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Authors: Juan José Millás

Lo que sé de los hombrecillos (11 page)

BOOK: Lo que sé de los hombrecillos
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—¿También usted se esconde para fumar? —preguntó pasándome un mechero de plástico.

—Qué va —dije—, estaba dando una vuelta por aquí y al verle fumar a usted se me abrieron las ganas.

Encendí el cigarrillo, le devolví el mechero y permanecí de pie, en actitud casual. Podía acabar con él en cualquier momento, daba igual unos segundos antes que después. En esto, escuché el zumbido de una abeja que se detuvo sobre un cardo e intenté establecer comunicación telepática con ella sin lograrlo.

—¿A qué esperas? —preguntó el hombrecillo. —No lo sé —dije—, pero no me distraigas.

Sí lo sabía. Esperaba a percibirme como un insecto y a percibir al cojo pobre como otro. De ese modo, mi acción quedaría camuflada dentro de las acciones que la naturaleza produce a millones cada día en cada rincón del universo. Pero transcurrían los segundos y el pobre cojo continuaba siendo un hombre en toda su extensión, lo mismo que yo. Éramos dos hombres, no dos bichos con artejos o apéndices. Si yo sacara el cuchillo, lo haría con una mano dotada de dedos, no con unas extremidades provistas de tenazas. Entonces comprendí que no era ése el día del crimen y en el momento mismo de entenderlo regresó la saliva a la boca (y a la del hombrecillo), se lubricaron nuestras gargantas, se aflojaron nuestros estómagos, se aplacaron nuestros corazones y recuperaron los pulsos de las sienes su ritmo habitual.

—Hasta luego —dije al cojo pobre.

—Adiós, hombre —dijo él.

El hombrecillo, que estaba tan encantado con las sensaciones corporales que le había provocado la salida del miedo de nuestro cuerpo como su entrada en él, no me reprochó que no hubiera matado.

—Ya lo haremos otro día —dijo— y se nos volverá a secar la garganta y a encoger el estómago y a acelerar el corazón. Qué bien.

Todas las sensaciones le gustaban.

25

Aquel sábado venía a cenar a casa un grupo de colegas de mi mujer. Como era habitual, me encargué yo de la intendencia. Dado que seríamos casi veinte personas, decidí preparar un buffet frío, lo que de un lado no me llevaría demasiado trabajo y de otro obligaría a la gente a moverse, facilitando la comunicación entre los invitados. A mi mujer le pareció bien, de modo que realicé la compra por teléfono, disponiendo que me la hicieran llegar el sábado por la mañana para que los embutidos y los ahumados estuvieran frescos.

A media tarde me metí en la cocina y comencé a desenvolver los paquetes para organizar su contenido. Mientras yo trabajaba, el hombrecillo iba de un lado a otro de la encimera observándolo todo con curiosidad y tomando pequeñísimas muestras de cuanto yo desenvolvía para llevárselas a la boca. No había vuelto a recordarme la necesidad de que matara a alguien si quería copular de nuevo con la mujercilla porque sabía que no era necesario. Yo estaba obsesionado con la idea, que después del ensayo fracasado con el cojo pobre de la periferia me parecía más sencilla de llevar a cabo sin correr grandes riesgos (al margen de los morales, que iban y venían).

En esto, entró mi mujer en la cocina, tomó una taza del armario que estaba justo encima de donde se encontraba en ese instante el hombrecillo, la llenó de agua y la introdujo en el microondas con idea de prepararse una tisana. Yo me quedé literalmente sin aliento, y supongo que bastante pálido también, ante la posibilidad de que reparara en el hombrecillo. Cuando recuperé la capacidad de reacción, eché sobre él un paño de cocina al tiempo que le pedía telepáticamente que se estuviera quieto.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella al notar mi alteración.

—Nada, bueno, no sé, quizá un pequeño corte de digestión. La verdad es que me he despertado de la siesta un poco mareado —añadí sin dejar de trabajar en lo que tenía entre manos.

Mi mujer esperó a que el agua se calentara, introdujo en ella un sobre de manzanilla y fue a sentarse a la mesa.

—Por cierto —dijo tras soplar sobre la superficie del líquido, manteniendo la taza entre las dos manos—, ¿le has dicho tú a Alba algo de unos hombrecillos?

—¿Qué Alba?, ¿tu nieta? —pregunté yo ganando tiempo.

—¿Qué Alba va a ser?

—¿Algo de unos hombrecillos? —volví a preguntar.

—Sí —insistió mi mujer—, algo de unos hombrecillos.

—No sé —titubeé como haciendo memoria—, creo que fue ella la que los mencionó y yo le seguí la corriente. Es muy fantasiosa. ¿Por qué?

—Dice su madre que no duerme bien por culpa de esos dichosos hombrecillos.

—Habrá que llevar cuidado con lo que se le cuenta —concluí yo volviéndome hacia mi mujer para mostrarle una fuente de ahumados especialmente bien presentada—. ¿Qué te parece? —dije.

Ella la aprobó de forma rutinaria (estaba acostumbrada a mis habilidades), pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Al poco, mientras distribuía sobre una tabla de madera las piezas de sushi adquiridas en un japonés cercano, volvió a la carga. 

—Y aparte del corte de digestión, ¿cómo estás tú? —dijo. —Yo, bien, ¿por qué?

—¿Sigues pensando en abandonar las clases el curso que viene? —He aplazado la decisión —dije.

—Entre los invitados de esta noche —añadió ella—, está Honorio Gutiérrez. ¿Lo recuerdas?

—¿El decano de Psicología?

—Sí. Lee tus artículos y tiene muchas ganas de conocerte. He pensado que quizá te convendría hablar con él.

—¿Crees que necesito un loquero? —bromeé.

—A nadie le viene mal una ayuda de ese tipo. No sé si te has dado cuenta, pero llevas una temporada un poco agitado.

—Tengo una idea, quizá para una clase magistral o una conferencia, a la que no consigo dar forma, eso es todo lo que me pasa.

—Bueno, si tienes oportunidad, habla con él —concluyó.

—A sus órdenes —bromeé de nuevo.

Cuando mi mujer nos dejó solos, levanté el paño de cocina para liberar al hombrecillo al tiempo que le pedía disculpas.

—No te preocupes —dijo él con expresión divertida.

Todo le gustaba, todo le parecía bien, a todo le sacaba partido. No era difícil odiarlo. Por mi parte, me quedé preocupado, pues parecía evidente que mi mujer había percibido alteraciones en mi comportamiento. Quizá, pese a mis precauciones, había visto alguna botella de vino abierta, tal vez había notado en mi ropa algún rastro del humo del tabaco. Por otra parte, aun siendo yo de constitución delgada, había perdido peso a lo largo de las últimas semanas.

—Habrá que extremar las precauciones —dije telepáticamente al hombrecillo.

—Tú verás —respondió—, pero mientras preparas la comida podrías tomarte un vasito de vino.

La idea me pareció bien. Si entrara de nuevo mi mujer en la cocina, le diría que había comenzado a picar algo mientras preparaba las ensaladas. Así que abrí una botella y me serví una copa cuyo primer sorbo nos produjo al hombrecillo y a mí una euforia poco común, quizá debido a la excepcional calidad del caldo (era un «reserva especial» según la etiqueta). Lo malo fue que inmediatamente nos apeteció encender un cigarrillo, de modo que cuando hubimos apurado la copa, fui al salón, donde mi mujer leía, y le dije que iba a dar una vuelta a la manzana, para despejarme un poco antes de que llegaran los invitados.

—¿Ya está todo listo? —preguntó ella.

—Prácticamente —dije yo.

—Yo me ocupo de colocar los cubiertos —añadió.

Por precaución, no encendimos el cigarrillo hasta doblar la esquina, y me llevé el humo de la primera calada a los pulmones con una violencia inhabitual, de modo que la nicotina penetró de inmediato en mi torrente sanguíneo (y en el del hombrecillo por tanto), multiplicando la euforia que nos había proporcionado el vino. Qué bueno era el sabor del Camel, qué rubio, qué húmedo, qué tierno.

Por cierto, que era de noche ya, y pese a que vivimos en el centro había muy poca gente por la calle. En el interior de un coche aparcado con la ventana abierta dormía un joven que quizá, pese a la hora, había bebido demasiado. Si hubiera llevado el cuchillo encima, podríamos haberle rebanado el gaznate sin dejar rastro. Aunque tengo entendido que la sangre de las arterias que pasan por el cuello sale con mucha violencia al exterior y nos podría haber manchado.

Antes de subir a casa, mastiqué un chicle especial, contra la halitosis, y me perfumé las manos con un frasquito de colonia que solía llevar en el bolsillo. Mi mujer hablaba por teléfono.

26

La cena transcurrió bien, sin sorpresas, quiero decir. El mundo académico es una comunidad pequeña y mezquina, donde todo el mundo se odia, se teme, o se necesita, quizá se odia y se teme porque se necesita. En todo caso, sus miembros actúan como si se quisieran. Tal como habíamos previsto, el buffet —que fue muy alabado— sirvió para que los círculos se renovaran con frecuencia. Yo procuré permanecer, como siempre, en un segundo plano, ocupándome de que todo estuviera a punto.

Mientras iba de acá para allá con las bandejas o las bebidas, conversaba telepáticamente con el hombrecillo, que, instalado dentro del bolsillo superior de mi chaqueta, no paraba de plantear cuestiones acerca de lo que veía. Procuré evitar, sin resultar grosero, la compañía de Honorio Gutiérrez, el decano de Psicología, aunque pasé varias veces cerca de él cogiendo al vuelo fragmentos de su conversación entre los que brillaban como diamantes expresiones tales como «estados crepusculares», «labilidad afectiva» o «rumiaciones obsesivas». Todas me gustaron para mis artículos. De hecho, la Bolsa era muy lábil desde el punto de vista afectivo, y sus ganancias, por aquellos días, eran crepusculares, lo que había provocado la aparición de un inversor muy dado, como el yerno de mi mujer, a las rumiaciones obsesivas. En algún momento, observando desde la puerta de la cocina la reunión académica, vi el abismo que me separaba de aquel mundo, del mundo en general, y me asombré de haber sido capaz no ya de sobrevivir, sino de medrar en él.

Hacia el final de la cena, y como advirtiera que el propio Honorio Gutiérrez había intentado hacerse el encontradizo conmigo, pensé que continuar evitándolo podría interpretarse como la prueba de que yo padecía algún desarreglo. De modo que tras asegurarme una vez más de que los invitados estaban atendidos, me acerqué a su círculo y presté atención a lo que decía. Pronunciaba en ese instante la expresión «estrechamiento del campo de la conciencia», que también me subyugó y que memoricé para usarla más adelante en mi provecho.

Al cabo de unos minutos, ignoro si por casualidad o porque él llevó a cabo maniobras dirigidas a conseguir ese objetivo, nos quedamos solos, momento en el que se interesó por mi vida. Le dije que trabajaba en casa, como venía haciendo desde que me jubilara, aunque daba también alguna clase de doctorado y dirigía un par de tesis.

—Para obligarme a salir —añadí pensando que tal comportamiento revelaba una actitud mental saludable.

Él aseguró que leía mis artículos (lo que me pareció muy improbable), para perderse enseguida en un laberinto verbal que lo condujo, tras dar varias vueltas, a la insinuación de que a mi edad se producían cambios hormonales y psíquicos que a veces requerían algún tipo de «ayuda», desprendiéndose de sus palabras que estaba dispuesto a proporcionármela. Aunque el hombre había intentado contextualizar su comentario de modo que no pareciera inoportuno, resultó tan inadecuado que él mismo se dio cuenta.

—Perdona si me he metido en lo que no me importa —se vio obligado a añadir al terminar su perorata.

Yo me limité a darle las gracias por su interés, informándole de que por fortuna dormía y comía bien, además de estar lleno de ideas y proyectos personales que en algún momento me habían hecho dudar acerca de si dejar o no las clases.

—Pero ya he decidido que no —añadí con resolución—, pues aunque el contacto con los alumnos me fatiga, creo que me rejuvenece también.

A continuación, tras expresar la alegría que nos había proporcionado su presencia, me disculpé para despedir a unos invitados que emprendían la retirada en ese instante. Como es frecuente en este tipo de reuniones, la iniciativa fue secundada por la mayoría y al poco se habían marchado todos.

Cuando nos quedamos solos, al comentar las incidencias de la noche con mi mujer, me ocupé de resaltar las virtudes de Honorio Gutiérrez, de quien dije que era un hombre muy preparado y perspicaz, lo que pareció tranquilizarla. Después le sugerí que se fuera a la cama, pues la veía muy cansada, mientras yo me ocupaba de recoger el salón, diligencia que ejecuté sin prisas, demorándome en los pequeños detalles, mientras le daba vueltas a la idea de fumarme un Camel antes de retirarme.

Cuando hube llevado las copas, los platos, las bandejas y la cubertería a la cocina, dejándolo todo dispuesto para fregarlo al día siguiente (di un aclarado a los platos y a las copas), salí al pasillo y me dirigí al dormitorio, entreabriendo la puerta con cautela. Una vez hube comprobado que mi mujer dormía profundamente, tomé de mi cuarto de trabajo un cigarrillo, regresé con él a la cocina y lo encendí asomado al patio interior. Aunque la mayoría de las ventanas permanecían apagadas, oculté la brasa, por si acaso, con la palma de la mano, pero fumé sin ansiedad, sin miedo, pues la tensión de las horas anteriores me había provocado un cansancio que favorecía la indiferencia.

Recuerdo cada una de las caladas de aquel cigarrillo de un modo especial. Si cierro los ojos, aún puedo evocar la atmósfera primaveral de la noche, a la que mis sentidos eran tan sensibles como los de un adolescente. Y tampoco he olvidado el retal de cielo con estrellas que se veía al levantar los ojos. Tal era mi grado de ensimismamiento que no advertí la llegada de mi vecina, la de los vinos, a la ventana de enfrente hasta que ella misma me saludó.

—Buenas noches —respondí desencajado por el susto al tiempo que ocultaba la brasa del cigarrillo.

—¿Verdad que da gusto fumar asomado a este patio? —dijo ella.

—En realidad —dije—, yo no fumo.

—Yo tampoco —replicó la mujer riendo con expresión cómplice al tiempo que mostraba su cigarrillo, que, por el olor que desprendía, no era de tabaco.

Sonreí de manera patética, como cogido en falta, y alabé, por cambiar de conversación, los vinos que de vez en cuando nos hacía llegar.

—Precisamente —dije—, hoy han venido a cenar unos colegas de mi mujer que han preguntado más por tus vinos que por mi comida.

—Es que sólo trabajo con calidad —replicó dando una calada.

—Bueno, pues si me perdonas —dije yo—, voy a acabar de recoger la cocina. Buenas noches.

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