Authors: Carlos Ardohain
Apenas alcanzó a verlos cuando lo abordaron.
—¿Tenés fuego? —le dijo uno.
—¿Tenés una moneda? —le dijo el otro casi al unísono.
No le gustó nada la situación ni la actitud patotera, de manera que sólo atinó a contestar:
—Tengo apuro —mientras intentaba pasar por el costado de ellos y seguir caminando. Uno de ellos gritó entonces:
—Ah, ¿te hacés el vivo? —y al mismo tiempo le dio una fuerte trompada en el estómago, él sintió un tremendo y súbito dolor y una sorpresa más grande que el dolor, en un segundo pensó que no le podía estar pasando eso, pero enseguida recibió otro golpe, esta vez en la cabeza, que lo hizo caer de rodillas en la vereda y confirmar que sí, estaba ocurriendo, vio en el piso al lado de él unas gotas gruesas de color rojo y pensó: es sangre, es mía. Y vino otro golpe más fuerte, esta vez en la espalda, con este golpe terminó de caer y el ataque se hizo más furioso y los golpes más veloces, se cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos, y de pronto escuchó un grito de alarma y un silbato y muchas voces subiendo de volumen y dejaron de golpearlo y se sintió solo y desvalido y entreabrió los ojos y vio muchas piernas alrededor suyo y sintió una mano en el hombro y oyó una voz que decía:
—Señor, señor, ¿cómo se siente?
Mientras estaba tirado en el suelo oía varias voces que decían, casi gritando: llamen una ambulancia, despejen, no se amontonen que le quitan el aire, y otras voces hablando, opinando, dejando su marca: ¿qué pasó?, lo quisieron afanar, se la dieron, eran dos pibes, estarían drogados, ya no se puede andar tranquilo por la calle, hay que matarlos a todos, antes esto no pasaba, entran por una puerta y salen por la otra, hace falta más policía, no se puede vivir así, son los villeros que vienen a robar acá, afanan para comprar paco, y escuchó también un sonido creciendo de a poco, desde lejos, el sonido esperado de la ambulancia que por fin llegó. Lo cargaron y lo llevaron a la guardia del hospital, estaba consciente pero muy dolorido, no tenía ganas de hablar con nadie pero habló con los médicos de la guardia; lo revisaron, le hicieron placas de tórax y cabeza, le lavaron y cosieron la herida, cinco puntos. Las radiografías del cráneo no mostraron ninguna lesión, tenía sólo una herida cortante por el golpe, la placa de tórax indicó dos costillas fisuradas. Tenía un ojo morado y un poco hinchado, pero en general la había sacado barata. Los médicos le aconsejaron que estuviera un día en cama descansando, y después podía hacer su actividad normal, por las costillas no tenía que hacer movimientos bruscos ni ejercicios físicos, debía tener cuidado al respirar y si tenía dolor (que lo iba a tener), analgésicos. El ojo no tenía nada, sólo debía ponerse un poco de hielo para bajar la inflamación.
Les dio las gracias, salió a la calle y tomó un taxi.
Cuando llegó a su casa tomó un par de aspirinas, se acostó y llamó a Equis para contarle.
—¡No me digas! ¿Y estás muy lastimado? Este fue el hijo de puta de Benavídez, me juego la cabeza.
—Hoy había un mensaje con una amenaza cuando llegué a la oficina.
—¿Ves? Es un hijo de mil putas. ¿Qué te dijeron los médicos?
—Tengo dos costillas fisuradas y un corte en la cabeza, el ojo morado y dolores por todos lados.
—Qué barbaridad, ¿necesitás algo? ¿Querés que vaya?
—No, gracias. La voy a llamar a Margarita y voy a tratar de dormir.
—Bueno, cuidate, cualquier cosa que necesites llamame, ¿eh?
—Ok, gracias.
Llamó a Margarita y ni bien le contó, ella le dijo:
—Ay, mi amor, voy para allá.
—No, dejá, estoy bien, sólo necesito descansar.
—Voy para allá. —Y cortó.
Él se quedó con el tubo en la mano, pero se le formó una sonrisa que le hizo doler toda la cara.
Tuvo que contarle dos o tres veces el episodio con todos los detalles, le contó también (no lo había hecho) lo de las amenazas telefónicas y que ellos creían saber quién era el autor. Ella le dijo que tenían que hacer la denuncia, pero él le respondió que en ese caso deberían explicarle a la policía el trabajo que estaban haciendo y no tenían permiso ni habilitación para eso.
Margarita lo cuidó, le hizo un poco de caldo para que se alimentara sin masticar, le cambió el hielo para el ojo y quería quedarse con él toda la noche. Él tuvo que insistir bastante para que no lo hiciera, le iba a costar dormir y los dos iban a pasar una mala noche, lo mejor era que se fuera a su casa y hablaran a la mañana. Al final ella cedió, le dio un beso y se fue.
Esa noche casi no pudo dormir, no encontraba una posición cómoda, le costaba respirar y le dolía todo el cuerpo.
Pensaba en Benavídez, efectivamente era un flor de hijo de puta. De pronto se le ocurrió una idea súbita y fugaz: ¿y si las amenazas no fueran de Benavídez, si las hubiera hecho Fausto? Podía ser probable, ¿por qué no? Recordó lo que le había dicho Equis cuando hablaron en el bar mientras comían: «Ella te metió a vos en el medio, asi que estás en la mira». Pero así como había venido, esa idea se fue.
A la mañana del día siguiente Equis abrió la oficina y lo llamó por teléfono enseguida. Le pidió el parte médico, el informe de situación, el detalle de las actividades realizadas por la noche, el diario de a bordo, y largó una carcajada.
—Boludo, no me hagas reír que me duele todo. Pasé una noche de mierda, casi no dormí, el ojo parece una pelota de tenis y tengo un agujero en la cabeza.
—Ah, genial, menos mal que ya sacamos las fotos, si no, ¿qué carajo hacíamos? A propósito, hoy tengo que hablar con Gómez Pardo, después te cuento.
—Buenísimo, hablemos a la tarde.
—Dale, cuidate y descansá, yo voy a revisar lo que hiciste ayer y veo si hace falta seguir con algo de eso.
—Bueno, chau.
Equis se cruzó a contarle a Tamara, que recién llegaba, lo que había pasado.
Margarita llamó casi enseguida de que cortara con Equis, no lo había llamado antes para dejarlo dormir, ahora ya estaba en lo de Fausto y quería saber cómo se sentía. Le dijo casi lo mismo que a Equis, con la salvedad de que le hacía muy bien saber que ella estaba, que lo reconfortaba su compañía.
Ella le pidió que la llame por cualquier cosa y que tome los analgésicos. Le dijo que a la tarde cuando saliera iba a pasar a verlo, que tenga cuidado al levantarse cuando fuera al baño, que piense en ella todo lo que pueda.
Igriega le contestó que la última de las recomendaciones era la que más iba a acatar.
—Así me gusta, un beso, mi amor.
A la tarde llamó Equis, a Gómez Pardo le habían gustado mucho las fotos, iba a publicar la nota el próximo fin de semana en la revista de actualidad. Una página con la foto grande. No sería una nota extensa, nada más comentar la actividad, hablar de los perfiles de ellos dos, dar los datos, era más bien una gacetilla con mucho espacio y foto vendedora. Ah, Tamara le mandaba un beso, quedó muy afligida con lo que le pasó. Un abrazo, a ver cuándo iba a laburar, ¿eh?
Cortó y se puso a leer un rato, enseguida se quedó dormido.
Tamara le comentó a Equis que si lo que le había pasado a Igriega tenía que ver con las amenazas telefónicas —y todo parecía indicar que sí, porque no habían intentado robarle— tenía que cuidarse mucho, porque ahora podían querer atentar contra él.
—Tenés razón, no lo había pensado —le dijo Equis.
A las siete llegó Margarita:
—Hola mi amor, llegó tu enfermera.
Dos días después Igriega se reintegró a la galería, caminaba con cuidado y se sentaba despacio, pero tenía mejor el ojo, y lo de la cabeza era cuestión de tiempo. Decidió llamar a la señora Benavídez. Le contó lo que había pasado, lo de las amenazas telefónicas, lo del brutal ataque, absolutamente todo. Pensaba que debía encarar al marido y advertirle que la policía estaba tras el caso —aunque no fuera cierto— para prevenir un posible ataque a su socio.
La señora Benavídez quedó muy acongojada, le dijo que lo lamentaba mucho, que por supuesto advertiría a su marido con energía y lo sondearía para estar segura de que había sido él. Le dijo también que no comprendía qué le podía haber pasado, por qué se estaba transformando en una persona tan abominable, que ella estaba avergonzada de esa conducta de alguien que había sido su pareja, que en unos días pasaría a verlo. Se despidió con la cordialidad de siempre.
Al rato sonó el teléfono, era Fausto. Se había enterado del ataque y llamaba para interesarse por su estado. Igriega le agradeció mucho y le dijo que esperaba que eso no significara un retraso con el tema que él les había encargado, pero Fausto le contestó que no se preocupara, lo primero era que se restableciera de la mejor manera, y le deseó una rápida mejoría.
Trató de retomar el trabajo en el punto en que había quedado, pero no se podía concentrar, revisó lo que había hecho Equis, dio vueltas, trató de escribir, pero no podía poner la cabeza en nada. Había algo que lo inquietaba y no sabía qué era.
De pronto creyó descubrirlo, mejor dicho, no fue de pronto, fue después de un rato largo de estar rumiando y dándole vueltas al asunto. Entendió que tenía miedo, ese trabajo no era un juego inocente, involucraba a otras personas y podía generar violencia, aunque ellos trataran de no involucrarse de una forma violenta con la actividad, por ejemplo en el hecho de no usar armas.
Si uno de los casos más comunes y habituales, como era el seguimiento de una persona, tenía esa consecuencia violenta, ¿qué pasaría si investigaban algo más serio o más importante? ¿No correrían un peligro mucho más concreto, no pondrían en riesgo sus vidas? Hace unos meses ni hubiera pensado en esto, o de hacerlo no le hubiera importado, pero ahora tenía a Margarita y quería cuidarla y no quería que nada amenazara la posibilidad de que ellos estuvieran juntos. Hablaría de estas cuestiones con Equis, quería saber qué pensaba él de todo esto, compartir sus temores y decidir qué hacer.
—¿Qué te pasa mi amor? Estás muy callado.
—Nada, estoy cansado, no tengo ganas de hablar.
—Bueno, pero hace días que estás así, ¿es por lo que pasó con Igriega?
—No, no sé, en parte sí, pero bueno, son cosas.
—¿Querés que vayamos a la cama?
—Todavía no tengo ganas, andá vos si querés, yo me quedo leyendo un rato y después voy.
—¿Te das cuenta de que últimamente casi no me tocás, que me estás ignorando? Repito la pregunta: ¿qué te pasa?
—¡Te dije que no me pasa nada!
—¿Ahora me gritás? No seas bruto, ves que estás intratable.
—¡Yo no te grité!
—Lo estás haciendo ahora. Ya no te aguanto más. O no hablás o me gritás, no te intereso como mujer, estás desconocido.
—Calmate, no te pongas así, no llores, no es para tanto, es una mala época.
—Ya no sos el mismo, no es de ahora, hace rato que pasa, yo me vengo dando cuenta, hay algo que no me estás contando, no sé qué es, pero algo pasa.
—Te digo que no es nada, estoy nervioso, ya va pasar, tené paciencia, no agrandes todo como hacés siempre.
—Claro, porque yo siempre esto, siempre lo otro, no podés dejar de echarme la culpa.
—Basta mujer, me vas a volver loco, no me arrincones, andá a la cama y dejame leer un rato, yo después voy.
—Andate a la mierda, Equis.
Cuando llegó Margarita, Fausto estaba terminando su café y la invitó a que ese día almorzaran juntos. Ella no tenía ganas, pero aceptó para no ser descortés, de modo que él se fue al estudio y quedaron en verse al mediodía. Ella estaba un poco nerviosa, pensaba en lo que le habían hecho a Igriega y le daba miedo que volviera a pasar algo así, tan feo. El trabajo en el que se habían metido era muy peligroso.
¿Y si un día le pedían que investigara un secuestro o algo así? ¿Y si aunque ellos no usaran ni tuvieran armas, las personas que los contrataban les ocultaban información y los metían en asuntos de delincuentes o asesinos o algo? A ella le parecía que habían encarado esa actividad con algo de irresponsabilidad, que no habían evaluado bien todas las implicancias. Hablaría de esto con Igriega, no podía guardárselo para ella, le hacía mal, y no quería que le pasara nada malo.
Y también estaba nerviosa por Fausto, no le gustaba su manera de mirarla, esta invitación a comer. Se daba cuenta de que él la acechaba a distancia. Parecía tener una timidez estructural con las mujeres, pero era evidente que estaba atraído por ella y eso no le gustaba. Además tenía que tener mucho tacto, necesitaba el trabajo, no se podía dar el lujo de dejarlo, así como así, sin tener otra cosa. Entonces tuvo una idea que podía ser salvadora: Fausto no sabía que ella salía con Igriega. La creía sola, sin novio ni pareja, y quizá eso alentaba su fantasía, y el hecho de saber que no hacía mucho que había enviudado lo mantenía a distancia. Tenía que hacerle saber que el lugar estaba ocupado, que no había ninguna posibilidad para él y tal vez así se olvidaría de esa intención. Aprovecharía el almuerzo de hoy para confiarle que estaba con Igriega, y lo haría tomando como impulso para la confidencia lo mal que le había hecho el brutal ataque que sufrió.
Fausto vino a la una y la mucama les dijo que la comida estaba lista, había preparado una carne estofada con papas y hortalizas y una ensalada para acompañar. Fueron al comedor y se sentaron, Fausto comía en la cocina cuando estaba solo, pero esta vez quiso hacerlo en el comedor. Ella pensó que tenía que tomar la iniciativa si quería sorprenderlo, entonces sacó el tema de Igriega, lo mal que le había hecho la noticia de la paliza que recibió, le dijo que se había angustiado mucho, que seguramente él no sabía porque no había tenido oportunidad de comentarle, pero ellos estaban empezando a salir, a conocerse, se gustaban, y esto que había pasado había sido para ella muy doloroso. Le confesó que tuvo miedo de que le pasara algo grave, se daba cuenta de que inconscientemente había tenido miedo de perderlo, en especial tomando en cuenta que ella venía de una gran pérdida. Dijo todo esto de corrido y cuando terminó le asomaron unas lágrimas en los ojos, le temblaba la voz. Fausto estaba demudado, todo lo que le decía Margarita lo había tomado por sorpresa, lo paró en seco, lo abarajó en el aire. Él necesitaba tener cerca a Margarita, su atención y su mirada le hacían bien, lo hacían sentirse valorado y de algún modo le daban un nuevo sentido a su trabajo y también a sus días. En ese mediodía pensaba decirle, con mucho tacto, con cuidado, que ella lo potenciaba, que comprendía que había tenido un dolor muy grande pero por qué no probaban conocerse mejor, de a poco. Quería acercarse más a ella y estar a la altura de su imaginario. Tenía la sensación de que él podía ser su sol y ella orbitar alrededor de él. Y ahora ella estaba llorando porque tenía miedo de que a Igriega, que además era su novio, le pasara algo. Era un cambio diametral de panorama. Le pidió que se tranquilizara, que no se pusiera así, le dijo que Igriega estaría bien y se olvidarían rápido de este mal momento. Que ella se merecía estar bien después de lo que había pasado, que tenia derecho a ser feliz. Que probara la comida que estaba rica, que un día de estos le iba a hacer escuchar lo que estaba grabando, que después podía llamar a esa productora de tv y decirle que había reconsiderado el asunto y que hablaría con ella para ver las condiciones de ir a ese programa. Que estaba muy conforme con su trabajo y le era de gran ayuda y mientras le decía todas esas cosas se daba cuenta de que ella se alejaba de la tristeza que la había embargado, estaba un poco más repuesta, comía, lo escuchaba sonriendo, asentía con la cabeza. Tenían que moverse en ese terreno, salir de lo personal, ella estaba con Igriega, estaba claro; él estaba solo, como siempre.