Read Lo que sé de los hombrecillos Online
Authors: Juan José Millás
Hubo luego unos días de calma chicha familiar, sin hombrecillos. El domingo, como era habitual, vinieron a comer la hija de mi mujer y su marido, con los niños (una cría de seis años y un bebé). El marido, economista, trabajaba en un banco. Mientras yo preparaba la ensalada, él, sentado a la mesa de la cocina, con el bebé en brazos, me hacía partícipe de sus preocupaciones. Había aconsejado mal a un cliente importante que ahora pedía su cabeza a la dirección. La responsabilidad era suya por no haber calculado los riesgos y no haber tenido en cuenta el perfil inversor del cliente, pero también del banco, que cuando necesitaba liquidez presionaba a los empleados para que captaran dinero con productos financieros en los que con frecuencia había algo de improvisación.
Me pareció que esperaba mi consejo, pero me limité a decir cuatro generalidades que cualquier inversor experimentado conocía de sobra. No me gustaba influir en cuestiones tan delicadas. En general, detesto dar consejos (y recibirlos). Tuve, por otra parte, la impresión de que el hombre estaba sobrepasado por la situación familiar (el bebé había sido producto de un descuido) más que por la laboral.
Mientras limpiaba la lechuga, salió de entre sus rizos una tijereta increíblemente ágil, pese a que había estado en la nevera. Me asusté y retiré la mano violentamente. Luego sonreí.
—Nada, un bicho —dije, volviéndome, al yerno de mi mujer, que se había sobresaltado con mi gesto.
Llegado que hube al corazón de la lechuga, encontré también un caracol pequeño y roto. La textura de su carne me recordó a la de los hombrecillos.
—Si no limpias bien las verduras, te comes cualquier cosa —sentencié en voz alta, mostrando el caracol.
Luego, al romper los huevos cocidos y retirarles la membrana, me asombró, como siempre, el talento económico de ese producto biológico. Andaba desde hacía meses detrás de escribir, medio en broma, medio en serio, un texto acerca de las virtudes financieras del huevo de gallina. Pero era preciso sortear muchos tópicos antes de alcanzar alguna idea original. Había demasiados análisis de la evolución biológica volcados sin criterio alguno en el ámbito económico. En fin, que me daba pereza abordar el asunto sin que dejara por eso de atraerme.
De repente, frente al huevo cocido (un óvulo cocido, reflexioné), sentí una especie de invasión de lo biológico que me turbó. Yo era biología. El yerno de mi mujer y su bebé, al que en esos momentos acunaba, eran también dos sucesos biológicos. Mi mujer y su hija, y Alba, la pequeña de seis años, que conversaban en el salón, eran asimismo ocurrencias biológicas. La lechuga era un hallazgo biológico. Pero la cáscara de todo eso (quizá también su entraña) parecía económica. Estaba a punto de atrapar una idea interesante cuando el yerno de mi mujer se interesó por mis clases de la facultad.
—Estoy un poco harto —dije—, quizá las deje.
—¿Y eso? —preguntó acunando al bebé.
—No sé, los alumnos no me interesan, ni yo a ellos. No me estimulan intelectualmente. Cada año vienen menos preparados, menos curiosos, más acomodaticios.
Entonces el bebé se puso a llorar.
—Es la hora del pecho —dijo él levantándose para ir al salón.
Al quedarme solo abrí el horno para ver cómo iba el cordero (más biología), y aunque lo había revisado antes de encenderlo para cerciorarme de que no había ningún hombrecillo en su interior, pensé con inquietud en la posibilidad de que alguno hubiera podido caer en el asado, cuya base era de patata y cebolla. ¿Qué pasaría si al servir la carne alguien encontrara en su plato un hombrecillo? ¿Lo apartaría educadamente, sin decir nada, como cuando se retira un pelo de la sopa, o lo señalaría con espanto?
Aunque no era en absoluto responsable de la existencia de los hombrecillos, imaginé que los rostros de los comensales se volverían acusadoramente hacia mí. Preocupado por este asunto, y aunque el cordero no estaba hecho del todo, saqué la bandeja y lo revisé para comprobar que no había ninguna irregularidad. No vi a ningún hombrecillo, pese a que levanté las piezas de carne y revolví con cuidado la base.
Efectuado el examen, introduje de nuevo la bandeja en el horno y me dirigí al salón para incorporarme a la reunión familiar. Poco antes de llegar, me pareció que hablaban en voz baja, como si temieran que pudiera oírles, de modo que permanecí oculto junto a la puerta unos instantes. La hija de mi mujer daba el pecho al bebé (más biología), al tiempo que su marido comunicaba a ambas que, en efecto, yo parecía dispuesto a abandonar las clases de la facultad, lo que mi mujer escuchó con expresión de disgusto. En esto, fui sorprendido por Alba, la niña mayor, y entré en el salón fingiendo no haber oído nada.
—En media hora está el cordero —dije.
Después de comer jugué un poco con la niña. Le encantaba que la llevara a mi despacho, lleno de objetos y fetiches antiguos por cuya historia se interesaba vivamente. Por lo general daba respuestas razonables a sus preguntas, pero a veces me complacía en hilvanar historias fantásticas sobre el origen de aquello o de lo otro. La niña tenía una memoria sorprendente y me corregía cuando le ofrecía una versión distinta a la escuchada la semana anterior. En esto, se acercó al cajón de arriba de mi mesa y lo abrió para curiosear dentro.
—Lleva cuidado —dije—, que ahí hay un criadero de hombrecillos.
Aunque se mostró incrédula, cuando saqué el cajón del todo para satisfacer su curiosidad, descubrimos en el contrachapado del fondo un agujero que parecía conectar con una grieta de la pared.
—¿Lo ves? —añadí alumbrando la grieta con la linterna.
Cuando se fueron, mi mujer se mostró un poco preocupada por «los chicos».
—Saldrán adelante —dije yo.
—Ojalá —añadió ella. Y eso fue todo.
Aquel día mi mujer se encontraba de viaje, así que decidí quedarme un rato en la cama después de que sonara el despertador, que apagué a tientas, alargando el brazo. Al poco, me quedé dormido de nuevo y soñé con el embrión de un pollo en el interior de su huevo. De alguna manera inexplicable, yo me encontraba también dentro del huevo, por lo que me era dado asistir al espectáculo de la multiplicación de las células, que asociándose en diferentes grupos iban formando cada uno de los órganos del ave. Pensé, dentro del sueño, que las frases de un discurso se formaban de un modo semejante, aunque por asociación de palabras, en vez de células.
Durante las tres semanas que dura la gestación, el pollo no recibe ningún nutriente de fuera. Él es su propia despensa, crece a costa de sí. En cuanto al oxígeno, lo toma en parte de la cámara de aire formada entre la membrana y la cáscara, en uno de los extremos, y en parte del exterior, a través de los 7.500 poros que posee el huevo. Aquella información, leída antes de irme a la cama en una revista, había actuado sin duda como el resto diurno generador de la materia onírica. En el fondo, era un modo más de indagar acerca de las relaciones entre biología y economía. Si continuaba dándole vueltas al asunto, tarde o temprano encontraría un vínculo original entre una cosa y otra. Mi cabeza funcionaba así. Soñaba muchos de mis artículos antes de escribirlos.
En esto, sufrí uno de esos pequeños episodios catatónicos que se traducen en que quieres hablar o moverte y no eres capaz de hacerlo, pues los músculos no te responden. Por lo general, producen angustia, pero yo los sufría con cierta frecuencia y encontraba en ellos un punto de placer si no se prolongaban demasiado. Propiamente hablando, en tales estados no estás dormido, aunque tampoco despierto. Se dan al amanecer, sobre todo si en vez de levantarte cuando suena el despertador, haces un poco de pereza entre las sábanas. Tal era mi caso.
Sentí unos golpecitos, como de pasos, en el pecho, pues me encontraba boca arriba, aunque no podía abrir los ojos para ver de qué se trataba. Finalmente, logré levantar un poco los párpados y distinguí a tres o cuatro hombrecillos a la altura de mis tetillas, muy atareados en algo que no conseguí averiguar. Quise hablarles para preguntarles qué hacían en mi pecho, pero aunque era capaz de formular la frase con el pensamiento no lograba articularla con la boca, pues ni la lengua ni la mandíbula me respondían. Entonces uno de los hombrecillos se dirigió a mí por telepatía.
—Procura no moverte —dijo.
—No me moveré —respondí también mentalmente, como si estuviera dispuesto a hacer alguna concesión—, pero dime qué hacéis.
—Estamos fabricándote un doble de nuestro tamaño —añadió—. Hemos tomado una pequeña porción de cada uno de tus órganos para completarlo.
—¿De dónde me habéis quitado la piel? —pregunté absurdamente.
—Del muslo —dijo—, nadie lo percibirá. Por lo demás, con un trocito de riñón, otro de hígado, otro de páncreas, etcétera, hemos construido unas vísceras diminutas y perfectas.
—¿Y los ojos? —insistí.
—Era lo más delicado —respondió—, pero ya hemos tomado una fracción de cada una de sus partes; los tendrás enrojecidos varios días, usa gafas de sol.
—¿Y el cerebro?
—No te apures —me tranquilizó—, hemos tomado porciones tan pequeñas de sus diferentes regiones que no notarás nada, quizá alguna dificultad para pronunciar la erre, así como insignificantes molestias motoras durante los primeros días.
Tranquilizado por las palabras del hombrecillo, ya no intenté moverme. Incluso cerré la rendija que había logrado abrir con tanto esfuerzo entre los párpados. Pasado un rato pregunté telepáticamente al hombrecillo si ese doble mío en cuya construcción se afanaban sería una especie de hijo. Por unas u otras razones no he sido padre, de modo que la idea de alumbrar una réplica de mí no me resultaba del todo declinable. Pero me dijo que no, que no se parecería en nada a un hijo, pese a estar hecho de mi carne y de mi sangre.
—Tampoco —añadió— será exactamente un doble, aunque antes lo he llamado así; será idéntico a ti porque será una extensión de ti; aunque separados, formaréis parte de la misma entidad. Los dos seréis uno, aunque resulte difícil de entender.
—Hay naciones constituidas de ese modo —dije tratando de ayudarle.
El hombrecillo, sin abandonar su trabajo, emitió una especie de "mmm", como si estuviera y no estuviera de acuerdo con la comparación.
Pasados unos segundos me preguntó desde cuándo veía hombrecillos. Le dije que los había visto por primera vez de pequeño, pero que desaparecieron en torno a los diez u once años y no volvieron a manifestarse hasta pasada la juventud. Desde entonces, había vuelto a verlos con cierta regularidad, sin saber de qué dependían sus visitas.
—Típico —dijo él—, ¿le comentaste a alguien la experiencia?
Le dije que no, pues intuía que no debía hacerlo, y evoqué mis primeros contactos con ellos durante la infancia, tan remota. Una vez, al abrir el armario del colegio donde guardábamos los abrigos, sorprendí a uno sacando una galleta del bolsillo de una bata. Me miró sin intención de huir y yo cerré, asustado, la puerta. Al volverla a abrir un instante después ya no estaba. Los había visto también dentro de los zapatos de tacón de mi madre y en el cajón de su ropa interior, con la que jugaba cuando mis padres estaban fuera de casa. Un día sorprendí dentro de ese cajón a tres hombrecillos que tampoco mostraron intención de huir. A medida que hacía memoria, llegaba a la conclusión de que incluso durante aquellos años había estado familiarizado con los hombrecillos más de lo que recordaba.
—Es muy común —dijo el hombrecillo, siempre telepáticamente, desde mi pecho.
Luego subió hasta la barbilla, atravesó mi rostro y me levantó un poco el párpado derecho para hacer alguna comprobación en el iris, dando así por terminado el trabajo.
—Ahora conviene que descanses un par de horas antes de levantarte —dijo.
Desperté al mediodía. Abrí los ojos, miré a mi alrededor y distinguí sobre la mesilla de noche a un hombrecillo idéntico a mí. Comprendí enseguida que era yo no sólo porque fuéramos iguales, sino porque, pese a estar separados, formábamos una unidad extraña, difícil de explicar. Yo veía por sus ojos, del mismo modo que él por los míos. Y si yo tragaba saliva, ésta llegaba tanto a su estómago como al mío, pues no eran dos estómagos diferentes, sino el mismo, aunque permanecieran separados. Su cerebro y el mío funcionaban de hecho como un cerebro único que procesaba sin dificultad lo que veían los dos pares de ojos de los que éramos propietarios. Volví a acordarme de aquellas naciones compuestas por territorios alejados entre sí, esta vez para explicarme la situación a mí mismo. Curiosamente, me respondí también con un "mmm".
El hombrecillo iba vestido como el resto de los de su clase: con traje gris, camisa blanca, corbata oscura y un sombrero de fieltro, también gris, con una cinta negra. Supe, al cogerlo entre mis manos, que aquel atuendo formaba parte de su cuerpo, es decir, que el traje era de carne y la camisa era de carne y la corbata era de carne y el sombrero era de carne. Pensé que esta solución biológica resultaba a la vez económica (la ropa no se gastaba, por lo que tampoco era preciso reponerla) e higiénica (te podías duchar vestido, en realidad no tenías otro remedio). Al hombrecillo no se le notaba ninguna costura lo miraras por donde lo miraras; en la cara interna de mi muslo derecho había, en cambio, una herida provocada por la ausencia de un pequeño cuadrado de epidermis.
Tras depositarlo de nuevo sobre la mesilla de noche, fui al cuarto de baño para aliviar la vejiga y comprobé al verme en el espejo que tenía los ojos irritados y sanguinolentos, como cuando sufres un derrame. Por cierto, que pronuncié la palabra «derrame» en voz alta y comprobé que tenía, en efecto, algún problema con la articulación de la erre. Por lo demás, al caminar me iba ligeramente hacia el lado derecho, pero tras recorrer el pasillo un par de veces en ambas direcciones, supuse que en unos días, a poco que me esforzara, recuperaría el equilibrio anterior, pues la alteración no resultaba exagerada. Se podía disimular de hecho fingiendo una pequeña molestia en el pie.
Y mientras yo me hacía cargo de todas estas novedades, mi doble diminuto permanecía sobre la mesilla de noche del dormitorio, explorando los alrededores de la lámpara de lectura y revisando los títulos de los libros que almacenaba allí. Yo, desde el cuarto de baño, veía lo que veía él sin dejar de ver lo que veía yo. Nuestros cerebros organizaban toda aquella información sin que se produjera interferencia alguna entre la mirada del hombrecillo y la mía, o entre sus pensamientos y los míos, porque todo era simultáneamente suyo y mío (también a él le llegaba, por supuesto, la información de lo que hacía yo en el cuarto de baño).