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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (18 page)

BOOK: Los tres impostores
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—Levante la lámpara —dijo el médico, y entramos al cuarto.

—Aquí está —dijo el doctor Haberden, acezante—. Mire en ese rincón.

Miré, y el horror me apretó el corazón con un hierro candente. Sobre el piso borboteaba en su corrupción abominable una masa oscura y putrefacta, ni líquida ni sólida, que cambiaba y se derretía ante nuestros propios ojos despidiendo gruesas burbujas untuosas como pez hirviendo. En medio de la carroña brillaban dos puntos de fuego que eran dos ojos, vi la masa agitarse y retorcerse como si tuviese miembros, vi algo que se movió y se levantó en ella, algo que podía ser un brazo. El doctor dio un paso adelante, levantó la herramienta de hierro y golpeó sobre los puntos ardientes; hincó el arma y golpeó una y otra vez, con la furia que da el asco. Por fin la cosa quedó en silencio.

Una o dos semanas más tarde, cuando me hube recobrado hasta cierto punto de la terrible impresión, el doctor Haberden vino a verme.

—He vendido mi consultorio —comenzó diciendo—, y mañana me embarco en un largo viaje. No sé si volveré alguna vez a Inglaterra; probablemente compre tierras en California y pase en ellas lo que me queda de vida. Le he traído este sobre, que puede usted abrir cuando se sienta con fuerzas para hacerlo: es el informe del doctor Chambers sobre la sustancia que le entregué. Adiós, Miss Leicester, adiós.

Abrí el sobre en cuanto me quedé sola: no podía esperar ni un momento para leer lo que contenía. Aquí está el manuscrito y, si usted me lo permite, le leeré la asombrosa historia.

«Mi querido Haberden —empezaba la carta—, me he demorado de manera imperdonable en responder a sus preguntas sobre la sustancia blanca que me hizo llegar. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre lo que debía hacer, pues en las ciencias naturales existe intolerancia y ortodoxia, tanto como en la teología, y estaba persuadido de que, al decirle la verdad, ofendería prejuicios arraigados que una vez yo mismo compartía. Al fin he decidido hablarle con franqueza y para ello debo comenzar por una breve explicación personal.

»Hace muchos años que usted me conoce, Haberden, en mi calidad de hombre de ciencia. Usted y yo hemos conversado a menudo acerca de nuestra profesión y del abismo sin esperanza que se abre a los pies de quienes sueñan con llegar a la verdad por cualquier vía ajena al camino real de la experimentación científica y la observación de hechos materiales. Recuerdo el desprecio con que me habló usted de los hombres de ciencia que, tras ocuparse un poco de lo invisible, han sugerido tímidamente que tal vez, a fin de cuentas, los sentidos no sean las fronteras perpetuas e infranqueables de todo conocimiento, los muros eternos que el ser humano no ha superado nunca. Nos hemos reído juntos de buena gana, creo que con razón, de las locuras del «ocultismo» de nuestra época, que se disfraza con los nombres más diversos —mesmerismo, espiritualismo, materializaciones, teosofías— y de todos los vulgares desvarios de la impostura, la maquinaria de engaños groseros y prestidigitación lamentable, la magia de salón practicada en algunas sórdidas calles de Londres. Y sin embargo, dicho todo esto, debo confesarle que no soy un materialista, entendiendo la palabra, por supuesto, en su sentido usual. Hace muchos años que me he convencido —y no olvide usted que yo era un escéptico— de que la antigua e inflexible teoría es del todo falsa. Quizá esta confesión no lo ofenda tan gravemente como hubiese sido el caso hace veinte años, pues supongo que estará usted al corriente de las hipótesis propuestas hace un tiempo por hombres de ciencia intachables, hipótesis que no hay más remedio que calificar de trascendentales. Sospecho, por lo demás, que la mayoría de los químicos y biólogos de renombre harían suyo el
dictum
del escolástico,
Omnia execunt in mysterium
que significa, si no ando descaminado, que todas las ramas del saber humano, una vez rastreadas hasta sus fuentes y principios finales, se desvanecen en el misterio. No he de molestarlo ahora con una relación detallada de los pasos tan arduos que me llevaron a mis conclusiones; unos cuantos experimentos sencillos me hicieron dudar de los puntos de vista que entonces defendía, y las ideas surgidas de circunstancias relativamente insignificantes me condujeron muy lejos; mi antigua concepción del mundo ha desaparecido y ahora me encuentro en un mundo para mí tan extraño y maravilloso como las olas incesantes del océano vistas por primera vez, llenas de luz, desde lo alto de un pico, en Darién. Ahora sé que las murallas impenetrables de los sentidos, que se elevaban hasta el cielo y hundían sus cimientos bajo las más hondas profundidades, aislándonos para siempre, no son las barreras perpetuas e impasables que imaginábamos, sino velos transparentes y finísimos, que se apartan ante el hombre que busca y se disuelven de pronto como la bruma mañanera en las márgenes del arroyo. Sé que usted nunca hizo suya la posición materialista extrema; no es usted de los que tratan de probar una negativa universal, pues su sentido de la lógica lo ha retenido ante este último absurdo, pero estoy seguro de que todo lo que vengo diciendo le parecerá increíble y contrario a sus hábitos mentales. No obstante, Haberden, lo que digo es la verdad y, aún más, para usar el lenguaje que nos es común, la única verdad científica comprobada por la experiencia. El universo es más espléndido y terrible de lo que soñábamos. El universo entero, amigo mío, es un sacramento tremendo; una fuerza y una energía místicas e inefables, veladas por la forma exterior de la materia; y el hombre, y el sol y las demás estrellas, y la flor entre la hierba y el cristal en la probeta del laboratorio son, todo y cada uno de ellos, igualmente espirituales y materiales, y están sujetos a una acción interior.

»Tal vez se pregunta usted, Haberden, adónde nos lleva todo esto, pero creo que si lo piensa un poco le será claro. Comprenderá usted que, con esta perspectiva, cambia toda visión de las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo puede resultar muy posible. En suma, debemos mirar los mitos y leyendas con otros ojos, y estar dispuestos a aceptar historias que creíamos meras fábulas. A fin de cuentas, la ciencia moderna no hace menos concesiones, aunque de manera hipócrita; es cierto que no debe usted creer en la hechicería, pero puede admitir el hipnotismo; los fantasmas están pasados de moda, pero no faltan razones para justificar la telepatía. Casi podría ser un refrán moderno: dale a la superstición un nombre griego y podrás creer en ella.

»Hasta aquí mi explicación personal. Usted me hizo llegar, Haberden, un frasco taponado y sellado que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y escamoso que un farmacéutico había estado administrando a uno de sus pacientes. No me sorprende saber que no consiguiera usted ningún resultado en sus análisis del polvo. Se trata de una sustancia que unas cuantas personas conocían hace muchos siglos, pero nunca creí que llegase a mi laboratorio proveniente de una farmacia moderna. No hay razón alguna para dudar de la historia que cuenta el boticario; sin duda le compró a un mayorista, como dice, el frasco con las sales —más bien poco comunes— que usted recetó a su paciente, y es probable que el frasco permaneciera en sus anaqueles veinte años o quizá más. Entonces se puso en marcha lo que llamamos el azar y la coincidencia; durante todo ese tiempo las sales del frasco estuvieron expuestas a determinadas variaciones recurrentes de temperatura, que debían oscilar entre cuarenta y ochenta grados. Estos cambios, que ocurrían año tras año a intervalos irregulares, con diversas intensidades y duraciones, han constituido un proceso, y un proceso tan complejo y delicado que dudo que un aparato científico moderno, dirigido con la mayor precisión, sea capaz de producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me mandó es algo muy distinto al fármaco que figuraba en su receta; es el mismo polvo con que se preparaba el vino de los aquelarres, el
Vinum Sabbati
. Sin duda ha leído usted algo sobre los aquelarres de brujas y se ha reído de los cuentos que asustaban a nuestros antepasados: gatos negros, escobas y maldiciones proferidas contra la vaca de una vieja. Desde que supe la verdad he pensado muchas veces que, en resumidas cuentas, es una suerte que la gente crea en estas fábulas, que ocultan cosas que más le vale no conocer. Pero si se da usted el trabajo de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight, encontrará que el verdadero aquelarre era algo muy distinto, aunque el autor ha tenido buen cuidado de no publicar todo lo que sabía. Los secretos del aquelarre vienen de tiempos remotos y sobrevivieron hasta la Edad Media: son los secretos de una ciencia maligna que existió mucho antes de que los arios llegasen a Europa. Se atraía con engaños a hombres y mujeres para que dejaran sus casas, y luego venían a su encuentro seres capaces de asumir, como, en efecto, asumían, el papel de demonios. Estos seres los conducían hasta un lugar desolado y solitario, que los iniciados conocían en virtud de una larga tradición, aunque fuese desconocido para todos los demás. Quizá era una cueva en un monte árido y agostado por los vientos, quizá un claro en lo más profundo de un gran bosque, y allí se celebraba el aquelarre. Allí, al sonar la hora más negra de la noche, se preparaba el
Vinum Sabbati
, se vertía el licor maldito en el cáliz ofrecido a los neófitos, que recibían el sacramento infernal;
sumentes calicem principis inferorum
, como bien dice un viejo autor. Y de pronto, cada uno de los que había bebido veía a su lado una pareja, una figura seductora de encanto más que terrenal, que lo invitaba con una seña a compartir placeres más intensos y exquisitos que el estremecimiento de los sueños y a consumar la boda del aquelarre. Es difícil escribir acerca de esto, sobre todo porque la figura de incitante belleza no era una alucinación, sino, por más terrible que sea decirlo, el propio hombre. Merced al poder del vino embrujado, a unos cuantos granos de polvo blanco en un vaso de agua, la casa de la vida se partía en dos, se deshacía la trinidad humana, y el gusano que no muere, sino que aguarda dormido en cada uno de nosotros, se convertía en algo tangible y exterior, recubierto de una vestidura de carne. A la medianoche se repetía y representaba la caída original, y volvía a manifestarse el misterio velado en el mito del árbol del paraíso. Así se llevaban a cabo las
nuptiae Sabbaii
.

»Prefiero no decir más; usted, Haberden, sabe tan bien como yo, que ni siquiera las leyes más triviales de la vida pueden transgredirse impunemente; un acto tan nefando como éste, en el que se profanaba la parte más recóndita del templo, exigía una venganza implacable. Lo que empezó en la corrupción acababa también en la corrupción.»

Debajo, el doctor Haberden ha escrito de su puño y letra lo siguiente:

«Todo lo que antecede es, por desgracia, entera y rigurosamente cierto. Su hermano me lo confesó la mañana que lo visité en su habitación. En un primer momento me llamó la atención la mano que tenía vendada y le obligué a que me la mostrara. Lo que vi hizo que, aunque soy un médico con muchos años de experiencia, me sintiese enfermo de asco, y la historia que escuché fue infinitamente más aterradora de lo que creía posible. Me he sentido tentado a dudar de la Bondad Eterna que permite a la naturaleza ofrecer posibilidades tan abominables; si usted no hubiese visto el final con sus propios ojos, le diría ahora: no crea ni una palabra. Siento que no me quedan sino unas pocas semanas de vida, pero usted es joven y puede olvidar todo esto.

J
OSEPH
H
ABERDEN

Al cabo de dos o tres meses supe que el doctor Haberden había muerto a bordo, poco después de que su barco dejara Inglaterra.

Miss Leicester dejó de hablar y miró con expresión patética a Dyson, quien no pudo evitar ciertos síntomas de inquietud. Dijo, tartamudeando, dos o tres frases entrecortadas acerca de su profundo interés por la historia extraordinaria que había escuchado, y luego, de mejor talante:

—Pero discúlpeme, Miss Leicester, entiendo que se encuentra en dificultades. Tuvo usted la amabilidad de pedirme que le prestase ayuda.

—¡Ah, lo había olvidado! —respondió la joven—. Lo que ahora me sucede parece de poca importancia comparado a lo que acabo de contarle. Como es usted tan atento se lo diré. Aunque le parezca increíble, hay personas que sospechan, o fingen que sospechan, que he asesinado a mi hermano. Estas personas son parientes míos y sus motivos de lo más sórdido; lo cierto es que me encuentro sometida a la vergonzosa humillación de estar vigilada. Sí, señor, no contentos con seguir mis pasos cuando viajé al extranjero, me impusieron en mi propia casa una observación disimulada pero constante. Para una persona de mi carácter esto resulta insoportable, y decidí valerme de mi ingenio a fin de burlar a mis perseguidores. Por suerte, tuve éxito; me disfracé, como usted ve, y durante un tiempo he vivido tranquilamente, sin que conozcan mi paradero. Sin embargo, tengo razones para creer que mis enemigos han dado conmigo: o mucho me engaño, o ayer vi al detective que se encarga de la odiosa tarea de espiarme. Usted, señor, es hombre alerta y de buena vista: ¿no ha visto a nadie rondando por aquí esta noche?

—No lo creo —contestó Dyson—, pero tal vez podría usted decirme cómo es ese detective.

—Por supuesto. Es un hombre más bien joven, moreno, de bigotes oscuros. Se ha puesto unos grandes anteojos, con idea de que no lo conozca, pero no alcanza a ocultar su nerviosismo, lo denuncian las miradas rápidas e inquietas que lanza a un lado y a otro.

La descripción fue ya demasiado para el desdichado Dyson, que ardía de impaciencia por salir de la casa, y hubiese preferido unos cuantos juramentos del siglo XVIII si no se lo prohibiera la buena educación.

—Perdone usted, Miss Leicester —dijo, con fría cortesía—. No me es posible ayudarla.

—¡Ah!, lo he ofendido en algo —respondió ella—. Dígame lo que he hecho y le rogaré que me perdone.

—Se equivoca usted —dijo Dyson, echando mano del sombrero y hablando con una cierta dificultad—. No ha hecho usted nada, pero, como le digo, no me es posible ayudarla. Quizá —añadió, con un leve matiz de sarcasmo—, quizá mi amigo Russell pueda serle de alguna utilidad.

—Muchas gracias —contestó Miss Leicester—, haré la prueba con él —y acto seguido lanzó una aguda carcajada, que llenó hasta los bordes la copa de escándalo y confusión de Mr. Dyson.

Dyson dejó la casa poco después y saboreó la delicia de una caminata de cinco millas, a través de calles que fueron pasando poco a poco del negro al gris y del gris a luminosos pasajes de gloria donde resplandecía el sol. Aquí y allá se cruzó con noctámbulos extraviados, y le hicieron pensar que nadie había pasado la noche de manera más inútil que él. Al llegar a su casa había formulado sus propósitos de enmienda. Decidió renunciar a todos los métodos milesios y árabes de entretenimiento, y en adelante suscribirse a la biblioteca Mudie para disponer de un suministro regular de novelas sencillas e inofensivas.

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