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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (13 page)

BOOK: Los tres impostores
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»Agregaré tan sólo que el abogado del profesor Gregg trató mi versión de lo acontecido como un cuento de hadas y se negó hasta a mirar los documentos que le presenté. Fue él quien hizo publicar en la prensa que el profesor Gregg se había ahogado y su cadáver seguramente arrastrado mar adentro.»

Miss Lally dejó de hablar y miró a Mr. Phillips con aire interrogante. Por su parte, Phillips se había sumido en una honda meditación y, al levantar la vista, encontró frente a sí la agitación de la plaza al caer la tarde, los hombres y mujeres que apretaban el paso para ir a cenar, el rumor y el movimiento de la vida cotidiana: todo le pareció irreal y fantástico, el sueño de una mañana después de un breve despertar.

—Le agradezco mucho la historia tan interesante que me ha contado —dijo por fin—. Interesante para mí, sobre todo porque estoy convencido de que es completamente cierta.

—Señor, usted me apena y me ofende —respondió la joven con la energía de la indignación—. ¿Cree usted que perdería mi tiempo y el suyo inventando cuentos en un banco de la plaza Leicester?

—Discúlpeme, Miss Lally, me parece que no me ha entendido bien. Antes de empezar estaba seguro de que hablaría usted de buena fe, pero sus experiencias tienen un valor mucho mayor. Las circunstancias más extraordinarias de su relato se hallan en perfecta armonía con las teorías científicas más recientes. Al profesor Lodge le encantaría que se pusiese usted en comunicación con él: hace tiempo que sigo con interés la atrevida hipótesis de Lodge para explicar los prodigios del llamado espiritismo, pero, con lo que usted acaba de contarme, la cuestión deja de ser una simple hipótesis.

—Ah, señor, todo esto no me sirve de nada —respondió la joven—. Olvida usted que mi hermano ha desaparecido en las circunstancias más raras e inquietantes. Otra vez se lo pregunto: ¿no lo ha visto usted al venir hacia aquí? Los bigotes, los anteojos, las miradas que lanza tímidamente de un lado a otro; piénselo bien: ¿no le recuerdan nada estos detalles?

—Siento decirle que no he visto a nadie que se le parezca —dijo Phillips, quien se había olvidado del hermano perdido—. Permítame, sin embargo, hacerle unas cuantas preguntas. ¿Se dio usted cuenta de si el profesor Gregg...?

—Perdone usted, señor, ya me he quedado demasiado tiempo. Mis patrones me estarán esperando. Le agradezco mucho sus atenciones. Buenas tardes.

Antes de que Mr. Phillips se recobrara de la sorpresa que le produjo esta brusca despedida, había perdido de vista a Miss Lally, quien fue a confundirse con la multitud que llenaba los alrededores del Empire. Phillips volvió a casa muy pensativo y bebió demasiado té. A las diez de la noche había preparado su tercera infusión y esbozado un pequeño ensayo que llevaría por título
Reversión del protoplasma
.

C
APÍTULO
IV

I
NCIDENTE EN LA TABERNA

Mr. Dyson pensaba muchas veces en el singular relato que escuchara en el Café de la Touraine. Para empezar, abrigaba la profunda convicción de que en la entretenida historia de Mr. Smith y el Cañón Negro la verdad estaba repartida con mano demasiado frugal y hasta tacaña. En segundo lugar, la viva agitación del narrador había sido innegable, y sus gestos en medio de la calle demasiado violentos para ser simulados. La idea de un hombre que recorre Londres aterrado ante la idea de tropezarse con un joven de anteojos le parecía a Dyson de un supremo ridículo y en vano fatigó su memoria en busca de precedentes novelescos. Seguía visitando de vez en cuando el pequeño café, con la esperanza de encontrar a Mr. Wilkins, y se mantenía alerta ante la populosa generación de hombres con anteojos, seguro de recordar la cara del joven que viera salir corriendo de la panadería. Todas sus búsquedas y peregrinaciones quedaron en nada, y sólo la firme confianza que lo animaba en sus cualidades innatas de detective y en su fina intuición frente a lo misterioso sostuvo a Dyson en la empresa. En realidad tenía dos casos entre manos y cada día, ya sea que pasara por calles desiertas o repletas de gente, que rondara por barrios oscuros o acechara la aventura en las esquinas, se sentía más y más sorprendido de que siguiese eludiéndolo la aventura de la moneda de oro, mientras que el ingenioso Wilkins y el joven de anteojos que tanto temor le inspiraba se habían esfumado como tragados por la tierra.

Una tarde se hallaba dándole vueltas a estos problemas en una taberna del Strand, y la obstinación con que lo evitaban las personas a quienes tan ardientemente deseaba encontrar añadía a su modesto
bock
un nuevo toque amargo. Se encontraba solo en el compartimiento y, sin darse cuenta de lo que hacía, expresó en voz alta sus meditaciones: «¡Qué raro es todo esto! Un hombre va por la calle muerto de miedo de encontrarse con un joven de anteojos y aire tímido, cuya imagen lo persigue. Y la emoción era tremenda, eso podría jurarlo.» No había terminado la frase cuando, rápida como el pensamiento, una cabeza se asomó por encima del tabique y desapareció otra vez; apenas si tuvo tiempo Dyson de preguntarse lo que esto significaba, pues la puerta del compartimiento se abrió para dejar paso a un caballero elegante, bien afeitado y sonriente.

—Perdone usted, señor, si lo interrumpo —se excusó contésmente—, pero hace un momento dijo usted algo.

—Así es —respondió Dyson—; me preocupa una cuestión sin importancia y pensé en voz alta. Puesto que usted escuchó lo que dije, y parece interesarle, quizá pueda sacarme de mi perplejidad.

—No lo sé: es una coincidencia sorprendente. Más vale andar con cautela. Supongo, señor, que no tendrá usted inconveniente en colaborar con la justicia.

—La justicia —dijo Dyson— es un término tan amplio que tampoco yo sé qué respuesta darle. Pero este sitio no se presta a una conversación. ¿Quiere venir a mi casa?

—Muy amable de su parte. Me llamo Burton, aunque siento decir que no llevo conmigo una tarjeta. ¿Vive usted cerca?

—A diez minutos de aquí.

Mr. Burton se sacó un reloj del bolsillo y pareció sumirse en unos rápidos cálculos.

—Debo tomar un tren, pero más tarde, de modo que, si no es molestia, iré con usted. Estoy seguro de que tendremos de qué hablar. ¿Es de este lado?

Atravesaron el Strand a la hora en que se llenan los teatros; la calle resonaba con el bullicio de la multitud y Dyson miró en torno suyo afectuosamente. Las hileras relucientes de los faroles de gas, aquí y allá la cegadora luz eléctrica, los cabriolés que corrían de un lado a otro al son de sus campanillas, los omnibuses repletos y los transeúntes presurosos que llenaban las aceras componían su cuadro preferido; la graciosa aguja de St. Mary le Strand de una parte, y el último resplandor del crepúsculo de la otra, lo llenaban de gratitud, como a Linneo la visión de una flor de retama. Mientras cruzaba la calle, Mr. Burton reparó en esa mirada de afecto.

—Veo que aprecia usted el lado pintoresco de Londres —dijo—. Para mí esta gran ciudad es lo mismo que para usted: el estudio y el amor de mi vida. ¡Qué pocos son los que consiguen apartar los velos de la aparente fealdad y monotonía! He leído en un periódico —me dicen que es el de mayor circulación en todo el mundo— una comparación entre Londres y París que, le aseguro, merecería un premio como obra maestra de la estupidez más presumida. Imagínese usted, si puede, un ser humano de inteligencia ordinaria que prefiere los bulevares a nuestras calles londinenses; imagínese a un hombre que pide la total destrucción de esta preciosa ciudad para reproducir aquí, en Londres, la aburrida uniformidad de ese sepulcro blanqueado llamado París. ¿No es verdaderamente increíble?

—Mi querido señor —dijo Dyson, mirando a Burton con interés— estoy en todo de acuerdo con sus opiniones, pero no puedo compartir su asombro. ¿Sabe usted cuánto recibió George Eliot por
Romola
? ¿Conoce la tirada de
Robert Elsmere
? ¿Lee usted regularmente
Tit-Bits
? Para mí, por el contrario, es una razón constante de asombro y agradecimiento que no se abrieran bulevares en Londres hace ya veinte años. Celebro esa línea exquisita e irregular que dibujan los edificios contra los suaves verdes y azules y las nubes rojas del atardecer pero, más que celebrarla, me sorprende que exista. En cuanto a St. Mary le Strand, su conservación es, ni más ni menos, un milagro. ¡Un edificio de refinada belleza contra calzadas para cuatro omnibuses! La conclusión, por supuesto, es evidente. ¿No ha leído usted la carta del hombre que propone abolir todo el misterioso sistema, el plan inmemorial con que se calcula la Pascua, porque el veinticinco de marzo le parece muy pronto para que su hijo salga de vacaciones? Pero vamos andando.

Se habían detenido en una esquina en el lado norte del Strand, disfrutando del esplendor y los contrastes de la escena. Dyson señaló el camino con un gesto y se internaron por calles menos frecuentadas, derivando un poco hacia la derecha, hasta llegar a su alojamiento, al borde de Bloomsbury. Mister Burton se arrellanó en un cómodo sillón junto a la ventana abierta, mientras que Dyson encendía las velas y sacaba el whisky y los cigarrillos.

—Me aseguran que estos cigarrillos son muy buenos —dijo—, pero no tengo manera de saberlo, porque sostengo que sólo hay un tabaco y es mi picadura. ¿No se deja usted tentar por una pipa?

Mr. Burton rechazó el ofrecimiento con una sonrisa y tomó un cigarrillo de la caja. Había fumado la mitad cuando, titubeando un poco, dijo:

—Es muy amable de su parte tenerme aquí, mister Dyson; lo cierto es que los intereses en juego son demasiado graves para discutirlos en una taberna donde como usted se ha dado cuenta, hay de cada lado gentes que escuchan, queriéndolo o sin quererlo. Creo que le oí decir algo sobre lo extraño que es una persona que va por Londres aterrada de tropezarse con un joven de anteojos.

—Sí, eso es.

—¿Tendría usted inconveniente en contarme los hechos que son motivo de su reflexión?

—En absoluto. Esto fue lo que pasó —y Dyson trazó un rápido esbozo de la aventura de la calle de Oxford, insistiendo en los gestos violentos de Mr. Wilkins, pero suprimiendo por entero la historia que éste le contara en el café—. Me dijo que vivía en todo momento con el terror de encontrarse a este hombre, y lo dejé cuando me pareció lo bastante sereno para valerse por sí mismo.

—Bueno, bueno —dijo Mr. Burton—. ¿Y usted consiguió ver a esa misteriosa persona?

—Sí.

—¿Podría usted describirla?

—Me pareció un hombre joven, pálido, nervioso. Tenía un pequeño bigote negro y llevaba unos anteojos más bien grandes.

—¡Esto es sencillamente extraordinario! Me deja usted con la boca abierta. Ahora le diré el interés que tengo yo en el asunto. No siento ningún miedo de encontrarme con un joven moreno y de anteojos, pero sospecho que una persona de ese aspecto preferiría con mucho no encontrarse conmigo. La descripción que usted acaba de hacer le cuadra al pie de la letra. Una mirada nerviosa a izquierda y derecha, ¿no es eso? Y, como usted ha observado, grandes anteojos y un bigotito negro. No es posible que existan dos personas exactamente idénticas: una que es causa de terror y otra, me lo imagino, con muchas ganas de quitarse de en medio. ¿Ha vuelto a ver a ese hombre?

—No, no lo he visto, aunque he estado atento por si acaso me cruzaba con él. Puede muy bien, por supuesto, haber salido de Londres y hasta de Inglaterra.

—Eso me parece improbable. Bueno, Mr. Dyson, es justo que le cuente mi historia ahora que he escuchado la suya. Le diré, pues, que soy agente de curiosidades y objetos preciosos de todas clases. Extraño oficio, ¿no es verdad? Naturalmente, en un comienzo no pensaba dedicarme a él, sino que fui entrando en los negocios poco a poco. Siempre he sido aficionado a las cosas raras y exóticas, y al cumplir los veinte años tenía ya media docena de colecciones. Por lo general se ignora que los campesinos descubren, con mucha frecuencia, objetos de valor; quedaría usted asombrado si le dijera los tesoros que, lo he visto con mis propios ojos, sacan de la tierra los arados. En ese tiempo vivía yo en el campo y solía comprar cualquier cosa que me trajesen los trabajadores de las granjas; era dueño de la más curiosa serie de cachivaches, como llamaban mis amigos a mi colección. Pero así es como aprendí el oficio, que es lo más importante, y más tarde se me ocurrió que bien podía aprovechar lo que sabía para aumentar mis ingresos. Desde esos primeros días he estado en casi todo el mundo, han pasado por mis manos muchos objetos valiosísimos y he llevado a cabo negociaciones arduas y delicadas. ¿Ha oído usted hablar del ópalo del Khan, que llaman en Oriente «la piedra de los mil y un colores»? La conquista de esa piedra es quizá el mayor de mis éxitos. Yo la llamo la piedra de las mil y una mentiras, pues le aseguro que tuve que inventar todo un ciclo de folklore para que el Rajá, su dueño, aceptase venderla. Pagué a varios de esos vagabundos que se ganan la vida contando cuentos, e inventaron historias en que el ópalo resultaba funesto; contraté también a un santón —un gran asceta— que profetizó contra la piedra en la más pura retórica del simbolismo oriental. En suma, el Raja se llevó el gran susto de su vida. Ya ve usted que en mi especialidad comercial hay campo para la diplomacia. Debo mantenerme alerta en todo momento, y más de una vez me he dado cuenta de que, a menos de medir cada paso y pesar cada palabra, no me quedaba mucho tiempo de vida. En abril pasado tuve noticia de que una piedra antigua y de gran precio se hallaba en el sur de Italia, en manos de gente que no tenía idea de su valor. Nada más difícil que negociar con ignorantes: ésa ha sido siempre mi experiencia. Conozco campesinos para quienes un chelín de Jorge I es un hallazgo de valor casi incalculable; todos los fracasos de mi carrera han sido con esta clase de gente. Pensando en esto, advertí que la adquisición de la piedra exigiría la diplomacia más sutil; quizá fuese posible conseguirla ofreciendo una cantidad próxima a su verdadero valor, pero no hace falta explicarle que este procedimiento sería muy poco comercial. Más aún, dudo que hubiese tenido éxito, pues en cuanto esas gentes oyen hablar de una suma que les parece enorme, se les despierta la codicia, y la baja astucia que en ellos hace las veces de inteligencia les hace pensar que, si les ofrecen tanto, el objeto debe valer por lo menos el doble. Naturalmente, cuando se trata de algo ordinario, un jarro viejo, un arcón guarnecido o una lámpara de bronce de forma poco común, esto no importa mucho; la codicia del dueño se vuelve contra él, el coleccionista se echa a reír y se despide, pues sabe que esas cosas no son únicas ni mucho menos. En este caso, sin embargo, yo deseaba ardientemente apoderarme de la piedra y, como no abrigaba la intención de ofrecer más de una centésima parte de su valor, debía recurrir a todas mis facultades, digamos imaginativas y diplomáticas. Lamento añadir que consideré imposible encargarme solo de la empresa y que decidí confiar en mi asistente, un joven llamado William Robbins a quien creía muy capaz. Mi idea era que Robbins se hiciera pasar por un vendedor de alhajas, aunque de la más baja categoría; llegaría a la ciudad en cuestión chapurreando un poco de italiano, y conseguiría ver la piedra, tal vez ofreciendo en venta algunas baratijas, aunque eso lo veríamos más adelante. Luego empezaría mi parte, pero no quiero cansarlo contándole dos veces el mismo cuento. En su momento, Robbins partió para Italia con un surtido de piedras sin tallar, unos cuantos anillos y algunas joyas que compré en Birmingham para su expedición. Yo lo seguí una semana más tarde y viajé despacio, con lo cual llegué quince días después que él a nuestro destino. Había un solo hotel decente, en el cual me alojé, y al preguntarle al dueño si paraban en la ciudad muchos extranjeros, me respondió que muy pocos; en una pequeña taberna se hospedaba un inglés, un buhonero que vendía su bisutería muy barata y quería comprar cosas viejas. Durante cinco o seis días me dediqué a la vida descansada y la verdad es que disfruté de ella. Parte de mi plan era que me creyesen enormemente rico; sabía muy bien que la extravagancia de mis comidas, y el precio de cada botella de vino que bebía, no se le pudrirían al hostelero en el pecho, como dice Sancho Panza. Al terminar la semana tuve la buena suerte de ser presentado en el café al
Signor
Melini, el dueño de la piedra que yo tanto deseaba y, gracias a su generosa hospitalidad y a mi buen humor, no tardé en convertirme en amigo de la familia. En mi tercera o cuarta visita logré que los dueños de la casa hablaran del buhonero inglés quien, me contaron, se expresaba en un italiano detestable. «Pero eso no importa —añadió la
Signora
Melini—, porque trae lindas cosas y las vende muy baratas.» «Ojalá no salga usted perdiendo —le contesté—. La verdad es que en Inglaterra estos comerciantes no inspiran mucha confianza. Casi siempre pregonan lo baratas que son sus cosas y luego resulta que cobran el doble que en las tiendas.» No me querían creer y la
Signora
Melini insistió en mostrarme los tres anillos y el brazalete que había comprado. Me dijo los precios y, tras examinar los artículos con mucho detenimiento, me vi forzado a admitir que había hecho un buen negocio, y lo cierto es que Robbins había vendido a mitad de precio. Admiré las baratijas, las devolví a la señora e insinué que el comerciante no debía ser muy despierto. Dos días más tarde, mientras tomaba en el café una copa de vermut con el
Signor
Melini, fue él quien llevó la conversación al buhonero a quien, recordó al pasar, había mostrado una pequeña curiosidad, por la cual el inglés le había hecho una oferta más bien interesante. «Mi querido señor —le dije—, espero que tendrá usted cuidado. Ya le he dicho que los vendedores ambulantes no son gente de buena fama en Inglaterra y, a pesar de su aparente ingenuidad, éste bien puede resultar un bribón. ¿Me permite preguntarle cuál es la curiosidad que usted le ha mostrado?» Me respondió que se trataba de una insignificancia, una linda piedrecita con unas figuras talladas; la gente creía que era antigua. «Me gustaría examinarla —le dije—, da la casualidad que he visto muchas de estas gemas. En nuestro Museo, en Londres, tenemos una colección excelente.» No tardó en enseñármela y por fin tuve entre las manos la piedra que tanto había deseado. La miré con indiferencia y la puse con cierto descuido sobre la mesa. «¿Tendría usted algún inconveniente,
Signor
—pregunté— en decirme cuánto le ofrece por esto mi compatriota?» «Mi mujer piensa que el hombre debe haberse vuelto loco —me contestó—; nos ha ofrecido veinte liras.»

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