Authors: Carlos Ardohain
Se quedaron quietos un rato, sin hablar, mirándose, tocándose apenas. Después él se levantó y trajo las copas y volvieron a brindar, sin hablar, no había nada que decir. Estaba todo hecho. Tomaron el vino en la cama y al rato le dijo que ya se tenía que preparar para irse.
—Claro, le dijo ella —y lo besó—, te voy a traer las cosas para tu baño.
Le dio toalla limpia, jabón nuevo y lo guió hasta la ducha.
—Lo dejo, caballero, higienícese, otro día nos bañamos juntos, cuando tengamos tiempo de sobra.
Se bañó con agua bien caliente y se sintió como nuevo, salió y se vistió.
—Me siento un bebé —le dijo.
—Hace un rato no parecías un bebé, todo lo contrario —le dijo ella y largó su carcajada.
—Es el efecto del hechizo que me hiciste.
—Así somos las brujas, peligrosas.
—No me cabe duda. Bueno, ahora me voy, hasta mañana, linda.
—Hasta mañana, detective.
Tamara se sirvió una copa de vino, se sentó en el escritorio y abrió su diario. Estaba empezando a escribir cuando apareció Fernández reclamando su comida.
Fausto volvió a la casa después de un día de intenso trabajo con sus grabaciones, estaba obsesionado con un sonido que quería lograr, un sonido de música sonando debajo del agua, suave y a la vez hondo, inquietante, hipnótico. Tenía muy claro el concepto de lo que quería, pero conseguirlo no era tan fácil, debía construir una idea y transformarla en música, encontrar los tonos, los instrumentos y la armonía, o la falta de ella, adecuadas a lo que imaginaba. Estaba exhausto. En lugar de ir a darle de comer a los perros, los trajo a la casa y les dio el alimento en el salón, mientras descansaba en el sillón con un vaso de whisky. Los perros eran tres doberman negros, hermosos y temibles, elegantes y eléctricos. No tenían nombres, él simplemente los llamaba perros, siempre estaban juntos y eran tres pero parecían una sola cosa, un único animal de forma triple. Comieron y dieron vueltas por la sala y la cocina husmeando, inspeccionando, jadeando, estaban nerviosos por la conducta inusual de su amo, que parecía desentendido de ellos. Normalmente él los iba a ver a la parte de atrás de la casa, donde ellos tenían un sector especial, amplio pero delimitado por un perímetro de alambre tejido. Por las noches los dejaba salir y ellos andaban sueltos en el parque hasta el otro día, en que el guardia de la mañana los hacía entrar en su canil antes de las ocho para evitar inconvenientes con el personal. Ahora rondaban erizados, olfateaban sus piernas, buscaban sus botas, gruñían al no encontrarlas. Lo miraban desconfiados, iban y venían. Cuando los perros eran cachorros, una vez Fausto estaba untando con grasa de vaca sus botas de cuero de caña alta y ellos jugaban cerca, cuando se las puso vinieron y las olfatearon, el olor les gustó y empezaron a lamerlas y mordisquearlas con sus colmillos de leche, a Fausto le hizo gracia y los dejó hacer. Ese juego siguió mientras los perros crecían y se hacían mayores, ya los colmillos eran temibles y su bocas apretaban con fuerza, pero siguieron con el ritual. Fausto untaba las botas con mucha grasa, se las ponía y dejaba que ellos las lamieran, las royeran, las mordieran despacio, era un juego que se fue haciendo cada vez más peligroso, a él lo excitaba ese borde, ese riesgo, sentía vagamente el poder de tener a las fieras a sus pies adorándolo.
Las botas iban quedando cada vez más destruidas, cuando su vida útil expiraba las reemplazaba con unas nuevas. Nunca iban más allá del límite de la botas, si no olían grasa volvían a buscarla al cuero, en ocasiones le quedaban marcas de los dientes en las piernas, pero cuando los animales se pasaban de la raya él los frenaba con una orden. Si no obedecían enseguida, chasqueaba una fusta en el aire y ellos paraban al instante. Esa noche buscaban eso, esa ceremonia, y al no encontrarla se ponían nerviosos, rondaban con ansia insatisfecha. Fausto los dejó hacer un rato y después les silbó para que lo siguieran hacia la parte de atrás, los perros levantaron las cabezas alertas al unísono y fueron tras él. Volvió y se fue directamente al baño, hoy saltearía el gimnasio, no tenía ganas de esforzar el cuerpo después de haber tensado tanto su ¿espíritu?, ¿mente?, ¿oído? Necesitaba un baño de inmersión bien caliente para relajarse, luego vendría a beber a la sala, vería una película al azar, comería un poco de queso y eso sería todo. No pensó en Margarita, no pensó en X e Y, no pensó en nada, se metió en el baño y se sumergió en el agua, de donde quería arrancar sonidos quizá imposibles. Se relajó y se dejó ir en la caricia del líquido caliente, enseguida se durmió. Despertó bastante después con el cuerpo aterido por haber estado sumergido en agua fría quién sabe cuánto tiempo. Se paró, sacó el tapón y abrió la ducha caliente para recomponerse, le costó un rato levantar la temperatura, al fin salió de la bañera, se secó frotándose con fuerza y se envolvió en la bata. Necesitaba tomar un whisky doble ya mismo.
Al día siguiente quedó con Sandra en verse en el centro después del trabajo. Se encontraron en El Vesubio y se dieron un abrazo bien fuerte. Enseguida Sandra la atacó con sus preguntas, pero de pronto se interrumpió a sí misma y le dijo simplemente:
—Contame todo.
Y ella le contó.
Le dijo que sentía un poco de vértigo, desde que muriera su marido había empezado una serie de movimientos a los que no estaba acostumbrada. No hacían falta detalles de lo que había sido su vida de casada, pero ella tenía esa época retratada en su mente como un letargo. Y después reencontrarla a ella fue una señal positiva, una puerta que se abrió, un rayo de luz...
—Ay, boluda, me vas a hacer llorar.
Y le contó los encuentros con Igriega, la plenitud que podía vislumbrar con él, el perfecto entendimiento de sus cuerpos, la sospecha de que podía enamorarse.
Sandra la escuchaba y sonreía embelesada, la cara sostenida con las manos en las mejillas, los ojos muy abiertos de los que caían dos gordas lágrimas.
¿Una visión?, ¿una epifanía?, ¿un sueño? Fue una ráfaga, una imagen instantánea, el efecto de la mirada sesgada, de capturar una imagen con un obturador y luego volcar en ella sentidos y significaciones que no le quedan grandes quizá, pero no le pertenecen del todo. Y fue también una traslación de un sentido a otro, de una función mental a otra, de un lugar interno a un tiempo abstracto pero interno también. Difícil explicarlo incluso para sí mismo. Estaba cruzando el puente un día nublado en dirección a la galería, iba distraído, ensoñado, ensimismado. El cielo estaba cargado con promesas de lluvia, enormes nubes grises en movimiento constante, el viento las arrastraba hacia el sur. De pronto giró la cabeza y vio los silos a la izquierda, en dirección al río, el agua negra del riachuelo hacía una curva y desaparecía detrás de la mole de esos cilindros amontonados en manojo, una nube enorme, colosal se asomaba en el cielo detrás de ellos, el viento que la movía le había dado una forma rara, como inclinada, era una masa gaseosa compacta, oscura, amenazante que parecía surgir de los mismos silos. Más allá la otra ribera, las calles sucias, la silueta de la bombonera, el perfil del puente de hierro, el río oscuro, el cielo más oscuro que el río. De pronto todo quedó atrás, él miró hacia adelante, ya bajaban del puente. Pero su conciencia quedó en esa foto, en esa imagen. Pensó vagamente, en las brumas de una vacilación, que los silos funcionaban como otra cosa, como algo que no coincidía con su actividad aparente, que en realidad contenían cuerpos, miles de cuerpos humanos desnudos, apilados, amontonados, que debajo de los silos ardían fuegos inmensos, alimentados por combustibles poderosísimos que los mantenían en su máxima potencia y que hacían arder, calcinar, consumir esos cuerpos dentro de los cilindros, y que por encima, por las bocas de esas chimeneas nefastas, salía en forma permanente un denso humo negro y gris oscuro que se iba esparciendo lentamente en la atmósfera, en el aire del suburbio, portando cenizas y un olor nauseabundo, confundiéndose con las nubes, llevando el ominoso mensaje de la muerte, de la destrucción, de la vergüenza, de la desmesura. Fue un instante, pero la estampa le pareció tan real que lo recorrió un estremecimiento, un temblor visceral, un escalofrío de otro mundo. ¿Qué era esa mierda? ¿De qué recóndita cripta de su alma subió esa pesadilla? Quiso olvidarlo pero no pudo, quiso pensar en otra cosa pero la imagen se le grabó en el cerebro como un tatuaje. Más tarde, cuando creía haberse tranquilizado del efecto que le produjo la visión, intentó escribirla, sacarla de su interior de alguna forma. Lo intentó y lo hizo, pero nunca alcanzó la dimensión de lo que había imaginado, nunca pudo borrar el original que tenía en su cabeza, en su alma.
Hola, ¿Equis? Qué hacés. Sí, todo tranquilo, hoy adelanté bastante, encontré cosas interesantes, muchos sitios de Internet, una escuela budista de Japón que tiene un templo acá y podemos ir a visitar pronto y un monje zen vietnamita que es un capo, un maestro, tiene una obra muy buena, bajé uno de sus libros y lo empecé a leer y es una revelación, ya te lo mostraré. Claro, lo imprimimos, dale. Pero te llamo por lo de la foto. ¿Cómo qué foto? La que nos tenemos que sacar para la nota, mañana viene Arturo, casi me olvido, se nos pasó. Por eso, porque no te ibas a acordar, Arturo llegará a eso de las diez. Mirá, yo pensaba hacer un tópico, camisa blanca desabrochada y arremangada, corbata floja, pelo desordenado, esa onda. ¿te parece? Yo la imagen ya la veo, tomada desde el pasillo, la puerta entreabierta, que se lea un poco el cartel con el nombre, nosotros en el escritorio, uno sentado y el otro parado, la lámpara de pie encendida... sí, la luz medio difusa, algo así. ¿Te gusta? Me alegro, bueno, no, si se le ocurre otra cosa lo hacemos también. ¿Hablaste con Gómez Pardo por la nota? O sino esperá y llevale directamente la foto para que vea la cosa más armada. Claro, vendésela. ¿Y vos cómo vas con el guión, avanzás? Ah, qué bien. Bueno, quedamos así, mañana a las nueve nos juntamos.
Chau, un beso a tu mujer.
A las diez en punto llegó el fotógrafo, Igriega lo saludó afectuoso, hacía rato que no se veían pero se tenían simpatía. Arturo le dijo:
—Tanto tiempo, cómo andás, qué laburo insólito este, me cagué de risa cuando me contaste, pero me encanta la foto que tenemos que hacer.
Lo hizo pasar para que dejara las luces, le presentó a Equis y le mostró la oficina. Después le contó la idea que tenía para la foto y a Arturo le pareció muy buena, se paró en el pasillo a buscar la posición de la cámara y el ángulo de apertura de la puerta. Les pidió que se quedaran en el escritorio. Abrió varias veces la puerta y retrocedía a mirar, hasta que dijo ya está, es esta, así se ve el cartel y la inclinación dirige la mirada justo hacia ustedes, perfecto. ¿Tienen algo para trabarla? Equis dijo:
—Pongámosle del lado de atrás una cuña de papel, así, ¿a ver? Listo, ahí quedó, fijate si se movió.
—No, está perfecto, ahora las luces.
Probaron las luces que había traído Arturo combinadas con la lámpara encendida, al final pusieron un foco iluminando de atrás los cuerpos de ellos para darles recorte a contraluz y otro foco iluminando solamente los rostros, lo demás quedaba en una luz cálida y amortiguada. Arturo preparó la cámara en el pasillo, que a esta altura estaba colmado de público, todos los compañeros de los locales vecinos estaban mirando la producción, incluida Tamara que lucía una sonrisa orgullosa de oreja a oreja como si fuera la dueña de casa. Prepararon todo y en un rato estaba el trabajo terminado, vieron las fotos en la pantalla y quedaron muy conformes, habían quedado muy buenas. Equis dijo que podían cambiar el nombre en el cartel de la puerta, ponerle Sam Spade y vender la foto a alguna editorial para una tapa de Hammet. Todos se rieron. Cargaron las fotos en la computadora y le dieron las gracias a Arturo. Equis sacó de un cajón una botella de whisky escocés envuelta para regalo y se la dio.
—Como no nos querés cobrar tuve que romper una regla de oro con mi socio, dijimos nada de whisky en el cajón, pero esta estuvo un rato nomás, y no fue abierta.
—Muchas gracias muchachos, no se hubieran molestado, pero menos mal que lo hicieron.
Arturo se fue y Tamara se metió en la oficina a mirar las fotos en la computadora.
—Están divinos —decía—, qué pinta de hombres peligrosos —y largó su carcajada fatal.
Al rato se fue Igriega y el resto del sábado transcurrió tranquilo, al mediodía Equis cerró la oficina un rato y dejó encerrada adentro a Tamara con él, le dijo: tengo ganas de cabalgarte y ella se rió, esta vez sin sonido, pero con una mirada muy sugerente. Estuvieron casi una hora encerrados y después Equis abrió apenas la puerta y dijo:
—Voy a ver si hay moros en la costa —se asomó y no vio a nadie, en el pasillo flotaba una modorra espesa, entonces Tamara aprovechó y se cruzó a su local. Él pidió al bar de la esquina algo para comer y comieron en el local de Tamara, después volvió a su oficina y se puso a trabajar en la búsqueda que les encargara Fausto.
Igriega dedicó la tarde del sábado a escribir.
Es más fácil pensar, o no más fácil, sino más ordenado, cuando uno va escribiendo lo que piensa. Claro que eso implica un ajuste de velocidades entre el pensamiento y la escritura, que se puede lograr —paradójicamente— dejando de pensar en ello
.
El pensamiento tiene tendencia a ser más veloz que la escritura, pero eso no le garantiza calidad, ya que a menudo se desvía por caminos laterales, o se distrae del meollo, de manera que ir rápido no le garantiza llegar antes. O tal vez eso sea producto de desconfiar de la velocidad. Pero el tiempo no se detiene. Muchas veces uno pide ayuda a los demás a través del silencio. Haciendo una presión en el centro del dolor se produce una vibración en la superficie que provoca ondas concéntricas, estas ondas se alejan del núcleo hacia el exterior, hacia el otro. La esperanza de que el otro reciba esa vibración, sienta esa onda y capte en ella las ondas anteriores, la presión que la generó, el dolor que anida en ese punto presionado. Pura especulación, puro espejismo. Entonces uno vuelve a uno, a saber que es preciso hacer el viaje inverso de las ondas más lejanas hacia el núcleo, hacia el centro que las irradió. Y toda la operatoria construyó un movimiento de sístole-diástole que establece un ritmo casi lógico; aunque no es eso, no es armónico tampoco, es como si fuera luminoso y opaco al mismo tiempo, como si fuera inexorable pero a la vez innecesario. Quién lo entenderá. Quién sabe. Mientras tanto la certeza de que escribir ayuda a pensar me hizo creer en ella y comencé a escribir sin pensar. Ahora deberé pensar en lo que escribí hasta aquí a causa de esa convicción. Pensar como recorriendo huellas en la arena. Una piel que se descascara después del verano, a medida que se olvida del sol
.