

—¿Qué es eso? —preguntó el hombrecillo. —Una aspirina, para el dolor de cabeza.

—¿Para la fiebre? —insistió él. —Sí —dije yo.

—¡Ni se te ocurra! —gritó fuera de sí—. Si me quitas la fiebre, matamos a otra persona ahora mismo.

Arrojé la aspirina a medio diluir a la pila y fui a mi despacho en busca de un poco de paz. Apenas me hube sentado, el hombrecillo sugirió que nos fumáramos un cigarrillo, a lo que no dije que no. La primera calada me calmó como si me hubiera inyectado la nicotina directamente en el cerebro. La mezcla del tabaco y la fiebre provocaron un estado de bienestar algo siniestro. Ya comprendo que parece una contradicción, pero la verdad es que los escalofríos que recorrían mi cuerpo, por aciagos que fueran, resultaban también estimulantes.

Enseguida se abrió paso en mi cabeza la idea de tomar una copa de vino, que me serví de inmediato. Tras el primer trago, vi llegar al hombrecillo al portal de su casa, o lo que fuera el lugar aquel, cuyas escaleras acometió en medio de una tormenta de alucinaciones intensísimas. Así, por ejemplo, aquella escalera era en realidad la escalera en el sentido platónico del término. Al ascender por ella a su domicilio, ascendía a todos los domicilios posibles, al domicilio, cabría decir. En aquel hombrecillo con fiebre, fumado y borracho, se resumían asimismo todos los amantes y todos los asesinos y todos los ladrones que habían subido o bajado unas escaleras a lo largo de la historia. Pero también en él se concentraban todos los padres de familia y todos los estudiantes y todos los animales domésticos que habían utilizado a lo largo del tiempo aquella curiosa construcción arquitectónica. Cómo podíamos representar aquellos papeles a la vez y con la máxima intensidad, resultaba un misterio.

21

Entrado que hubo en la vivienda, se dejó caer sobre la cama con expresión de felicidad y solicitó que me masturbara. Yo estaba en pijama y bata, sobre el diván de mi cuarto de trabajo, con la copa de vino en una mano, el cigarrillo en la otra, la fiebre en la cabeza y una erección entre las ingles (aquella sucesión de horrores, por alguna razón inexplicable, había movilizado mis resortes venéreos). No me resistí, pues, a satisfacerle. Para aumentar la excitación, imaginé una escena erótica algo ingenua (todas lo son) cuya protagonista era mi mujer, que en esa fantasía no podía vivir, literalmente hablando, sin mí. Aunque parezca la letra de un bolero, si le faltaba yo le faltaba el aire, por lo que la pobre era víctima en mi ausencia de violentos ataques de asma que aliviaba con las inhalaciones de un spray broncodilatador. El contenido del spray era en realidad una versión líquida de mí mismo que llevaba consigo a todas partes.

Ahora se encontraba en su despacho del rectorado, donde acababa de sufrir un ataque. Vestía un traje negro, de punto, con escote en pico, que se adaptaba centímetro a centímetro a las formas lineales de su cuerpo, resaltando su delgadez y su altura. Dado que su pelo era negro también, al incorporarse con la respiración entrecortada para tomar el spray del bolso, parecía una sombra más que un volumen real. Su expresión de sufrimiento, así como el ligero silbido del aire al entrar y salir con dificultad de sus pulmones, me provocaban una excitación sexual que habría tildado de enfermiza en cualquier otro.

Una vez recuperado el spray, en fin, se lo aplicaba ansiosamente a la boca y después, aún jadeante, se levantaba la falda del vestido negro, se bajaba con urgencia las bragas (blancas, muy caladas) y abriéndose los labios de la vagina se lo aplicaba también allí con expresión de alivio.

Al hombrecillo le volvía loco esta fantasía. A mí, no tanto, pues pasaba en ella de la claustrofobia que me producía verme encerrado en un envase a la disolución que implica convertirte en un líquido pulverizado. Era como estar sin estar. Por otra parte, el escenario donde se sucedían los hechos —un despacho académico— me infundía aún algún respeto. De un modo u otro, alcancé el orgasmo, que si en mi versión de hombre fue normal, en la del hombrecillo tuvo efectos devastadores, hasta el punto de que perdió el sentido. Deduje que quizá un orgasmo mío tuviera en él las mismas consecuencias que uno de elefante en mí. La comparación, aunque eficaz, me pareció grosera.

Cuando el hombrecillo despertó, yo estaba aseándome, para huir de aquel aspecto de hombre disoluto con el que había salido de la cama y que se había acentuado al paso de las horas. La ducha y el afeitado mejoraron mi aspecto exterior, pero internamente continuaba hundido en el caos. ¿Vivirían el resto de las personas tormentos semejantes a los míos? ¿Tendría todo el mundo dentro de sí un secreto tan difícil de sobrellevar como el de la existencia del hombrecillo?

—Deberías abandonar tu mundo y trasladarte a mi casa —le dije—, no creo que aquí actúe la policía de los hombrecillos.

—Olvídate de la policía —dijo él—, la cuestión no es ésa. Además, nada me vincula con el muerto. Déjame disfrutar de la fiebre y del tabaco y del alcohol y del crimen y del orgasmo.

Comprendí que el hombrecillo había convertido su vida, y por lo tanto parte de la mía, en un cenagal donde sólo tenían cabida las pasiones más previsibles y las más repugnantes. No se percibía en él interés intelectual alguno. Entonces advertí que durante la última época yo apenas había leído porque él, de un modo u otro, siempre con ardides sutiles, me alejaba de los libros. Dejaré de fumar, me dije. Dejaré de beber también. Y de masturbarme. Volveré a mis antiguos hábitos, a mis horarios, a mis artículos, a mis clases de economía. Me ocuparé de la nieta de mi mujer, y de su hija, daré consejos a su yerno...

—¿Dejarás también de ver hombrecillos? —preguntó entonces el hombrecillo telepáticamente.

¿Estaba dispuesto a dejar de verlos? Hice un breve repaso de mi existencia y comprendí que, incluso durante las temporadas en las que habían permanecido ausentes, mi vida había estado determinada por ellos. El deseo de todo ser humano intelectualmente inquieto era acceder a instancias ignotas de la realidad, columbrarlas al menos. A mí me había sido dada esa gracia que constituía también una maldición, pues ignoraba su sentido. Pero ¿acaso había dones inocentes? La vida, el más preciado de todos, era un regalo envenenado, absurdo, y sin embargo muy pocas personas se la quitaban. ¿Tendría yo, si dependiera de mi voluntad, el valor de acabar con el hombrecillo cuando no había sido capaz de acabar conmigo mismo?

Comprendí que no, que la vida sin él (sin los hombrecillos en general) sería como una tienda sin trastienda, como una casa sin sótano, como una palabra sin significado, como una caja de mago sin doble fondo. ¿En qué quedaría yo? En un profesor emérito más, en un articulista mediocre de temas económicos, en un esposo vulgar: una especie de animal domesticado, en suma, una suerte de bulto sin otra lectura que la literal, un pobre hombre...

Acepté pues que no podría renunciar a los hombrecillos con los sentimientos simultáneos de derrota y dicha con los que algunos toxicómanos aceptan que no podrán vivir sin sus narcóticos. Y ello pese a que no ignoraba cuál sería la siguiente exigencia de mi siamés asimétrico, pues venía intuyéndola desde hacía algunas horas: que yo mismo matara, en mi dimensión, a un hombre grande, para hacerle sentir el placer del crimen a gran escala. Apenas hube formulado este pensamiento n mi cabeza, cuando el hombrecillo, que en ese instante estaba conectado, confirmó telepáticamente mis temores.

—Tú lo has dicho —dijo—, y me lo debes.

Aún intuyendo que sería inútil negarse (no es que no seamos dueños de nuestros deseos, es que deseamos lo que creemos despreciar), opuse alguna resistencia:

—Matar en esta dimensión —argumenté— no es como matar en la tuya. Trae complicaciones de todo tipo.

—Eso es lo que yo quiero —dijo—, complicaciones de todo tipo.

La fiebre se mantuvo estable en 38 grados a lo largo del día, por lo que supuse que se trataba de una reacción al agotamiento emocional y físico. Intenté trabajar, pero me resultó imposible. Por la tarde dormí un par de horas y cuando mi mujer regresó de la universidad me encontró mejor, o eso dijo.

22

Durante los siguientes días la cobertura vino y se fue como se va y viene la luz en el transcurso de una tormenta. A veces, los contactos con el hombrecillo tenían la duración de un relámpago a lo largo del cual me era dado verme congelado en esa otra versión de mí. El relámpago rompía la armonía cerebral en los momentos más impredecibles (en medio de una conversación, de una clase, en el mercado...), y tras él se manifestaba una especie de trueno que me aislaba brevemente del mundo. Pero incluso cuando el hombrecillo y yo permanecíamos conectados durante periodos más largos, cada uno seguía mentalmente en su universo.

Siempre éramos dos, claramente diferenciados, pues ni yo tenía acceso a sus pensamientos —a menos que fueran voluntariamente dirigidos a mí— ni él, me gustaba suponer, a los míos. La unidad se mantenía sin embargo en lo que se refería a las funciones orgánicas, pues a ambos nos afectaban la alimentación y los procesos digestivos o respiratorios del otro. De hecho, él ya no podía vivir sin mis comidas, mi tabaco, mi vino o mis prácticas onanistas. Aunque el intercambio de prestaciones era aparentemente, y debido a la diferencia de tamaños, muy desigual, no conviene olvidar que las dos experiencias amatorias que él me había proporcionado con la mujercilla mamiovípara valían, desde mi punto de vista, por todo lo que yo pudiera ofrecerle en siete vidas. De hecho, esperaba con ansiedad un tercer encuentro amoroso y él lo sabía.

Por eso, cuando se restablecía el contacto, no necesitaba recordarme la deuda criminal adquirida con él. Me daba cuerda, como el pescador experto da cuerda a la pieza que acaba de morder el anzuelo y cuya fortaleza es aún superior a la del hilo. Pero yo, que era la pieza a la que el hombrecillo tenía enganchada por el paladar, sabía que no tardaría en tirar del hilo. Es más, si tardara mucho en hacerlo, yo mismo seguramente daría el primer paso, pues la idea venenosa y líquida del crimen empapaba poco a poco mis pensamientos como la tinta el papel secante o el agua la esponja. Cuando me masturbaba, por ejemplo, no era raro que, entre la confusión de imágenes eróticas que desfilaban por mi cabeza en los momentos previos a la eyaculación, apareciera nítidamente, con un protagonismo que mi razón rechazaba, la del instante en el que habíamos acabado con la vida del hombrecillo en aquella esquina de su mundo de casas de muñecas. ¿Qué había de excitante en aquello? Que, al contrario del resto de mi vida, era real. 

Digo esto porque las ocupaciones de la vida cotidiana me parecían cada vez más ilusorias, más vanas, menos consistentes. Las veía, las podía tocar incluso, pero se deshacían entre las manos, como el humo. La economía, disciplina a la que había edicado mi vida porque creí que era la malla sobre la que descansaba la realidad, además de explicarla, cayó en un profundo descrédito. Un simple huevo de gallina, en cambio, se me revelaba como un acontecimiento profundamente real. Y lo que le otorgaba el estatus de real no era su materialidad (su literalidad, podríamos decir), sino lo que tenía, curiosamente, de alucinación, que era casi todo, desde la cáscara a la yema, pasando por la membrana interior y la clara. Ahora, cada vez que abría un huevo para hacer una tortilla, me relacionaba con él como con un sueño, pues resultaba imposible no evocar, al sostenerlo entre las manos, los huevecillos que, tras la cópula, se desprendían de la dulce vagina de la mujercilla.

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