Authors: Carlos Ardohain
Los llamaremos X e Y en lugar de hacerlo por sus verdaderos nombres, ya que de a poco fueron perdiendo esa marca de identidad que refiere a un individuo en relación con la sociedad a la que pertenece, y también porque, a lo largo del tiempo, se fueron cargando de un valor simbólico análogo a los elementos de una ecuación, de una fórmula. Podríamos decir que, puestos a funcionar como coordenadas, les resultaba gratificante que en la proyección de sus direcciones se dibujaran parábolas o curvas de interpretación diversa.
Diremos también que, de algún modo remoto, en cada uno de ellos dominaba una fuerza distinta, ascencional en uno, horizontal en el otro. Que la combinación de ambas diera como resultado la estructura de la cruz sería, quizá, la razón que los hacía sentirse complementarios.
Tenían muchas cosas en común, se conocieron trabajando en una agencia de publicidad como redactores, los dos escribían y querían publicar, alguna vez lo habían hecho. Luego de participar en cuanto concurso tuvieran ocasión, habían logrado editar un libro de cuentos cada uno, resultado de un premio en España (Equis) y de un premio en Argentina (Igriega). Pero eso no bastaba para ser considerados como escritores y nunca llegaron a insertarse en el medio literario, no conocían a nadie y eran renuentes a relacionarse socialmente. Ambos eran lectores empedernidos, idealistas y levemente melancólicos, y a través de los trabajos, las relaciones comunes y los años se fue tejiendo entre ellos una amistad que creció con calma. Nunca les fue demasiado bien en la actividad publicitaria, quizá por tener demasiados escrúpulos o poca ambición, o por estar ideológicamente en las antípodas de los intereses que generan esa misma actividad y le dan sentido. Algunos de sus antiguos compañeros llegaron a ocupar altísimos cargos en agencias internacionales o a fundar la propia; ellos, en cambio, después de rotar por varias agencias decidieron trabajar de manera independiente y poco a poco se fueron desconectando del medio.
Equis estaba casado con su mujer de toda la vida, no tuvieron hijos pero habían logrado mantenerse unidos a pesar de las crisis y los problemas. Por el contrario, Igriega era divorciado, y tampoco tenía hijos. Luego de su experiencia conyugal ni se le ocurría ir más allá de relaciones ocasionales, ir más allá implicaría volver a comprometerse: entregarse, término que lo remitía a circunstancias de crónica policial.
A veces se juntaban algún día del fin de semana para caminar sin rumbo, tomar una ginebra en algún bar vetusto, recorrer barrios marginales, «peinar la periferia», para decirlo con una expresión del argot que les gustaba. En esas ocasiones, si bien no sacaban fotos, ya que no era conveniente exhibir cámaras en esos lugares, registraban todo lo que veían y oían; eran como cazadores buscando modismos, personajes, escenas; todo lo atesoraban para utilizarlo como material de posibles historias. Una tarde habían cruzado el riachuelo hacia el sur hablando de bueyes perdidos, caminaron tres o cuatro cuadras por la avenida cuando de pronto pasaron frente a la entrada de una galería. Uno de ellos reparó en el interior: parecía una caverna, inmersa en una semipenumbra que crecía hacia el fondo para terminar en una sombra que volvía impreciso el final. Algunos locales estaban cerrados y otros despedían una luz indecisa, en el medio del pasillo se destacaba un cartel que anunciaba en letras naranjas:
Tarot
. La recorrieron curiosos, les divirtió la precariedad del local de la tarotista (no vieron a nadie adentro, pero prefirieron imaginarla mujer, tal como debía ser una pitonisa). Tenía en la vidriera una cortina de tela barata un poco mugrosa que impedía ver el interior que sí se podía vislumbrar por la puerta: un escritorio de caña con imágenes del rito umbanda y de cultos populares, entre las que sobresalía el Gauchito Gil, dos sillas, una de cada lado del escritorio, y un afiche con un mandala pegado en la pared. Un fuerte aroma a sahumerio y una higiene no muy estricta completaban el cuadro. En los otros locales funcionaban una agencia de quiniela, una peluquería, una sastrería y un negocio de venta de teléfonos celulares. El resto de los locales estaban cerrados, aunque más bien parecían abandonados. Estar dentro de esa galería contagiaba un raro sosiego, parecía un espacio ajeno a toda pretensión. Cuando salieron de ahí y caminaban en dirección al puente, Equis le hizo una propuesta en broma a Igriega:
—¿Y si alquilamos un local y ponemos una agencia de investigaciones? Siempre quise ser detective privado, y este es el lugar ideal.
Igriega se rió de la ocurrencia de su amigo y no dijo nada, pero se quedó pensando. Una cuadra después tomaban el colectivo en dirección a la capital.
Durante los días que siguieron, Igriega tuvo la broma de Equis dándole vueltas en la cabeza, lo de la agencia de investigaciones no le resultaba una idea tan loca, después de todo. El lugar era un despropósito para conseguir clientes, pero quién podía saberlo con certeza, conocía estadísticas que indicaban que en los barrios más humildes tenían éxito productos o emprendimientos que no parecían destinados a ese segmento del mercado. También a él lo atraía la actividad: investigar vidas ajenas, meterse en la trama de conflictos de traiciones, engaños, estafas, algún robo importante o hasta la desaparición de una persona. Además un alquiler en esa galería no podía ser muy caro, podrían hacer la prueba durante seis meses o un año sin necesidad de dejar de lado sus actividades habituales, turnarse para ir al local un día cada uno y llevar una doble actividad hasta ver si la cosa funcionaba. De paso, mientras esperaban clientes, podrían usar ese espacio y ese tiempo para escribir, tenerlo como un lugar de trabajo con las palabras, hasta que llegara el trabajo con las cosas o las personas.
Deberían pensar un nombre para la agencia, imprimir tarjetas, poner un teléfono y una computadora con Internet y publicar avisos en algunos medios muy bien elegidos. Pensaba que no tendrían que usar armas ni nada de eso, de manera que no habría necesidad de trámites de permiso de portación ni ninguna de esas cuestiones que pudieran relacionarlos con la policía. Lo mejor sería ejercer la actividad con discreción. Dedicarse a encontrar la carta robada, lo que otros buscan sin resultado. Además tenían como sustrato pericial la incesante lectura de novelas policiales que ambos habían practicado durante décadas. Le parecía que eran aptos para eso, que estaban entrenados en el tipo de percepción que hacía falta.
Hablaría con Equis para decirle que la idea de la agencia de investigaciones le parecía buena, que probaran, tal vez podían llamarla X-Y o algo por el estilo. Él podía llevar un escritorio y una lámpara de pie y hasta una lámina de un cuadro de Edward Hopper.
¿Hopper? Me encanta Hopper, hay un cuadro de él que inspiró a Hemingway a escribir ese cuento tremendo: «Los asesinos». Dale, me parece que tiene mucho que ver. La compu la pongo yo, tengo una que ya no uso pero anda bien y tiene disco de 80. Entonces lo hacemos, mañana llamo para averiguar el precio del alquiler y te cuento. Yo puedo conseguir la garantía. Le damos una mano de pintura si hace falta. También tenemos que poner el cartel en la puerta de vidrio, como corresponde, ¿no? X-Y me parece muy bien, es atípico, sugiere algo profesional. Yo pondría algo en la vidriera, para tapar, para que tenga un aspecto más privado, de oficina, ¿te parece? Pero nada de esa boludez de la botella de whisky en el cajón del escritorio, ¿eh? Conducta, compañero. De paso, como vos decís, aprovechamos los ratos muertos para escribir. Sí, podemos ir un día cada uno y dejarnos en la compu un resumen de lo que pasó para que el otro lea al día siguiente. El sábado también, sí, es un día especial y a veces pasan cosas distintas de lo habitual, puede entrar alguien, nunca se sabe. Buena idea, ponemos una biblioteca para tener libros a mano, podemos tener ahí toda la colección de policiales, de paso es material de consulta. No, ya sé, lo que más va a caer es seguimiento de parejas infieles, búsqueda de personas perdidas, cosas así, pero bueno, ya veremos. Claro, lo mejor es tomar un período de prueba, seis meses o un año: si no va, cerramos y chau, ¿qué problema hay? Total con este sistema de ir día por medio podemos seguir haciendo nuestras cosas. No vamos a quemar ninguna nave. Cuando le comenté la idea a mi mujer me miró raro, pero ya está acostumbrada, dice que con vos nos dedicamos a buscar lo torcido. No está mal, parece un slogan para la agencia. Sí, podemos ir pensando en el texto de los avisos y dónde publicarlos; en Internet desde ya, ¿y en los diarios?, ¿la gente mira esas cosas? Yo puedo hablar con Gómez Pardo, por ahí conseguimos que nos hagan una nota de una página en alguna de las revistas en las que labura, eso trae un efecto rebote que no se puede prever. Esperá que cierro la ventana, se levantó un viento de la san puta y se me está volando todo. Ya está. Como te decía, creo que la nota la consigo, pero tiene que ser cuando tengamos todo armado, me imagino una foto de los dos en la oficina medio en penumbras. Sí, es un poco cinematográfico, pero estamos hablando de publicidad. No, armas no, mantengámonos lejos de eso. No hace falta para nada. Me parece que tenemos que venderlo como una agencia de búsquedas, de investigaciones, pero algo intelectual, abstracto, no sé cómo decirte, que la violencia quede de lado, que no se asocie a eso. Así seríamos diferentes a esos tipos que fueron canas y ahora se dedican a esto. Esa onda no me va, no, ya sé que a vos tampoco, por eso. Claro, una cosa más científica, X e Y, justamente. Bueno, quedamos así entonces: yo averiguo lo del alquiler y te cuento, mientras tanto sigamos pensando cómo seguirla. Dale, hablamos. Un abrazo.
Quién sabe qué buscaban, qué pensaban encontrar en esa galería que era una sucia hendidura en la avenida y a ellos les evocaba remotamente un vientre de ballena, un pasaje a otro tiempo, una mina de yacimientos agotados. Pero es indudable que hubo algo en la luz de ese pasillo, en el abandono descuidado de los locales, en la precariedad de lo que debería ser atractivo, algo de todo eso tocó una fibra en ambos, los inquietó y les hizo nacer el proyecto de instalarse ahí para internarse en una aventura textual. Y lo hicieron: alquilaron el local, pusieron teléfono y llevaron los pocos muebles, la computadora, los libros y la lámpara de pie. También la lámina de Hopper, que resultó ser un grabado en blanco y negro llamado
Sombras nocturnas
. Una imagen muy potente en la que se ve, en un encuadre cenital, a un hombre caminando solo por la ciudad de noche, amenazado por una enorme sombra negra que cruza en diagonal por delante de él; está llegando a la esquina y camina decidido, no sabe si podrá atravesar esa sombra que parece un tajo o un abismo, pero avanza. Una estampa llena de misterio e inquietud. A Equis le costó creer que Igriega no la hubiera buscado a propósito para ese local, para esa ocasión. Pero luego creyó recordarla en la casa de Igriega, en el escritorio donde escribía y trabajaba. Solo que recién ahora parecía verla por primera vez. La colgaron en un lugar preferencial, una ubicación en el que el posible visitante o cliente no pudiera dejar de advertirla.
No había pasado un mes de aquella conversación telefónica en que decidieron poner en marcha la sociedad y ya estaban instalados en la galería, habían mandado a imprimir tarjetas que decían en letras romanas:
X e Y
, y un poco más abajo en tipografía menor y centrada debajo del nombre, una leyenda que decía:
Consultores en investigación
. Era un poco rebuscado pero les pareció mejor que poner
Agencia de investigaciones
o algo así, no querían parecer detectives de ficción. Habían hablado con un muchacho de un taller gráfico del barrio que vendría el lunes siguiente a poner el nombre en la puerta de vidrio y consiguieron una mampara de madera que cubría casi toda la vidriera dándole un aspecto de revestimiento, un poco serio, pero en opinión de ambos bastante adecuado.
Los vecinos de los otros locales los miraban con curiosidad, la única que vino a saludarlos fue la tarotista, que era una mujer, como ellos pensaron. Tendría unos cuarenta y cinco años, de figura algo rolliza y el pelo de un rubio sospechoso. Se presentó y les auguró éxitos, dijo llamarse Tamara y los trató de colegas, ya que ellos investigaban en lo material y ella en lo espiritual, terminó de decir esto y soltó una carcajada que resonó en todo el pasillo de la galería, vacía a esa hora.
Equis se quedó hablando con ella mientras Igriega se disculpó y entró al local a ordenar la biblioteca. Cuando estaba poniendo los libros en los estantes tuvo la impresión de que iba a estar a gusto ahí, ya empezaba a sentir el lugar como propio. Estuvo un buen rato hasta terminar, y con la biblioteca armada, el cuadro colgado y el escritorio y la lámpara ubicados en su sitio, el local empezaba a ser un lugar habitable. Después caminó despacio, se sentó y puso los pies encima del escritorio, miró alrededor y sonrió.
Había un sonido de agua que venía de algún lado, debía ser un arroyo o un manantial y decidió seguir el rumor para ver de dónde provenía, quería encontrar el curso de agua, ¿o sería un mantra que alguien estaba cantando? En el fondo del sonido se oía algo como un eco metálico, una vibración producida por el aire que pasaba a través de una membrana. Estaba oscuro y tenía miedo de tropezar con algo, con una raíz o con los pies de alguien que estuviera durmiendo con las piernas estiradas: apartaba las ramas como si fueran brazos, quería llegar al origen del sonido, entender de dónde provenía y para eso tenía que pensar correctamente, no apartarse de la conciencia de ser. Pero otra vez algo le tocaba los pies, tuvo miedo de nuevo, podría ser algún animal desconocido, se agitó un poco, sintió otra vez el contacto y abrió los ojos, vio a Equis que le estaba sacudiendo el pie y le decía sonriendo:
—Che, te dormiste, ¿tardé mucho? Esta Tamara es macanuda, me voy a hacer tirar las cartas con ella, ¿vos querés? Así tenemos un pronóstico de cómo nos puede ir acá. Está quedando bueno esto, ¿no?
—Una pregunta por vez, oficial. Y déjeme decirle algo: creo que la pitonisa lo hechizó —contestó Igriega.
—No seas jodido, tenemos que hacer buenas migas con nuestros vecinos. Y tener a las brujas de nuestro lado, quién sabe si no las iremos a necesitar. ¿Instalamos la computadora?
—Dale.
El resto de la tarde se fue consumiendo mientras acondicionaban todos los detalles, cada vez menores, las cajas vacías se iban amontonando en el pasillo, pidieron café al bar de la esquina, limpiaron el baño, barrieron los pisos, y a las ocho dieron por terminada la mudanza.