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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (15 page)

BOOK: Los tres impostores
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—¿Mr. Mathias, si no me equivoco? —le dije.

—Sí señor, y usted es Frank Burton. No le pediré disculpas por la confianza, puesto que ése es su nombre. ¿Puedo preguntarle dónde va?

Le expliqué mi situación y agregué que había atravesado una región tan desconocida para mí como el más oscuro rincón del África.

—Creo que me quedan aún otras cinco millas —terminé diciendo.

—¡Qué tontería! Se viene usted a casa conmigo. Vivo cerca de aquí, estoy dando una vuelta antes de acostarme. Venga usted: más le valdrá pasar la noche en una cama, aunque sea improvisada, que caminando cinco millas.

Dejé que, tomándome del brazo, me llevara con él, aunque mucho me sorprendía tanta cordialidad en alguien que, después de todo, no pasaba de ser un simple conocido del club. No creo haberle dirigido la palabra media docena de veces hasta esa ocasión; Mr. Mathias era hombre de estarse horas enteras en su sillón sin decir esta boca es mía, sin leer y sin fumar, aunque de cuando en cuando se humedecía los labios con la lengua y sonreía de una manera extraña. Confieso que nunca me había atraído y que, a fin de cuentas, hubiese preferido seguir andando, pero me llevó agarrado del brazo por una calle lateral hasta que nos detuvimos ante un muro muy alto. Pasamos luego a través de un jardín silencioso e iluminado por la luna, bajo la sombra de un viejo cedro, y entramos en una antigua casa de ladrillos, con varios tejados. Me sentía muy cansado y, lanzando un suspiro de alivio, me dejé caer en un sillón de cuero. Usted conoce ese cascajo infernal que echan en las aceras de los suburbios; andar resulta una penitencia y mi caminata de cuatro millas me había fatigado más que diez millas por una vereda de campo. Miré con cierta curiosidad en torno mío: una lámpara de pantalla arrojaba un círculo de luz sobre unos papeles desperdigados en un escritorio con incrustaciones de bronce, de esos del siglo pasado, pero lo demás se encontraba en la penumbra y sólo me di cuenta de hallarme en una sala baja y alargada, llena de objetos que no distinguía y que podían ser muebles. Mr. Mathias tomó asiento en un segundo sillón y miró alrededor con esa peregrina sonrisa suya. Era hombre de cincuenta a sesenta años y de aspecto muy particular: siempre bien afeitado y tan pálido que hasta los labios los tenía blancos.

—Ya está usted aquí —comenzó diciendo—. Ahora debo infligirle mi colección. ¿No sabía usted que soy coleccionista? He dedicado muchos años a reunir curiosidades y en mi caso creo que se trata de algo que de verdad es curioso. Pero necesitamos más luz.

Fue al centro de la sala y encendió una lámpara que colgaba del techo; no bien se prendió el círculo de la mecha cuando de todas partes de la habitación surgieron imágenes de horror. Apoyados contra la pared se veían grandes marcos de madera provistos de complicados aparatos de sogas y poleas; una rueda de apariencia siniestra se levantaba al lado de lo que parecía una parrilla gigantesca; sobre varias mesitas relucían instrumentos de acero, dispuestos como al azar y listos para ser utilizados; una máquina de tornillo y tuerca arrojaba sombras inquietantes y del fondo de un nicho asomaban los dientes crueles y filosos de una sierra.

—Sí —dijo Mr. Mathias—, como usted ve son instrumentos de tortura, de tortura y de muerte. Algunos, muchos podría decir, han sido utilizados; unos cuantos son reproducciones de modelos antiguos. Esos cuchillos han servido para desollar; ese bastidor, excelente ejemplar, por cierto, es un potro de tortura. Mire esto: viene de Venecia. ¿Ve usted esa especie de collar en forma de herradura? Pues el paciente, por llamarlo así, se sentaba con toda comodidad y se le ajustaba la herradura en torno al cuello. Luego se unían ambos extremos con un cordón de seda y el verdugo daba vueltas a la manivela que acciona el cordón; la herradura se contraía poco a poco, a medida que el cordón se iba poniendo tirante, y no había sino que seguir dando vueltas a la manivela hasta que el hombre moría estrangulado. La ejecución se hacía en silencio, en una de las mazmorras que están bajo los Plomos. Todas estas cosas son, claro está, europeas; los orientales son mucho más ingeniosos. Vea usted mis máquinas chinas: ¿ha oído hablar de la «Muerte Lenta»? Estos objetos, sabe usted, son mi manía. A veces estoy aquí sentado hora tras hora, pensando en mi colección. Me imagino que veo aparecer en la oscuridad las caras de los hombres que han sufrido, caras perfiladas por la agonía, empapadas en el sudor de la muerte, y los oigo que piden piedad a gritos. Pero quiero enseñarle mi última adquisición. Venga conmigo a la otra sala.

Fui tras Mr. Mathias. El cansancio de la caminata, lo tardío de la hora y lo inverosímil de toda la escena me hacían sentirme como en un sueño; nada hubiera podido sorprenderme mucho. La segunda sala, al igual que la primera, estaba repleta de instrumentos atroces; bajo una lámpara había una plataforma de madera y sobre ella una figura. Era una estatua, en bronce verde, de una mujer desnuda, con los brazos abiertos y una sonrisa en los labios; podía pasar por una Venus y, sin embargo, algo tenía en su aspecto de mortal y perverso.

Mr. Mathias la miró con aire de satisfacción.

—¡Una verdadera obra de arte! —exclamó—. ¿No le parece? Está hecha de bronce, como usted ve, aunque hace mucho tiempo que se llama la Doncella de Hierro. Me acaba de llegar de Alemania; esta misma tarde la sacamos de la caja y ni siquiera he tenido tiempo de leer la carta con las instrucciones. ¿Ve usted ese botón entre los senos? Pues se ataba a la víctima contra la Doncella, se apretaba el botón y los brazos se cerraban lentamente, apretando el cuello. Ya se imagina usted el resultado.

Mientras hablaba, Mr. Mathias daba a la estatua unos golpecitos cariñosos. Me aparté y volví la cara hacia otro lado, pues me repugnaban tanto el hombre como su tesoro abominable. Sentí un ligero ruido, apenas más fuerte que el tictac de un reloj, al que no presté atención, y luego, de pronto, un zumbido, el ruido de una máquina en marcha. Me di media vuelta. No he olvidado nunca la horrible agonía que vi en la cara de Mathias cuando los brazos implacables le apretaron el cuello; hubo una breve lucha, como de fiera que cae en la trampa, y después un grito que acabó en un quejido ahogado. El zumbido se convirtió en un pesado traqueteo. Traté con todas mis fuerzas de separar los brazos de bronce pero nada pude hacer. La cabeza se había inclinado levemente y los labios verdes estaban sobre los labios de Mathias.

Naturalmente, tuve que asistir a la audiencia. La carta que llegó con la estatua se encontró sin abrir sobre la mesa del estudio. La empresa de comerciantes alemanes advertía a su cliente que tuviese mucho cuidado al tocar la Doncella de Hierro, pues el mecanismo estaba listo para ser utilizado.

Durante varias semanas Mr. Burton deleitó a Dyson con su agradable conversación, adornada de anécdotas y entremezclada con el relato de singulares aventuras. Por último, se desvaneció tan súbitamente como había aparecido y, en su última visita, consiguió llevarse consigo un ejemplar de la
Anatomía
que es obra de su tocayo. Dyson, habida cuenta de este violento ataque al derecho de propiedad, así como de algunas incoherencias manifiestas en la conversación de su ex amigo, llegó a la conclusión de que sus historias eran simples fábulas y de que la Doncella de Hierro sólo existía en el ámbito de una imaginación decorativa.

C
APÍTULO
VI

E
L RECLUSO DE
B
AYSWATER

Entre los muchos amigos a los que Mr. Dyson favorecía ocasionalmente con el placer de su compañía se hallaba Mr. Edgar Russell, oscuro y abnegado escritor realista que vivía en un pequeño cuarto, sin vista a la calle, en un segundo piso de Abingdon Grove, en Notting Hill. Bastaba alejarse unos pasos de la calle principal para advertir la atmósfera propia de Abingdon Grove: cierta calma, una paz soñolienta en la cual los pies tendían a moverse más despacio. Las casas estaban separadas de la acera por jardines en los que, según la estación, florecían alegremente lilas, laburnos y mayas de color rojo sangre. En una esquina, una antigua mansión, cuya fachada principal daba a otra calle, había logrado mantener en la parte de atrás un verdadero jardín amurallado de gran tamaño, que despedía un delicioso olor a hierba con las lluvias de comienzos del verano, en el que unos viejos olmos guardaban memorias del campo abierto y por el cual era grato caminar sobre el césped. Las casas de Abingdon Grove, pertenecientes en su mayoría al mediocre período estuco de hace unos treinta y cinco años, se hallaban pasablemente construidas y ofrecían un alojamiento tolerable a familias de modestos recursos; casi todas se habían convertido en viviendas de alquiler y no era raro ver sobre sus puertas letreros que anunciaban «Apartamento amueblado». En este lugar, en una casa de suficiente buen aspecto, se había establecido Mr. Russell, para quien la pobreza y la suciedad de la bohemia literaria no pasaban de ser una convención falsa y anticuada, y que prefería, según decía él mismo, vivir donde pudiese ver hojas verdes. En efecto, desde su habitación disfrutaba de una vista magnífica sobre una larga fila de jardines y una hilera de álamos ocultaba durante el verano el melancólico paisaje de las construcciones de Wilton Street. Mr. Rusell, hombre de exiguos ingresos, se alimentaba sobre todo de pan y té, pero cuando Dyson venía de visita enviaba al chico de la casa por un cuarto de cerveza y dejaba a su amigo entera libertad para fumar todo lo que quisiese del propio tabaco. La dueña había tenido la desgracia de quedarse durante varios meses sin inquilino para el primer piso y durante todo ese tiempo un letrero había proclamado en la puerta de la casa el vacío del interior. Una noche de comienzos de otoño, al subir Dyson los escalones de la entrada, sintió que algo faltaba y al mirar al tragaluz se dio cuenta de que había desaparecido el anuncio.

—¿Han alquilado el primer piso? —preguntó, tras saludar a Mr. Russell.

—Así es; lo alquiló una señora hace quince días.

—No me diga —respondió Dyson y, siempre curioso—: ¿Una señora joven?

—Sí, creo que sí. Es viuda y lleva un velo de crespón. Me he encontrado con ella un par de veces, en la entrada y en la calle, pero no le he visto la cara.

—Bueno —dijo Dyson, cuando tuvieron ante sí la cerveza y las pipas encendidas—. ¿Qué ha estado usted haciendo? ¿Cómo va ese trabajo?

—¡Ay de mí! —contestó el joven, con expresión de gran tristeza—. La vida es un purgatorio y poco menos que un infierno. Escribo eligiendo cada una de mis palabras, pesando y equilibrando la fuerza de cada sílaba, calculando los más sutiles efectos que puede producir el idioma, borrando y escribiendo otra vez, pasándome la noche entera en una sola página. A la mañana siguiente, cuando leo lo que he escrito, lo único que puedo hacer es arrojar el papel al canasto, si está escrito por ambos lados, o guardarlo en el cajón sí el reverso está en blanco. Cuando escribo una frase en la que digo algo original o ingenioso, la expresión es vulgar; cuando el estilo es bueno, sólo sirve para esconder la trivialidad de una fantasía trasnochada. Escribir me cuesta un trabajo horrible, Dyson, cada línea es una verdadera agonía. Envidio la suerte del carpintero de la esquina porque comprende su oficio. Cuando le piden una mesa no se retuerce de angustia; en cambio, si yo tuviese la mala suerte de que me encargasen un libro, creo que me volvería loco.

—Mi querido amigo, toma usted las cosas demasiado en serio —dijo Dyson—. Deje usted correr la pluma sobre el papel. Sobre todo, cada vez que se siente a escribir, crea firmemente que es usted un artista y que se trae entre manos una obra maestra. Suponga que le faltan las ideas; diga, como lo oí decir a uno de nuestros artistas más finos: «Qué más da, las ideas están todas allí, en el fondo de la caja de cigarrillos.» Usted fuma pipa pero la receta es la misma. Además, no le han faltado momentos felices, que deben ser consuelo suficiente.

—Quizá tenga usted razón. Pero esos momentos son muy escasos, y en cambio sufro la tortura de una concepción estupenda arruinada por una ejecución que sería indigna de la hoja parroquial. Hace una o dos noches, por ejemplo, me sentí feliz durante un par de horas; estaba despierto y veía visiones. ¡Y luego, por la mañana!

—¿Qué idea era esa?

—Me parecía algo espléndido: pensaba en Balzac y su
Comedia Humana
, en Zola y la familia Rougon Macquart. De pronto se me ocurrió escribir la historia de una calle. Cada casa sería un volumen. Elegí la calle, veía las casas una a una y leía como en un libro su fisiología y psicología; la calle se extendía ante mis ojos en la forma que de verdad tiene: una callecita que conozco, por la que he pasado cien veces, en que hay unas veinte casas, ricas y pobres, y jardines con lilas en flor. Al mismo tiempo era un símbolo, una vía dolorosa de esperanzas acariciadas y defraudadas, años y años de una existencia monótona sin mayores alegrías o tristezas, nada más que penas y tragedias oscuras; en la puerta de una de las casas vi la mancha roja de la sangre, y detrás de una ventana, dos sombras ennegrecidas y borrosas sobre las persianas, meciéndose al extremo de una cuerda, las sombras de un hombre y de su mujer, ahorcados en un salón vulgar alumbrado con gas. Estas fueron mis fantasías pero, en cuanto la pluma tocó el papel, se marchitaron y desvanecieron.

—Sí, hay mucho de eso —respondió Dyson—. Le envidio a usted el trabajo de transmutar la visión en realidad y, aún más, le envidio el día en que al mirar sus estanterías verá en ellas una colección de veinte volúmenes, la serie completa y terminada para siempre. Permítame rogarle que los haga encuadernar en un buen pergamino con letras de oro: es la única encuademación posible para un libro de valor. Cuando paso ante una tienda de lujo y veo en los escaparates los volúmenes en tafilete, llenos de guarniciones y adornos, en lindos contrastes de rojo y verde, digo para mí: «Esos no son libros, sino
bibelots
.» Un libro así encuadernado, hablo de un verdadero libro, claro está, es como una estatua gótica cubierta de brocado de Lyon.

—¡Ay! —exclamó Rusell—. No hace falta que discutamos la encuademación, los libros no están comenzados.

Siguieron conversando, como siempre, hasta las once, hora en que Dyson dio a su amigo las buenas noches. Conocía el camino y bajó solo las escaleras, pero cuál no sería su sorpresa cuando, al cruzar el descansillo del primer piso, se entreabrió una puerta y apareció una mano que lo llamaba.

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