Authors: Carlos Ardohain
Salieron a las seis de la tarde en el remis y enfilaron por Panamericana camino a Pilar. Al rato llegaron a Capilla del Señor, tuvieron la precaución de llegar temprano para participar del armado del globo. El piloto los instruyó acerca de cómo armar la barquilla y en poco tiempo la inmensa esfera de helio se desplegó en todo su esplendor, se recortaba imponente contra el cielo con los colores del arco iris pintados en anchas bandas verticales.
—Parece una bombita de luz gigante —dijo Margarita.
La barquilla era muy pequeña, irían solamente ellos dos y el piloto, Margarita lo abrazó, le dijo:
—Tengo miedo mi amor, pero estoy tan contenta, me hace cosquillas la panza.
—Todo listo —les dijo el piloto—, cuando quieran partimos.
Subieron a la barquilla y... ¡a volar! Al principio estaban muertos de miedo, pero cuando el piloto les dijo que estaban a 100 metros de altura se serenaron un poco y empezaron a admirar el paisaje que los rodeaba.
Todo se desenvolvía tranquilo, todo era tan perfecto, un viento muy suave los impulsaba y ellos iban abrazados, pegados uno al otro, más juntos que nunca, flotando sobre el mundo. Estaban en el cielo.
Equis estaba cenando con su mujer, eran cerca de las diez, y pensaba que Igriega y Margarita ya habrían vuelto. De pronto sonó el teléfono.
—Hola, sí soy yo... ¿Cómo? —La cara se le transformó—, ¿está seguro de lo que me está diciendo? ¡No puede ser!
—¿Qué pasa? —le preguntó alarmada su mujer.
—Sí, por favor, avíseme cualquier cosa, déme el número de Defensa Civil, sí, anoto, ya está, gracias. —Colgó y se sentó en el sillón, mudo, mirando hacia la pared.
—¡Decime qué pasa, por favor!
—Igriega y Margarita, estaban en el globo y de golpe se levantó una tormenta en la zona de Pilar, muy fuerte, el viento se llevó el globo y no saben nada, desaparecieron en el aire, en el cielo, no sé cómo decirlo.
—¿Qué?
—Lo que oís, mujer. No saben dónde están, qué les pasó; el cielo se puso negro, empezó a soplar un viento tremendo, el piloto no tuvo tiempo de maniobrar, bajar, ni hacer nada y el viento los arrastró. Los están buscando por todos lados, pero pueden estar muy lejos.
—No puede ser ... ¡es terrible!
—Es espantoso, es injusto, es una mierda. Si les llega a haber pasado algo, me muero.
—Esperá, tengamos confianza, no pensemos lo peor.
—Qué desastre, qué desastre, no puede ser...
Equis quería llamar a Tamara pero no podía hacerlo desde su casa, de modo que bajó, le dijo a su mujer que iba a caminar, a dar una vuelta, a tomar aire, a pensar, y salió.
La llamó desde un locutorio y ella no lo podía creer, se puso a llorar, decía no puede ser, no puede ser, después se calmó y le dijo:
—No nos anticipemos a pensar lo malo, voy a tirar las cartas a ver si veo algo.
—Ahora no puedo ir, pero me gustaría estar con vos.
—Ay, mi amor, a mí también, tratá de estar sereno. Te amo.
—Si puedo te llamo más tarde.
—Dale, tratá. Un beso.
—Un beso muy grande.
Deambuló sin rumbo por el barrio un buen rato, miraba las veredas, los rincones de las esquinas como si fuera un extranjero, compró un chocolate y volvió a su casa.
—¿Alguna novedad? ¿Llamó alguien?
—Nadie, no sonó el teléfono.
—Voy a llamar a Defensa Civil a ver si saben algo.
No sabían nada, la búsqueda era intensa pero las condiciones climáticas dificultaban todo rastreo. Si tenían noticias se las comunicarían.
Tomó un whisky en silencio, sin que su mujer se animara a hablarle. Tomó otro whisky. Se fue a a acostar pero no pudo dormir.
Tamara tiró las cartas, salió la muerte, tiró otra vez: el colgado, una tercera: la muerte. Guardó las cartas y se puso a llorar. Se sentó en el sillón, Fernández vino y se sentó encima de sus piernas.
Al rato abrió su diario y se puso a escribir para desahogarse.
Cómo puede ser, cómo puede estar pasando esto...
Pasaron dos días sin noticias. Como si fuera una broma macabra, el domingo salió la nota en la revista. La foto bien grande como cabeza y debajo el título: «Ellos no buscan, encuentran». ¿Por qué todo había resultado así? La nota estaba bien, era atractiva y despertaba interés, pero verla impresa le provocaba un profundísimo dolor.
Equis iba a la galería y no hablaba con nadie, estaba apagado y taciturno, no sabía qué hacer, estaba casi todo el tiempo con Tamara pero permanecía en su oficina, no quería dejar el lugar. Al segundo día, en un momento en que estaba solo, se acordó de que Igriega le había dicho que estaba escribiendo una historia y la buscó en la computadora, ¿cómo le dijo que se llamaba el archivo?, ah, claro, Equisy. Lo encontró. Lo abrió y empezó a leer.
Leía y leía cada vez más sorprendido, era una novela, estaba todo ahí, ellos, la galería, el seguimiento a Benavídez, Fausto, Margarita, todo. Y pensar que Igriega le había dicho que solamente tenía cosas sueltas... le había puesto de título
Los incógnitos
, le gustaba. Estaba buena. Qué hijo de puta, había contado los polvos de él con Tamara, no hay derecho, che. ¿Dónde estás, hijo de mil putas? Se puso a llorar. Tamara lo vio desde su local y vino corriendo, Mi amor, ¿qué te pasa? Entonces él le mostró la novela que Igriega había estado trabajando, en la que estaban ellos, en la que estaban todos.
Al quinto día por fin hubo noticias, aunque no eran buenas: después de exhaustivos rastreos y recorridas en helicópteros por la zona del delta los resultados habían sido nulos, no encontraron ni restos del globo ni rastros de las personas que viajaban en él, de modo que lo daban por terminado, abandonaban la búsqueda. Eso terminó de desarmar a Equis.
No sabía qué hacer, iba a la galería como un autómata, esperando que de pronto apareciera su socio, pero no hacía nada, leía la novela una y otra vez. De pronto se propuso un objetivo: la iba a terminar él. Estaba seguro de que Igriega habría estado de acuerdo, le parecía el mejor homenaje para su amigo, rescatar su trabajo y hacerlo conocer, aunque tuviera que firmarlo con su nombre ellos sabían la verdad, sabían que era su obra. La búsqueda de editor sería una tarea difícil, pero estaba dispuesto a encararla.
También recordó la charla que habían tenido con respecto al trabajo encargado por Fausto y lo llamó para decirle lo que habían decidido, le preguntó cuándo podía acercarse a su casa para devolverle el dinero. Fausto le contestó que entendía perfectamente, pero se opuso terminantemente a esto último, dadas las circunstancias no había nada más que hablar, dejaban todo así, todo sin efecto y el dinero era de ellos, mejor dicho de él. Le reiteró que lo lamentaba mucho, era una sorpresa muy desgraciada, una injusticia, un horror.
Se puso a trabajar en la novela con toda su energía. Fue atacado por una fiebre creativa, terminó de escribir algunos capítulos, armó la estructura, que Igriega había pensado como capítulos cortos, episodios, en donde algunos podían tener una ubicación u otra, sin descuidar el ritmo ni la secuencia de la narración, agregó cosas que faltaban en la historia, corrigió lo necesario para darle un estilo coherente y homogéneo a todo y que no se notara que había cuatro manos detrás. Trabajó el personaje de su amigo, le agregó aristas que él conocía y le aportó la mirada desde la distancia que a su juicio le daba profundidad. Y por fin, dolorosamente, con el ánimo desgarrado, escribió el desenlace del final con el episodio del globo. La desaparición de la pareja en el cielo.
Cuando había pasado aproximadamente un mes de ocurrido el accidente, leyó una noticia en la sección policiales que le causó una gran sorpresa: habían encontrado a Fausto, el famoso cantante retirado, muerto en su casa. Al parecer tres doberman, sus propios perros, lo habían atacado a dentelladas hasta matarlo. El cuerpo estaba desnudo a excepción de un par de botas de cuero deshechas a mordiscones y un detalle extraño era que el cadáver olía fuertemente a grasa de animal. Había muerto desangrado a causa de las múltiples heridas, el cuerpo estaba desfigurado, desgarrado, destrozado por los animales. Lo descubrió el guardia de la mañana que venía a entrar a los perros —ya que estos pasaban la noche sueltos en el parque— cuando los vio con las mandíbulas chorreando sangre y con colgajos de materia, piel o carne. La conmoción y el miedo que sufrió el guardia al ver el cadáver en ese estado fue tal que les disparó a los perros hasta matarlos. El velatorio se haría a cajón cerrado en la sede de Sadaic.
Quedó impactado por la noticia, era una muerte espantosa, excesiva, casi teatral. Después tuvo la idea —que quizá fuera truculenta— de incorporar ese dato en la novela, cerca del final, cerrando la parábola del personaje Fausto. Mientras lo hacía se le ocurrió agregar un encuentro de Fausto con una prostituta en la cual estuvieran presentes las consabidas botas.
A los dos meses terminó de hacer las últimas correcciones y cambios, la revisó detenidamente en pantalla y después imprimió una copia final para tenerla completa y terminada, para leerla en papel. La leyó varias veces con incomodidad, había algo que no lo conformaba, algo que no alcanzaba a dilucidar. Un día se despertó y entendió por fin de qué se trataba. No iba a dejar las cosas así, no iba a aceptar la mala jugada del destino, del azar, de la fatalidad. Por lo menos en lo que estuviera a su alcance. Empezó a dejarse ir en disquisiciones sobre lo que era real y lo que era ficción, lo que él pensaba de construir la realidad mediante la práctica de la escritura, pero cortó pronto ese divague. Lo único que le interesaba era rescatar a su amigo, salvarlo, y tenía una sola manera de hacerlo.
Se levantó con la decisión tomada: escribiría otro desenlace, eliminaría de la novela el viaje en globo y sus consecuencias, haría que las cosas ocurrieran de otro modo. Entonces se sentó en la computadora y retomó la historia a partir de la visita de la Sra. Benavídez a la agencia. Comenzó a reescribir la historia desde el capítulo 84.
El miércoles por la tarde recibieron la visita de la señora Benavídez en la oficina. Apenas llegó le preguntó a Igriega cómo estaba después de lo que había pasado, y les dijo que coincidía con las sospechas que ellos tenían de que detrás del ataque podía estar su marido, aunque lo dijo con un énfasis extraño en ella. Y al mismo tiempo se sentía algo culpable porque seguramente él había descubierto la tarjeta que le diera Igriega en la entrevista. Desde que quedara en evidencia que la engañaba con otra mujer, ella le exigió que se fuera de la casa. Ahora él estaba parando en el departamento que le había prestado un amigo.
Cuando le contó el ataque que había sufrido Igriega lo hizo increpándolo, lo acusó tácitamente y lo amenazó con la policía tal cual habían acordado. Su reacción fue muy airada, tanto que parecía actuada. Se había indignado, lo había negado y se había ofendido diciéndole cómo podía ser posible que ella pensara una cosa así de él, cómo lo creía capaz de hacer algo tan despreciable. Pero ella no le creyó, después de lo que había pasado él estaba siempre en posición de ser culpable. Cuando escuchó esto, Igriega recordó sus especulaciones de que detrás de las llamadas pudiera estar la figura borrosa de Fausto. También les contó que los trámites de divorcio estaban muy encaminados y que, gracias a las pruebas aportadas por ellos, el asunto le iba a provocar un serio perjuicio económico a su futuro ex marido.
Pero había venido por otro motivo: quería encargarles otro trabajo y pedirles un favor, o tal vez debería invertir los términos. Desde que su marido había dejado la casa, a ella la había invadido una aprensión, el hecho de estar sola, y además expuesta al odio o al resentimiento de su marido la hacían sentir insegura. Quería pedirles que compraran para ella un arma. Una pistola de un calibre no muy grande, pero lo suficiente para poder defenderse en caso de que fuera necesario, y que cuando la viera su sola apariencia le diera seguridad.
—Una veintidós —dijo Equis.
—¿Perdón? —dijo la señora Benavídez.
—Una pistola calibre 22, eso es lo que le conviene.
—Pero nosotros no podemos comprársela —dijo Igriega.
—¿Por qué no?
—Porque nunca usamos armas, no tenemos permiso de portación ni nada de eso.
—La única vez que usé un arma fue un aire comprimido cuando era chico —dijo Equis.
—Por favor, seguro que habrá armerías que vendan ese tipo de pistolas sin tanto papelerío. Yo no puedo comprarla, no me atrevo, ustedes son más indicados para eso, les pido ese favor.
Ellos se miraron, dudando, ya con la mitad de la intención de ceder instalada en el cuerpo. Uno de ellos argumentó que tener un arma era tener también el deseo o la voluntad de usarla y además la posibilidad de sufrir una agresión proporcional a esa amenaza potencial, pero nada de eso sirvió de nada. Un rato después habían aceptado encargarse de comprar la pistola para ella.
—Les agradezco muchísimo, ahora quisiera comentarles el trabajo que necesito de ustedes. Hace rato que sospecho que mi marido tiene ingresos muy superiores a los que conozco y me hace saber, y en estas circunstancias me gustaría conocer la verdad. Quisiera pedirles que investiguen a su socio, estoy segura de que se dedican a algo más que a sus asuntos jurídicos y quiero saber a qué y qué dimensión tienen esas actividades. ¿Creen que pueden hacerlo? ¿Les interesa?
Ellos se miraron de nuevo en silencio. Fue Equis quien habló entonces, le dijo que a raíz de lo que había sucedido con Igriega le parecía conveniente que les diera tiempo para conversarlo antes de darle una respuesta. Ella les contestó que por supuesto, que entendía perfectamente, les dejó trescientos dólares para la pistola y les dijo que si hacía falta más se lo hicieran saber. Que cuando hubieran tomado una decisión la llamaran. Se levantó, les dio la mano y se fue.
Equis miró a Igriega y le dijo:
—Otra vez la Benavídez, ¿dónde están las rubias?
Apagó la computadora. No sabía muy bien qué hacer, por dónde seguir. Le parecía que la historia estaba definitivamente rota, pero era porque él tenía algo roto en su interior. La galería era ahora un lugar lúgubre y triste, de no ser por Tamara sería el peor lugar del mundo.
Estuvo unos días rumiando sus dolorosos pensamientos, tenía que sobreponerse y tratar de llevar adelante la novela, era el único lugar donde podía estar con su amigo y eso dependía únicamente de él, de sus fuerzas, de su capacidad para hacer algo real con sus palabras. Encima se había embarcado en la compra de una pistola y en otra investigación. Si no era capaz de poner el texto en marcha todo se derrumbaría, incluido él mismo. Se sentía como una roca en el mar, una isla de unos pocos peñascos en medio de la inmensa masa de agua, veía la orilla y las personas que estaban en ella, pero no podía oírlas ni entenderlas, su mujer estaba ahí, le hacía señas y le hablaba, pero eran sólo gestos mudos, no llegaba nada hasta él. Tamara era a veces un pájaro, un albatros o una gaviota que se posaba en su superficie y traía el calor de su cuerpo, comía un poco de él picoteando aquí y allá, caminaba por sus bordes, hundía el pico en sus grietas y volaba. Otras veces era el viento que peinaba sus aristas, que acariciaba sus asperezas, intenso, potente, necesario. Era la única que podía tocarlo, llegar a él, aunque de un modo acotado, del único modo posible. Él se había puesto mineral, pétreo. Ahora entendía al personaje del grabado de Hopper.