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Authors: Juan José Millás

Lo que sé de los hombrecillos (7 page)

BOOK: Lo que sé de los hombrecillos
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Cuando me encontraba paladeando el bebedizo obtenido por la boca del cuarto o quinto hombrecillo que pasaba por los pechos de la mujercilla ovimamífera, se cortó de súbito la comunicación entre el hombrecillo y yo, como si uno de los dos hubiera entrado en una zona de sombra, y me descubrí en mi dimensión de hombre grande, tumbado indecentemente en el diván de mi cuarto de trabajo. Tenía las ingles inundadas de semen y había empapado también el pijama y la bata, pues la cantidad de aquella polución no se correspondía de ninguna manera con mi edad. Por lo demás, la copa de vino se había derramado y el cigarrillo se había apagado en el suelo, dejando una marca en el parqué.

Me sentí sucio y agradecido a la vez. También pleno y vacío. Pero lejos de entregarme al abandono propio de las situaciones poscoitales, me levanté raudo, empujado por un sentimiento de culpa muy propio de mi carácter, dispuesto a borrar las huellas de aquel desliz (de aquellos deslices, si a la práctica del sexo añadimos el consumo de tabaco y alcohol). Limpié todo de forma minuciosa y corrí ligeramente el diván para ocultar la quemadura del parqué. Pensé que en cualquier caso, si mi mujer la descubriera, yo pondría cara de sorpresa, como si para mí mismo resultara también inexplicable. El mundo está lleno de misterios.

Aunque había fumado con la ventana de la habitación abierta, busqué uno de los ambientadores a los que tan aficionada era mi mujer para borrar cualquier huella olfativa. Y mientras realizaba todas estas tareas, evocaba la aventura sexual (y amorosa) recién vivida y volvía a excitarme sin remedio. No lograba que se fueran de mi cabeza la forma de los pechos de la mujercilla ni el bulto de sus pezones dibujándose por debajo de la ropa interior orgánica. Tampoco sus poderosas nalgas ni el agujero de su culo, tan cercano al de su vagina. Mi pene había errado indistintamente de uno a otro sabiendo que ambos conducían a dimensiones fabulosas.

Cuando lo hube recogido todo, me di una ducha larga (masturbándome bajo el agua caliente con el recuerdo de lo que había hecho con la mujercilla), me puse ropa limpia y regresé a mi mesa de trabajo, donde tropecé con el paquete de Camel y el mechero. En mi juventud se decía que la ilustración del paquete, si uno se fijaba bien, representaba a un león sodomizando a un camello y que tal era uno de los atractivos inconscientes de aquella marca. Aunque jamás había prestado atención a esa leyenda porque me parecía una grosería, ahora sin embargo me fijé bien y comprobé que era verdad. Podía distinguir perfectamente al león encaramado a la grupa del camello para consumar la cópula. Tras envolver el paquete de Camel en una cuartilla que pegué con cinta adhesiva, lo escondí en las profundidades de unos de los cajones (el que más papeles tenía), junto al mechero. Luego me puse a escribir el artículo que debía entregar al día siguiente. Saqué adelante un texto pobre, previsible, sobre los últimos movimientos de la Bolsa. Mis intereses estaban en otra parte.

Por la tarde, cuando llegó mi mujer, fui con ella más solícito de lo habitual, como suelen hacer los hombres que se sienten culpables. Ella lo detectó y preguntó si me ocurría algo.

—¿Qué me va a ocurrir? —dije volviendo el rostro, pues aunque prácticamente me había desinfectado la boca para borrar cualquier rastro del vino y el tabaco, temí que mi aliento me delatara.

Tras cenar y ver un rato juntos la televisión, ella decidió retirarse, pues estaba cansada, y yo regresé a mi cuarto de trabajo con la idea de retocar el artículo. Una vez sentado a la mesa, recordé el paquete de Camel escondido en uno de los cajones (y también en las profundidades abisales de mi cerebro) y supe que no podría irme a la cama sin dar al menos un par de caladas. Sólo para tranquilizarme un poco, me dije. Con movimientos clandestinos, por si apareciera de repente mi mujer, rescaté el paquete, lo desenvolví con sumo cuidado y nada más quitarle el papel con el que lo había protegido llegó hasta mi olfato el dulce olor del tabaco rubio, pues las hebras tenían el punto de humedad justo para propagar su aroma.

Con el corazón en la garganta, como si estuviera cometiendo un crimen, cogí un cigarrillo y el mechero y salí al pasillo para comprobar que todo estaba en orden. La puerta del dormitorio se encontraba, en efecto, cerrada y el silencio era total, por lo que supuse que mi mujer estaría ya acostada, quizá incluso dormida. No obstante, y por extremar las precauciones, decidí que sería más sensato fumármelo asomado a la ventana de la cocina, que daba al patio interior. Si mi mujer aparecía de improviso, podría dejarlo caer antes de enfrentarme a ella. Mientras fumaba, vi sombras en el piso de enfrente.

16

El hombrecillo continuaba fuera de cobertura. No habíamos vuelto a establecer contacto desde la última cópula con la mujercilla, hacía ya una semana o más. Tampoco había visto a otros hombrecillos, pese a haber corrido muebles y objetos en su busca. Venían cuando querían y se iban cuando les daba la gana, siempre había sido así.

Entre tanto, la candidatura encabezada por mi mujer había ganado las elecciones en la universidad y yo tenía la impresión de que se arreglaba más que antes para ir al trabajo. Pese a no ser joven, poseía ese atractivo cruel que proporcionan la frialdad y la distancia y del que yo no había sido muy consciente hasta entonces. Delgada, flexible y alta, conservaba las formas de una mujer de menos edad. Desde que conquistara la rectoría, me había sorprendido observándola con un deseo sexual que no formaba parte de nuestro acuerdo matrimonial, de nuestros intereses. Podría parecer que lo que me excitaba era su nueva posición, pero hacía tiempo que los honores académicos habían dejado de significar algo para mí.

No era eso, no. Deduje entonces que el hombrecillo, desde dondequiera que se encontrara —y aun con la apariencia de continuar desconectado—, me empujaba de manera sutil hacia apetitos que habían dejado de formar parte de mi vida. Así, una mañana, mientras mi mujer se duchaba, estuve espiándola, observando su silueta a través de la mampara del baño, preso de una excitación insana, que me distraía de los asuntos que siempre había considerado principales.

Algunas mañanas, después de que se fuera a la universidad, abría el cajón de su ropa interior, la sacaba, la disponía sobre la cama y disfrutaba con el tacto de sus sujetadores y sus bragas. Siempre se había vestido con elegancia, también por dentro. Si hubiera sido una mujercilla, su lencería habría tenido vida, como las alas de las libélulas o las hojas de los árboles. Luego, encendía un cigarrillo que fumaba asomado al patio interior, para que la casa no oliera. Ya no podía prescindir del tabaco, ni del vaso de vino de media mañana. Pero ignoraba si hacía todo aquello por mí o por el hombrecillo, pues si bien era evidente que nos habíamos convertido en dos, al mismo tiempo, de forma misteriosa, seguíamos siendo uno.

Un día vinieron a cenar la hija de mi mujer y su marido, con la niña, Alba. Habían dejado al bebé en casa, con una cuidadora, para que «no se descentrara». En la cocina, mientras yo preparaba la ensalada, el yerno de mi mujer comentaba con preocupación los últimos movimientos de la Bolsa (mi mujer, su hija y la niña se encontraban en el salón). Dijo que la veía errática y yo apunté que en el corto plazo ése era el comportamiento natural de la Bolsa.

—En el día a día —añadí— no hay nada más parecido a la ruleta. A veces, a la ruleta rusa, por eso atrae a toda clase de especuladores y ludópatas.

Me sorprendió su gesto de decepción, como si no conociera una verdad tan palmaria. Quizá, pensé con inquietud, estaba llevando a cabo inversiones arriesgadas. La conversación continuó por estos lugares comunes mientras yo atendía a los pormenores de la cena (había preparado unas vieiras que llevaban unos minutos en el horno, gratinándose), hasta que fui atacado por una fantasía sexual. Digo que fui atacado porque sentí que entraba en mi cabeza como un cuchillo en una sandía, sin que yo hubiera puesto alguna voluntad en ello y sin que pudiera defenderme de su penetración.

En la fantasía, mi mujer y yo nos encontrábamos solos sobre la alfombra del salón. Los dos estábamos desnudos y los dos permanecíamos a cuatro patas, olisqueándonos nuestras partes, como perros. Dada su delgadez y su postura, las líneas de su cuerpo evocaban las de una letra de cualquier alfabeto. Sus nalgas, a diferencia de las de la mujercilla, no se abrían en dos formaciones carnosas al terminar los muslos, sino que eran una mera continuación de ellos. Pese a todo, resultaban muy deseables también, pues parecían unas guardianas débiles e inexpertas de las entradas del culo y la vagina. En esto, mi mujer me pedía que le introdujera letras por el culo. Yo aplicaba mi boca a él y recitaba lentamente el alfabeto: a, be, ce, de, e, efe... Y aunque no se puede hablar en mayúsculas o en minúsculas, lo cierto es que las que salían de mi boca eran minúsculas porque las letras, como los hombres, tenían también dos versiones de sí mismas (¿por qué no los números, me pregunté?). Las letras minúsculas se perdían pues en el interior de su cuerpo como murciélagos en las profundidades de una cueva y al poco comenzaban a salir por su boca formando palabras (tabaco, vino, jugo, sexo, etc.) que yo lamía de sus labios como el que lame la miel de un panal.

La fantasía alcanzó tal grado de realidad que el yerno de mi mujer, viendo que hacía aquellos movimientos con la lengua, preguntó si me pasaba algo.

—No es nada —dije—, perdona un momento.

Y salí de la cocina en dirección al cuarto de baño, donde continué tragándome las palabras (y ocasionalmente alguna frase) que salían de la boca de mi mujer, adonde habían viajado misteriosamente desde el culo. Sobra decir que no tuve más remedio, para aliviar la erección, que masturbarme. Pero lo resolví rápido, de modo que cuando regresé a la cocina las vieiras estaban en su punto. El yerno de mi mujer picaba distraídamente unas almendras de un plato de cristal con forma de hoja de parra.

Tras la cena, la niña quiso que fuéramos a mi despacho y que nos asomáramos con la linterna al hueco que habíamos descubierto detrás del cajón de la mesa. No se veía nada.

—¿Es verdad que esto es un criadero de hombrecillos? —preguntó.

Le respondí que no y se quejó de que sólo unos días antes le hubiera dicho lo contrario.

—Fue por gastarte una broma —dije.

La niña se mostró entre decepcionada y aliviada. Luego, nuestras miradas se encontraron fatalmente, como si estuviéramos desnudos el uno frente al otro. Jamás me había sentido tan al descubierto. Tampoco ella, creo. Entonces, casi sin querer, le pregunté si veía hombrecillos. Tras un parpadeo, se echó a reír.

—¡Qué voy a ver hombrecillos! —dijo corriendo a la cocina, donde sus padres y mi mujer discutían acerca de la bondad de los cultivos ecológicos. Para mi gusto, me acosté tarde.

17

Me desperté a las tres de la madrugada, en mi cama individual, pues desde hacía algún tiempo dormíamos en lechos separados. Mi mujer había resuelto el asunto con increíble celeridad: fue a los grandes almacenes, eligió dos camas muy sencillas, un poco bajas para mi gusto, y lo arregló todo para que quienes las trajeron se llevaran la antigua, incluido el colchón. Yo, avergonzado como estaba por la situación que había provocado aquellos cambios, no me atreví a oponer ninguna resistencia. Lo cierto era que me costaba coger el sueño en aquella cama propia. Y, una vez cogido, duraba poco. La cama de matrimonio resultaba más confortable, gracias entre otras cosas al cuerpo de mi mujer, cuya temperatura era muy regular. También me gustaba su olor (siempre se perfumaba antes de acostarse) y el tacto de los tejidos de sus pijamas. Los excesos me habían expulsado de aquel paraíso.

Me desperté, decía, a las tres de la mañana y estuve dándole vueltas de nuevo a la idea de abandonar las clases de la facultad. Me pesaban demasiado, me aburrían, quizá yo hubiera empezado a aburrir también a los alumnos. Como el sueño no regresara, me levanté sin hacer ruido, fui al salón, y estuve buscando hombrecillos sin ningún resultado. Luego me senté e intenté establecer comunicación telepática con ellos, también sin éxito. Les pregunté por qué iban y venían, por qué habían confeccionado ese doble de mí, ahora fuera de cobertura, por qué me creaban complicaciones que no sufrían, en apariencia al menos, el resto de mis contemporáneos. Permanecí a la escucha, por si se produjera alguna voz en el cerebro. Pero no hubo nada.

De súbito, al venirme a la cabeza la posibilidad de fumar, voló de golpe el desasosiego. Fui a mi despacho, saqué el paquete de donde lo había escondido y extraje lentamente un cigarrillo que olí antes de llevármelo a los labios. No era probable que mi mujer se despertara, jamás lo hacía a media noche, de modo que fumé tumbado en el diván (ya ventilaría la habitación más tarde), llevando el humo hasta lo más hondo de las regiones pulmonares y liberándolo despacio. A ratos observaba los dibujos de la columna de humo y a ratos cerraba los ojos para multiplicar la sensación de paz interior.

En esto, una de las veces que cerré los ojos aquí, los abrí en otro lugar, como si me encontrara en dos sitios a la vez, en uno con los ojos abiertos y en el otro con los ojos cerrados. Fue tal el vértigo, que volví a abrirlos enseguida para comprobar con alivio que me encontraba en mi despacho, tumbado en mi diván, fumando lentamente un cigarrillo. Prevenido por la experiencia anterior, los cerré de nuevo para ver qué ocurría y sucedió lo mismo: que los abrí en otro sitio, en otra habitación, quizá en otro mundo. La habitación era un dormitorio de muebles oscuros muy de mi gusto, pues parecían sólidos y antiguos. Era de noche también, ya que podía ver al otro lado de la ventana, que tenía forma de ojiva, una luna en cuarto creciente que iluminaba parte de la habitación. ¿Quién soy aquí?, me pregunté desde la cama, pues estaba acostado.

Enseguida comprendí que «aquí» yo era el hombrecillo, con el que había entrado en contacto de nuevo de manera gratuita, sin saber el porqué, como siempre. Cuando digo que yo era el hombrecillo, conviene entenderlo literalmente, pues en ese momento no sentí otra división que la física. El hombrecillo y yo éramos de nuevo un mismo Estado compuesto por regiones separadas. Yo era él y supuse que él era yo, pues no percibí que su mente trabajara en esos momentos de manera autónoma respecto de la mía. Deduje enseguida que me encontraba en el mundo de los hombrecillos porque todos los muebles estaban proporcionados a mi tamaño.

Con el temor a perder de nuevo la cobertura, me incorporé despacio, sin realizar un solo movimiento brusco, abandoné la cama y me dirigí en mi versión de hombrecillo a la ventana de la habitación, desde la que a la luz de la luna observé la calle, que tenía el encanto medieval del casco antiguo de las ciudades centroeuropeas. Cada vez que pestañeaba, regresaba a mi versión de hombre grande, en la que, tumbado sobre el diván de mi cuarto de trabajo, fumaba un Camel cuyos efectos narcóticos se manifestaban también, con una violencia sorprendente, en mi versión de hombrecillo.

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